Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoExperiencias fundantes (4)

Experiencias fundantes (4)


 

Nota.- Hoy se publica un nuevo capítulo, que sigue al anterior, Empeño de negar el amor, de mi novela Experiencias fundantes, que va apareciendo en las páginas de fronterad a modo, casi, de un folletón, siendo en verdad un amplio extracto de la novela. En el capítulo anterior, Aldo, el protagonista, se decantaba por ajustar, definitoriamente, el concepto del amor, con sus muchas creencias y variantes. El presente capítulo es un largo discurso que Aldo le larga al compañero Erik, tratando sobre el paso del tiempo y sobre la calidad vital. Sobre esto último, establece claras diferenciaciones, ciertas contradicciones, mientras que lo primero comprende, mayormente, los recuerdos de la dictadura franquista que Aldo ha vivido, mientras que Erik, su compañero, pasó su infancia y adolescencia en la desarrollada Francia como hijo de emigrantes.
Barriada popular llamada ‘Corea’, de los años 50, cuando se estaba construyendo. Archivo de Toledo Olvidado

CONVERSANDO, SIN PRISA, SOBRE EL TIEMPO Y LA VIDA

Muchas veces Aldo veía un rato la televisión, en el propicio y recoleto saloncito para este uso del que disponían los monjes, junto al scriptorium, acompañado de Erik, un hermano lego como él, que nació en Francia, pero de origen no francés, ni siquiera de más arriba, del septentrión europeo, como pensaban algunos, quizá llevados por su nombre, sino sencillamente hijo de emigrantes extremeños. Todos le daban el sobrenombre de Gabacho. Más o menos tenía la edad de Aldo, o quizá era un poco más joven. Cuando volvió de Francia, aún adolescente, le entró la vocación e ingresó en un monasterio benedictino. Entonces era cisterciense, como el lector ya puede suponer. No era buen estudiante, y no se le ocurrió hacerse cura. Toda su vida, en definitiva, menos su cándido periodo francés, la pasó así, encadenado a la rutina monástica; y, como le sucede a más de uno que ha vivido tantos años el encierro, tuvo problemas con la bebida. Ahora parece que está mejor. Pero durante un tiempo, Paco, el bibliotecario, además de llevar la biblioteca, era depositario de las llaves de un mueble bar donde había algunos licores, y el frigorífico de los huéspedes tenía un candado, que sólo se abría inmediatamente antes de las comidas, cerrándose nada más terminar el condumio, para evitar la tentación de que Erik se sirviese del vino que allí se guardaba.

Erik era serio pero afable. Un día, mientras la tele seguía en su runrún incesante, surgió entre ellos, en su cortés conversación, el tema del tiempo, no de la meteorología sino de las edades, de los ciclos. Y Erik le confesó a Aldo que para él su vida había supuesto un soplo, la sensación de sólo una leve sucesión de años que en verdad no le habían pesado. A lo que Aldo le contestó: “Mira, Gabacho, tú llevas aquí, en este plan, ni se sabe. Y nuestra rutina, entre otras muchas cosas, produce una notable impresión de que el tiempo pasa rápido. A mí me pasa lo contrario. He viajado, he convivido con varias mujeres, he tenido más de un trabajo. Y España ha cambiado mucho. Me acuerdo de esa España, tan diferente a la de hoy, de hace siete décadas. Eso yo creo que a ti te pasa menos, pues la Francia de cuando eras pequeño era nación muy avanzada, democrática, mientras que España era una pobre dictadura, aparte de represiva, en extremo precaria económicamente. Tú llegaste de París, o donde vivieses, que no recuerdo, en un Tiburón Citroën, cuando aquí no se había pasado del Seat 600, apenas reemplazado, algo después, por otro pobrecico Seat 850.

”Unos pocos decenios no son muchos años, pero yo siento que ha transcurrido una “jartá”, como dicen los andaluces, desde lo que te voy a contar. Yo de chico viví en un barrio humilde. Esos barrios que el dictador Francisco Franco pobló con más de cuatro millones de viviendas; unas moradas sociales, pequeñas, que propició el Instituto Nacional de la Vivienda con cuotas de alquiler muy bajas. Al cabo de los años mis padres la pudieron comprar por un módico precio. El barrio estaba situado en las afueras de la ciudad donde vivíamos, construido en unos terrenos que cedió el Ejército, dueño de inmensas propiedades de tierra, fruto de las conquistas del bando vencedor en la guerra civil. Yo te puedo decir, Gabacho, que no he pasado hambre, aunque entonces, es verdad, se vivía muy estrechamente. Al lado de mi bloque había unas tapias, y detrás de las tapias, un ancho campo perteneciente a los militares y al que podíamos acceder. Mi madre, en las primaveras, a veces salía a ese campo con unas vecinas a recoger cardillos, unas plantas silvestres que hacían apaño para las cenas. Mi padre tenía un empleo seguro, pero no ganaba mucho. Tuvo que esperar para ganar un no mal sueldo a que llegasen los tecnócratas, esos miembros del Opus Dei que rigieron la economía sustituyendo al plan hacendístico autoritario de Franco. Yo recuerdo que el panadero llegaba a nuestra calle en un carro tirado por una mula, y a veces la vecina recogía nuestras dos barras que mi madre abonaba luego. No se vivía al fiado, porque nunca se ha vivido así, pero los tenderos no tenían más remedio, a veces, que fiar.

”Pues mira, pásmate, y descojónate un poco, si quieres. De chico, me acuerdo que en mi calle no había ningún coche aparcado. Sólo pasaban a vender (el pan, los melones, no sé si algo más) carros tirados por animales. Alguna antigua furgoneta, Citroën, Renault o DKV, con algunos otros productos. Y algún taxi sí que paraba muy de vez en cuando, sobe todo en los casos perentorios, o por enfermedad. El primer vecino que tuvo coche compró un 600, el “seílla”, como así se le llamaba cariñosamente. Y el hombre lo aparcaba junto a un árbol, atando, escucha bien, con una gruesa cadena, el cochecito desde el eje de una de las ruedas al tronco del árbol, ¡como si fuese uno de los borricos que había tenido! Y su mujer, para presumir ante las vecinas, que se apostaban, al caer la tarde, frente a la puerta de sus portales, con sus sillas bajas de enea, tomando el fresco durante los veranos tan calurosos, pues la señora se adentraba en el 600 de su marido para, tranquilamente, hacer ganchillo en el asiento del copiloto.

”Yo me acuerdo perfectamente, Erik (a ver si dejo de llamarte Gabacho, coño), de la llegada del plástico, de los yogures y de todos los electrodomésticos, a esta puta nación mísera de entonces, absolutamente todos los electrodomésticos menos la radio a lámparas, que estuvo siempre en la pared, sobre una repisa. Las mujeres no trabajaban y hacían diariamente la compra asiendo únicamente una bolsa fabricada con retales de pobre piel y, como mucho, una huevera de alambre. Las cosas no se envolvían; las galletas, u otros productos sólidos que se vendían a granel, se introducían en una bolsa de papel. El aceite se despachaba extrayéndolo de un recipiente con manivela. Los pescaderos apilaban en el mostrador una resma de papel de estraza, y sobre ese papel de estraza el envoltorio que utilizaban eran hojas de periódico. Los chicos le llevábamos al pescadero atrasados periódicos que había en casa: El Alcázar, Marca, Pueblo, etc., y nos daba unos céntimos de peseta por ellos. O sea que nada de plástico. Los primeros yogures que recuerdo eran sólo de dos sabores, natural y fresa, vendidos en tarrinas de cristal. Y para reponerlos en las despensas, había que llevar los vidrios a la tienda. Si no, te cobraban más caro el contenido. Y lo mismo sucedía con todo vidrio: el de la leche y el de la cerveza. El vino se vendía a granel, siendo escasísimas, casi inexistentes, las repetidas botellas de tres cuartos de litro que ahora son exclusivas. El primer frigorífico, en mi casa, fue una simple fresquera, un arca blanca con tapadera vertical en la que se introducía una barra de hielo. Y la primera lavadora, un sencillo motor que agitaba el agua metido en la pila. Fíjate en todo lo que ha venido después sin que hayan sucedido siglos sino, en realidad, unos pocos de años.

”La vida, para la gente humilde, que era pobre, pues aún no existía la clase media, se sostenía en una notoria austeridad. Las casas no tenían calefacción, ni siquiera agua caliente. En mi caso, ese piso donde vivíamos, ofrecido, como te he dicho, por la Secretaría General del Movimiento franquista, disponía de una llamada cocina económica, que consistía en una pequeña abertura en la que se metían, y se prendían, un par de bolas de carbón para calentar las dos placas de hierro que había encima, donde se cocinaba y se calentaba el agua y demás líquidos. Mi madre, a mis hermanos y a mí, nos lavaba en un barreño una vez a la semana, y en verano calentaba el agua en la calle, al sol, pues decían que era cosa muy buena. Si en una circunstancia cotidiana nos ensuciábamos un poco, para eso estaba la palangana, medio llena de agua fría, una esponjilla, media pastilla de jabón Lagarto y una toalla.

”Dentro de mi casa, el único calor para el invierno, salvo el de las bolas de carbón de la cocina, tan pequeña que no se podía estar, era el de un brasero de picón. ¿Sabes tú lo que es un brasero de picón, Gabacho?, ¡joder, otra vez Gabacho! Seguro que tú en Francia, por muy emigrantes que fuerais, teníais calefacción central. Pues un brasero de picón se calentaba con carbón vegetal, era la fuente más barata, se ponía debajo de la mesa camilla, y ¡ale!, todos tapados con las faldillas, y el gato quemándose el rabo. Había que preparar bien el brasero. Las mujeres lo sacaban a la calle, aplicando al montoncillo de carbón una pequeña chimenea para que las brasas tirasen bien, antes de meterlo en la casa. Resulta que en el pequeño habitáculo del comedor se tenían todas las puertas cerradas. Y el brasero consumiendo oxígeno. Yo una vez me atufé y, oye, se pasa muy mal, vomitando y con un gran dolor de cabeza.

”No habían llegado aún los edredones, tan calentitos y tan ligeros. Nos tapábamos con bastas mantas, de mucho peso. Los colchones, al menos los nuestros, no eran de lana, sino de borra, y cada cierto tiempo había que llamar al colchonero para que en la acera varease el relleno. ¿Sabes, Erik, lo que es un interruptor de pera? Pues eso, un interruptor en forma de pera, que colgaba del cabecero de la cama, con el pitorrito para abajo, y con un cable que estaba enganchado a la luz del techo. Había algunos mueblecitos de mimbre en casa, de un mimbre colorido, bastante lindos: un pequeño aparador, una butaquita. Pues cuando llegó el desarrollismo, ese tiempo que ya te he referido en que regían la economía los señores del Opus, todo eso se quemó en las hogueras de San Antón y se cambió a muebles de Formica y a tresillos de skay. Dos sillones tapizados de skay (un tresillo no nos cabía) compraron mis padres, con una mesita baja de Formica, para ver cómodamente la televisión, sostenida en una consola, también de Formica. Un  enorme televisor de la marca Askar, casi más honda que ancha, para disfrutar de las dos únicas cadenas en blanco y negro que el sistema televisivo español ofrecía.

”Ahora vemos que los productos navideños llegan al supermercado ya en los primeros días de noviembre, o yo diría que antes. Pues en ese tiempo del que te estoy hablando mi madre compraba los apaños para la cena de Nochebuena en la tarde del día 24 yendo a la tienda del barrio. Mercaba una lombarda, algo de pollo o pavo, unas pocas frutas escarchadas, dos tabletas de turrón, del duro y del blando, y unas figuritas de mazapán. En el mueble bar, junto a la consola, siempre había sendas botellas de anís y brandy (le decíamos coñac) y para Navidad, otras botellas de Licor 43, Chartreuse y sidra El Gaitero. A mi padre, todavía, no le daban cesta en la empresa. Mantecados, dulces de almendras, cosas así, había bastantes, pues días antes mi madre había pasado toda una tarde en una tahona, acompañada de unas vecinas, para cocer esa bollería, pagando, claro, una tasa al panadero. El belén se ponía, y mi padre, para simular las montañas del pueblo natal de Cristo, iba a la estación del tren a coger un poco de escoria solidificada, esa sustancia impura, esa ganga que despedían esas grandes locomotoras de vapor.

”No sé en Francia, pero aquí los trenes a vapor duraron. La locomotora que arrastraba los vagones era imponente, y llevaba justamente detrás otro buen vagón cargado del carbón que la hacía funcionar. Si uno se acercaba a la máquina, se podían ver las grandes llamas que ardían en la caldera. Dos o tres hombres trabajaban, con mucho esfuerzo, en los trayectos ferroviarios. En las estaciones se alzaban grandes grifos, con altura de unos buenos metros, para proveer de agua a la necesitada locomotora. La ciudad donde yo habitaba con mis padres y hermanos estaba a sólo 70 kilómetros de Madrid. Cuando viajábamos a la capital, subíamos a un tren de madera, que disponía de primera clase, segunda clase y tercera clase. En la tercera clase o no había o no se encendía la calefacción. Los hombres se hacían la ilusión de quitarse el frío fumando sin parar. ¿Y sabes, querido Erik, cuánto tardaba el tren en recorrer 70 míseros kilómetros? Pues nada menos que tres horas. Hoy el viaje de esa ciudad a Madrid, y viceversa, dura, en AVE, unos escasos 20 minutos. Sin AVE tardaría tres cuartos de hora, no las tres enteras horas de antaño.

”Ahora te quiero leer un párrafo de un libro que tengo aquí (lo estaba leyendo antes de encontrarnos) que me ha regalado el organismo que lo ha editado, la Fundación Jorge Guillén de Valladolid, ya que yo colaboro con ellos, como escritor experto que soy en algunos temas. Se trata de una autobiografía de Rosa Chacel. ¿Sabes quién es Rosa Chacel, Gabacho? […] No sabéis nada, los frailes no sabéis nada, sólo unos pocos salmos, plegarias y muy sobadas oraciones. El único que sabe aquí es Paco, que lee todo lo que puede y que traduce del latín. Deberías aprender. Ya es tarde, pero bueno… El caso es que Rosa Chacel es una novelista vallisoletana y se la tiene como la mayor prosista de la Generación del 27, mayormente poética. ¿Sabes lo que es la Generación del 27? […] ¡Nada! Por lo menos sabrás quién era Víctor Hugo, pues supongo que os mandaban leerlo en el colegio. ¿Ah, sí? Pues me alegro.

”Te voy a leer, entonces, un bonito párrafo de Rosa Chacel que habla del tren, de los trenes que circulaban a principios del siglo XX y ella veía de niña, ya que nació en 1898. Dice así: ‘Nos gustaba detenernos en el paso a nivel para ver llegar el expreso. Acercándonos a la barrera le veíamos venir de frente: cuando todos los hierros empezaban a trepidar nos alejábamos. Yo no había dicho nunca que el terror que me producía era casi inaguantable, y no lo había dicho porque no quería consentirme esa debilidad. Era tan maravilloso, las nubes de humo que envolvían la locomotora, la violencia con que avanzaba hacia nosotros, me extasiaba. Pero lo más atroz era el pito, el grito, más bien, porque era como un lamento, que tenía tanto de amenazador como de doloroso. Yo lo contemplaba aterrada, pero lo contemplaba.’ Le causaba tanta impresión a Rosa Chacel la visión de ese tren desafiante, que soñaba que la locomotora se le metía en su habitación.”

Aldo preguntó a Erik si deseaba que continuara el palique, esta vez cambiando un poco el tercio, centrándose, aunque la vida sea de tiempo, propiamente en la vida, en su cualidad, fuera de su causalidad temporal. Erik le respondió que le parecía bien, pero le rogó que cambiasen de sitio, yéndose al office de los hospedados para servirse una taza de chocolate, ya que -y sonrió a Aldo diciendo esto- los ex alcohólicos tenían que probar mucho el dulce para remediar la antigua adicción. Aldo y Erik se encaminaron a la zona de la hospedería, y tras ponerse Erik la taza de cacao y Aldo llenar del grifo un vaso de agua, se sentaron en un pequeño saloncito alrededor del busto de un santo monje, canonizado por Benedicto XVI, que había pertenecido a la comunidad.

«Abre tú la charla, Aldo», dijo Erik, «yo te escucho. Proporcióname uno de tus buenos discursos, maestro. Otro día hablaré yo.»  «Me parece muy bien», replicó Aldo. «Da tiempo hasta que entremos a un nuevo oficio, a Vísperas, si mal no recuerdo, por la hora que es.» En ese momento, abrió la puerta Lidia, con un libro en la mano, no un misal, camino de la capilla. Aldo fijó su mirada en ella y se azoró, no cerciorándose, a ciencia cierta, si ella notó su azoramiento. Recibió la discreta, la grata sonrisa de Lidia dirigida a los dos monjes, y acto seguido pronunciaron ellos un «hola» ciertamente acaramelado. «¿Sabes que me gusta esta piba?», manifestó Aldo a Erik, obteniendo el silencio por respuesta. Aldo empezó a desarrollar, frente a su amigo y compañero, su perorata sobre la vida:

“La vida es dulce y seria, como escribía Rubén Darío en uno de sus poemas. Y efectivamente, empezar a vivir es dulce; dulce es sentir cómo uno comienza a respirar, aun echando de menos el líquido fetal, accionando, por la estrenada naricilla y la boca, un compás tan perfecto. Es dulce la sensación de percibir, por los sentidos –sin pensar, que es lo que estorba- , lo que los sentidos nos proporcionan, la completud de ver, de oír, de tocar, de oler, de gustar. Yo me imagino que es total la sensación de un niño, nacido hace unas horas, o unos pocos días, al acaparar, todo a un tiempo, la borrosa silueta de su madre, escuchar su voz, la nana, palpar el pecho, aspirar el dichoso perfume de su piel, beber placenteramente, a través de la sabia e instintiva succión, la rica leche de la teta.

”Sentir es lo vital. Pensar es artificio. Comprobar que la vida se desliza a través de estas acciones, guiadas siempre por la respiración, es, conduciéndose, claro, en un transcurrir sano, auténtica delicia. ¿Y la gran satisfacción de dormir, de entrar al sueño? Ese quedarse sin sentido, apreciar en todo momento que uno está dormido, aunque lúcidamente no se tenga un registro… Dormir, por tanto, es vida plena también.

”Pero, como veíamos que escribía Rubén, la vida, a la vez que dulce, también es seria. Esa seriedad la hallamos en la enfermedad. Cuando estamos enfermos, echamos mano de unos recursos muy vitales, entre otros varios, los farmacológicos, para intentar neutralizar la seriedad de la existencia. La vida es seria por el cuidado que ponemos en continuarla. Hay reglas que tenemos que aplicar: no comer cualquier hierba que veamos, no beber en cualquier corriente, siempre procurando no intoxicarnos para que la vida siga avanzando sin problemas, sobre todo cuidando que la respiración se mantenga debidamente acompasada. Debemos mirar siempre que nuestro pie pise por el terreno debido para no sucumbir en accidentes: evitar las arenas movedizas, caminar distanciados de los precipicios.

”Este diagnóstico del gran poeta Rubén Darío sobre la vida, sirve, en gran parte, para procurar vivir con bien una vida física. De los reveses psicológicos que la vida puede hallar ahora entraremos. De estos reveses psicológicos sabía mucho también Rubén Darío. Este poeta bebía mucho, bebía muchísimo. ¿Y sabes lo que pasa, Erik, cuando bebes mucho, cuando bebes como bebía Rubén? Pues que te vuelves impotente. ¡Jeje!. Así que ya sabes. Conste que me refiero a la vida individual, no a la social, que conlleva tantísimos problemas. El individuo, decía Sigmund Freud, que tal vez desconozcas, mi ignorante Gabacho, como tal individuo va en contra de la civilización, de la sociedad, aun reconociendo su interés humano; de algún modo, digamos, la protección que brinda. En la vida de cada uno, la vida es seria porque hay amenazas que se ciernen sobre ella. Ya hemos hablado del cuidado que debemos de tener en la constante marcha de la resolución vital. Lo serio de la vida también depende de unos fenómenos, ajenos a nuestro esmero en la conservación de nuestro cuerpo, máximo emblema de nuestra vida; fenómenos que pueden ser atmosféricos: tormentas, huracanes, fríos extremos, calores excesivos, o telúricos: terremotos, tsunamis, erupciones, que no podemos controlar. Como quizá seamos el único animal que tiene conciencia de la muerte, nos dolemos, nos apesadumbra el entorno enemigo que nuestro alrededor posee empeñado en impedir que nuestra vida transcurra con dulzura o que, siquiera, transcurra, proporcionándonos este entorno un indeseado halo fatal.

”Bueno, estas reglas que impone la vida para conservarse: taparse para no enfriarse, exiliarse para no perecer bajo las bombas, no malgastar para no arruinarse, etcétera, son fáciles de entender, y provistas de un eficaz automatismo para ser cumplidas. Porque, generalmente, siempre se quiere vivir. Pero si las reglas de la vida son apremiantes -y si no se activan acaece la desdicha-, las de la muerte son más acuciantes todavía, sin encontrar ningún remedio ni vuelta atrás. La putrefacción es irrevocable, comienza en el instante de cerrar los ojos a la vida, y claramente se nota a escaso tiempo de iniciarse. Es curioso pensar, y yo lo creo así, que las resueltas leyes de la muerte siguen perteneciendo a la vida vivida, es el apéndice, el epílogo irrefutable de la vida de cada uno. Un cuerpo muerto sigue teniendo, de algún modo, vida, porque la vida consiste, entre otras muchas cosas, en apariencia, visible aún su estructura, aunque ya no exista la circulación vascular y el cerebro ya no palpite. El cuerpo muerto sigue poseyendo flujos, ciertamente ocultos pero que hacen que sigan creciendo las uñas y el pelo. Nosotros, seamos carnívoros, vegetarianos o veganos, siempre comemos organismos vivos, siendo incapaces de digerir piedras en nuestro estómago. De igual manera, esos gusanitos que surgen en la putrefacción, se solazan en deglutir nuestros restos, vivaces para ellos todavía. Una muerte, una muerte absoluta, para entendernos, sólo se alcanza en la Nada, la Nada con mayúsculas, como así, con mayúsculas, escribimos la Gloria. Nada, gustosa Nada, cesación deleitosa de la vida, y de la muerte.

”¿Cómo se ha de conformar la vida para que nuestra voluntad persista en sentirnos a gusto en ella? Sin duda, deberemos permanecer en un notable bienestar. Pero, ¿de qué manera ha de definirse este necesario bienestar para vivir gozosamente, tranquilamente, aceptadamente? ¿Tú te explicas, Erik, el porqué de la decisión de Ernest Hemingway, de coger la escopeta y pegarse un tiro? ¿Sabes quién es este tipo llamado Hemingway? Sí, sé que sabes quién es. Una vez me dijiste, recuerdo, que habías leído El viejo y el mar. Pues este hombre tenía fama, tenía dinero, poseía mucho patrimonio inmobiliario, llevaba muchos viajes a sus espaldas, era un aventurero, había conseguido el Premio Nobel, disfrutaba bebiendo vino, se le daban bien las mujeres… ¿entonces? Al final de su vida estuvo enfermo, se sentía preocupado por los altos impuestos que tenía que pagar, pilló depresiones a causa, dicen, de la combinación de medicamentos, mezclados con alcohol, claro, pues bebía como un cosaco. Se puede deducir de la vida de Hemingway que para ser felices, por el contrario, debemos optar por la sencillez, pues la ambición es un arma cargada por el diablo. Caben, de todas formas, muchas dudas al respecto, para dictaminar con firmeza. Yo ignoro eso de poner, sobre la vida, los puntos sobre las íes.

”No sé si será un tópico, pero pienso que es bueno para vivir una buena vida aceptar y guardar equilibrio; y aspirar a tener las necesidades cubiertas, estar abrigado en el sosiego que da cierta cantidad de dinero, poder llegar a fin de mes, sin deudas, sin anhelos inalcanzables. Nosotros tenemos voto de pobreza, pero no somos pobres porque lo tenemos todo, asegurados completamente (cama, cobijo, pan y encima vino; sí, no te rías) por esta secular institución. Tener salud está muy bien, por supuesto, pero la enfermedad no suele ser un motivo para suicidarse; es más, a veces se comprueba que impulsa los deseos de vivir. Ahí tenemos unas conductas ejemplares de algunas personas que padecen cáncer. La psicología del hombre es muy compleja, la verdad, desde muy niño. Muchos adolescentes se suicidan. Los niños no, porque quizá no sepan hacerlo; de hecho, muchos infantes viven amargados. Freud, el pensador que hemos citado antes, escribe que, de niños, “todos hemos pasado por un periodo de indefensión con respecto a nuestros padres –a nuestro padre, sobre todo-, que nos inspiraba un profundo temor, aunque al mismo tiempo estábamos seguros de su protección contra los peligros que por entonces conocíamos. Así, no era difícil asimilar ambas situaciones.”

Existe lo que se llama educación, en principio beneficiosa, pero por la que se puede caer en muchas desgracias si no se sabe compensarla con los inconvenientes que la vida, naturalmente, trae tras de sí a través de las circunstancias. El pensamiento es engañoso y lleva a desengaños. Nos creemos que el colmo de la felicidad es la aventura, la novedad constante, y no es cierto. La rutina, como la nuestra, aceptada, tranquiliza mucho, aunque, ¡lo de siempre!, el pensamiento puede rebelarse, generar un aburrimiento poco soportable y que nos pase como a ti, que te diste a la bebida, únicamente a la bebida porque no tenías otra manera de evadirte. La obligación del arte en un artista (escritor, pintor, escultor, dramaturgo) puede calmar esta desazón, aunque no puedes aventurarte en esto; está el caso de Hemingway, como hemos visto. Asimismo puede procurar sosiego la dedicación al trabajo. Pero tampoco vale este ejemplo. Me dijeron que el otro día, un buen currante, que amaba su trabajo, y trabajaba con esmero y con vocación, aparcó su furgoneta y se dirigió al metálico y alto puente de San Pablo, de Cuenca, para arrojarse al caz del río Huécar, que discurre muchos metros más abajo. En esta localidad provinciana la policía sabe de muchos suicidios que se sirven del puente de San Pablo, por mucho que no salgan, al día siguiente, en los periódicos conquenses.

(continuará)

Más del autor

-publicidad-spot_img