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Mientras tantoExperiencias fundantes (6)

Experiencias fundantes (6)


 

Nota.- El capítulo anterior de Experiencias fundantes se titulaba Progreso y civilización, narrando la opinión que el protagonista, Aldo, tenía de la sexualidad, vivencia íntima, y la cultura, entendida como sociabilidad. Hoy, la siguiente entrega en fronterad, trata de los viajes, acompañando a Aldo desde que conoció, de muy pequeño, el escueto color del mar, gran novedad de quien se estaba criando en un entorno conformado totalmente en un paisaje enteramente de secano. Traspasó, siendo muy joven, la frontera franco-española, y en ese instante de cruzarla, se sintió transportado a Europa, radicalmente diferente a la España dictatorial. El escritor Ferdinand Céline, en una concepción certera, aunque tal vez un tanto abrupta, escribía: “Viajar es útil, hace trabajar la imaginación. El resto no es más que decepción y fatiga.”    
Toledo visto desde el aire

SIGNIFICADO DE LOS VIAJES

Aldo pudo viajar solo, con amigos, sin familia, a partir de los 16 años. Antes, conoció el mar, siendo muy pequeñito, con tres o, a lo sumo, cuatro añitos, en un viaje que efectuó con uno de sus abuelos, de profesión ferroviario. Al llegar al destino, el abuelito lo llevó a la playa. Sólo tiene un recuerdo muy fugaz, de milésimas de segundo, se podría decir. Sólo recuerda, estrictamente, el agua de ese mar, nada más, y la recuerda de un azul rabioso bajo la luz punzante que motivaba ese intensísimo color. También solía viajar siendo pequeño a un quinto, en pleno campo entre dos pueblos, muy cerca de una explotación minera agotada, donde habitaba un familiar. Sus estancias le aprovechaban, pues asumía con gusto la prevalencia diferenciadora, más rica de elementos naturales, con respecto a la vida de la ciudad. Podía montar en burro, alimentar a las gallinas, acariciar a las ovejas, estar de pie, tranquilamente, al lado de las vacas, saludar, con su vocecita sonriente, a las familias de los pastores que aún moraban en chozos durante todas las estaciones. De adolescente siguió yendo, y alguna vez gozó de su estadía sin la presencia de sus padres. Aldo ya escribía. Y en una de esas temporadas, disfrutando del noble amparo de la ruralidad, escribió 25 sonetos, que para un chico de 16 años no resultaba un vulgar empeño. Esos sonetos no eran muy buenos que digamos; he aquí dos tercetos: “Mi frenesí me ha dado estos linajes: / un tractor, una mula y un establo, / un pajar, unos burros, un cortijo. // Una choza de cañas y ramajes / es el lar cotidiano con quien hablo. / En un mes todo el campo será mi hijo.” No son versos del otro mundo, evidentemente, pero a Aldo le hicieron sentirse auténtico poeta según el inequívoco dictamen de Federico García Lorca, cuando el poeta granadino, máximo mártir, dijo que un poeta no es auténtico poeta mientras no sea capaz de escribir sonetos.

Ya el primer viaje que hizo con dos amigotes fue a Benidorm, cuando aún no se habían levantado rascacielos en ese pueblo alicantino. Ya era turístico Benidorm, pero sin alcanzar los niveles insoportables que manifestó unos años más tarde. El hecho es que no había que reservar habitación para dormir. En la primera pensión que preguntaron se alojaron. No recordaba Aldo nada de la playa de Benidorm en ese viaje, si es que acaso los tres amigos fueron a la playa (era verano), cosa que Aldo dudaba. Sí se acordaba perfectamente de acudir a una mítica discoteca, la discoteca Penélope, que, según se publicitaba, abría los 365 días y noches del año, y aún hoy lo sigue haciendo. Los tres chavales pasaron a Penélope sacando la económica entrada de champán a gogó, que equivalía a beber un champán (entonces no existía aún la denominación cava) malísimo, todo el que quisieras, por un módico precio. Naturalmente, Aldo pilló una borrachera de la que no se recuperó durante todo el día siguiente. Para colmo le quitaron 1.000 o 2.000 pesetas en la pensión. Primeros gajes del oficio, dada la bisoña situación.

El viaje siguiente estuvo algo mejor. Se fue a Marruecos con uno de los amigos que le acompañaron en el viaje a Benidorm. El llegar a Tánger, desde Algeciras, en barco, fue una auténtica delicia. Y tuvo algo de enigmático, pues en el puerto le dijeron, o creyó entender, que el trayecto duraba cuatro horas, tardando sólo dos horas y media en llegar. El ferry no se alejaba de la costa, teniéndola siempre a la vista. Montañas africanas en la costa, ¡qué deleite! Y a poco más de las dos horas de travesía ver una ciudad, ¿qué ciudad?, si aún faltaba para las cuatro horas… Detalle misterioso, que nunca viene mal. Su amigo y él, en Tánger, se alojaron en la pensión de un murciano, un tío mariconazo, con muchísimos ademanes, muchas plumas, pero marido de una esposa, marroquí, y padre de un hijo, mestizo muy guapo, que llevaban con él el negocio. La habitación estaba plagada de estampas de una virgen murciana. Callejeando por la, hacía no mucho, ciudad internacional, contactaron con un dentista asturiano, casado con una judía, que quería pesetas para ir, no tardando, a un campeonato de fútbol en Cádiz llamado Ramón de Carranza. El caso es que se vieron con este dentista los tres o cuatro días que Aldo y su amigo permanecieron en Tánger, quien los llevó a ver a un individuo que arreglaba coches, o motos, y que les obsequió con una bolsa repleta de kifi. Tan ricamente. Después de Tánger, se dieron una vuelta por Rabat, por Mequinez, por Fez (donde durmieron en un hostal llamado Alí Babá) y por Tetuán, volviendo a España por Ceuta. En Tetuán sonaban tanto las cisternas de la pensión donde se alojaron, que Aldo hizo un poema inspirándose en esa confluencia de ruidos nocturnos. Escritura sobreactuada por el excitante humear de un sabroso costo.

Con otro amigo, al poco, Aldo hizo su primer viaje a Francia. Al cruzar la frontera de La Junquera, vio un gran cartel, pegado a una valla publicitaria, que le llamó mucho la atención. La marca que se anunciaba era Nivea, y mostraba el retrato, a gran tamaño, de una chica joven, desnuda, tumbada de espaldas en una playa y enseñando el culo. Ese simple, y bendito cartel, de la chica en pelotas era entrar en Europa, una Europa libre y no la España mojigata de la dictadura de Franco. Iba en un autobús, que partió de Barcelona y se dirigía a Marsella. En un cruce, cerca de Arlés, los dos amigos se bajaron, para continuar, en otro autobús, pequeñito, que les llevaría a Aviñón, donde residieron durante una semana. Aviñón celebraba entonces (era julio) su célebre Festival de Teatro. Tampoco hubo necesidad de reservar el hospedaje. En la primera pensión, u hostal barato, que vieron allí se metieron. La bonita ciudad de Aviñón estaba muy animada, plena de representaciones teatrales en llamativas ‘cochiqueras’. En una de ellas, el Atelier 13, Aldo asistió a una actuación nada menos que de Marcel Marceau, máxima estrella del arte del mimo, quien tildaba esta habilidad como el máximo “arte del silencio”. Marcel Marceau era famoso en todo el mundo. Asistió a una obra de teatro, en el Palacio de los Papas, del español Fernando Arrabal, en francés, pues Arrabal entonces, para los franceses, era un autor francés. Aldo no captó ni papa del texto del drama, pero el montaje del espectáculo le resultó asombroso, sumamente vistoso. También en el Palacio de los Papas vio una copiosa exposición de la obra de Picasso (lienzos, dibujos, acuarelas, cerámicas), exposición que, después, fue muy referenciada en los catálogos del célebre pintor malagueño. Desde Aviñón, su amigo se volvió a España y Aldo tomó un tren a París, vía Lyon. Allí conocía a un pintor, que vivía en el artístico barrio de Montmartre, y en ese domicilio estrafalario, muy bohemio, cuyos rellanos conformaban una auténtica calle (algo muy típico en París), se alojó quince días y visitó todo París. Todo, por decir algo, pues París, inagotable, tiene muchísimo que ver. En sucesivos viajes pudo gozar más de esa asombrosa ciudad que es, sin duda, la ciudad más bella del mundo.

Los viajes, para Aldo, eran un recurso magnífico. Y en estas sus primeras salidas, el turismo todavía no mostraba el agobio posterior (aún no se habían creado las conminatorias viviendas de uso turístico), y por esto Aldo, que viajaba como turista, podía sentirse, sin embargo, viajero. La perspectiva que se producía viajando le venía bien. Se transportaba de su mundo, su mundo cotidiano, su mundo acostumbrado, a una realidad diferente. El filósofo, matemático, lingüista y lógico austríaco Ludwig Wittgenstein distinguía bien, en su obra capital Tractatus logico-philosophicus, entre mundo y realidad, estableciendo que “el mundo es todo lo que acaece”, primera proposición del Tractatus, y la realidad, algo virtual, más amplia que el mundo, a la postre imaginativa. Una novela es realidad mientras que el mundo no, pues el mundo es sólo lo que es el caso, lo que sucede. Louis Ferdinand Céline, persona antisemita y excelente escritor (su Viaje al fin de la noche está considerada como una de las mejores novelas del siglo XX), escribía, precisamente como cabecera a su novela: “Viajar es útil, hace trabajar la imaginación. El resto no es más que decepción y fatiga.” Aldo encontró, en estos primeros viajes, aventuras amorosas efímeras, por mejor decir, sexuales, la mar de suculentas. Y la verdad es que siempre, o casi siempre, cogía tremendas borracheras. Como una gran cogorza que agarró en Cáceres, durante una tarde-noche en la que no dejaba de comer ancas de rana, pincho muy típico en esa capital extremeña, y beber muchos vasos de vino de pitarra, igualmente típico, un vino turbio que a Aldo le esclarecía la mente hasta que, claro, se la turbaba. Al día siguiente, con un considerable resacón, se puso a hacer autoestop hasta Madrid, tirándose todo el día con el dedito intermitentemente levantado, hasta tal punto que finalizó la jornada con el brazo derecho muy escocido por el sol.

Con todas las Elvira siguió viajando. Le agradaba mucho la región de Castilla La Vieja, más tarde una autonomía del Estado español llamada Castilla y León. El norte le tiraba, especialmente Asturias,  además de por su agreste y vistoso paisaje, por los orígenes ancestrales del propio Aldo. Anduvo varios trechos del Camino de Santiago, y sostuvo siempre que la mejor manera de viajar era caminando: con el compás de la justa velocidad y el mesurado balanceo del cuerpo, toda visión se aprecia mejor, resultando el modo de mirar más nítido y cabal. Finalizada la primera etapa del Camino Inglés, comenzando por bordear la inmensa ría de Ferrol, ya en el hostal le surgió este hermoso versículo: “Sobre entera la ría todo el relente chilla, mas las gaviotas ladran posándose en los hongos y en el oblongo sauce.” Aldo ha viajado con frecuencia a Europa: Francia e Italia los países a los que más. Casi siempre desplazándose en avión: un viaje rápido, pero estúpido e incómodo. Lo que más le ha gustado de esos insulsos y rayanos trayectos en el aire ha sido sobrevolar la ciudad de Toledo al regresar de Lisboa; varias veces, pues en Lisboa Aldo mantenía tratos literarios. El avión, debido a la cercanía entre Lisboa y Madrid, volaba tan bajo que se distinguía muy bien el Alcázar, enseñoreado en la cumbre urbana, y el río, el río Tajo, que ciñe a la Ciudad Imperial; el mismo Tejo que desemboca, inmenso y con una gran majestad, en esa gran planicie acuosa lisboeta denominada el Estuario de la Paja. El estuario todavía es río. La raya que divide curso fluvial y océano es la llamada Franja, que queda por debajo del cementerio de los Placeres de Lisboa.

A París fue dos o tres veces en un tren que dejó de existir, el tren-hotel Francisco de Goya, que conectaba la estación Madrid-Chamartín con la de París-Austerlitz. Este tren, como todos los nocturnos, desapareció en España con el asentamiento de las líneas de alta velocidad (AVE). Salía sobre las siete de la tarde y arribaba a la capital francesa sobre las nueve de la mañana. El billete incluía departamento particular, con cama individual, incluso ducha, y el desayuno, que se hacía en el vagón-restaurante, ya a plena luz del día y el tren llegando a su destino a toda pastilla por el verde y llano y bonito territorio francés. Bellas las capitales europeas: Berlín, Amsterdam, Roma, Bruselas, Londres, Luxemburgo, Lisboa; por supuesto París, la mejor, y también algunas de las asombrosas regiones europeas: la Bretaña, el Piamonte, la Provenza, etc. Aldo sólo cruzó una vez el “charco”, residiendo diez días en Nueva York. Hay una ciudad que sí le gustaría visitar: Jerusalén.

Aldo tuvo un sueño. Soñaba que viajaba con Elvira (¿la que se desnucó en la montaña, a la que se le detuvo el corazón por un problema respiratorio, la que vio clavado el volante en su pecho un segundo antes de fallecer?). Soñó que, montados los dos en el coche de Aldo, iban camino de Venecia. Un sueño minucioso, por el que Aldo tuvo la sensación de que duró lo que el viaje mismo. Hicieron idéntico número de paradas en los diversos sitios donde habían estado juntos. Primeramente, en la confluencia de los ríos Onyar, Ter, Güell y Galligants; es decir, en la capital gerundense. Allí Elvira, en el sueño, se compró unos zapatos. Nunca se podrá dar explicación a este detalle; sólo quizá en el caso de que Sigmund Freud levantara la cabeza. Los zapatos, al parecer, en las explicaciones psicoanalíticas, son muy simbólicos. Luego pasaron la frontera francesa y llegaron a Colliure, deteniéndose sólo en el cementerio de esa villa occitana perteneciente a la comarca del Rosellón. En el sueño Colliure celebraba sus ferias y en las calles colgaban tiras con banderitas de papel, no banderitas francesas sino banderitas catalanas. En la tumba de Antonio Machado, por el contrario, lucía una gran bandera española, tricolor, del tiempo de la II República. Sobre la lápida, además de flores frescas, había libros del poeta sevillano. Aldo tomó uno de ellos y leyó un poema de Machado. O el sueño no le dijo cuál o después, ya despierto, no recordaba cuál.

De allí partieron hasta Marsella, y la imagen del sueño únicamente afloró en la secuencia de verse los dos montados en uno de esos “trenes turísticos”, que en realidad son autobuses disfrazados de tren, que les subió al barrio del Panier, la barriada más antigua de la ciudad donde se transforma en agua salada el gran curso de agua dulce del Ródano. Atravesaron Francia, se detuvieron en Turín. No mostró el sueño ningún hotel ni sus hermosos soportales, sino tan sólo el Caffè Elena, con sus salitas de maderas nobles, su techo rojo, sus mesas y sillas de época. Un café visitado por Cesare Pavese, y también por Nietzsche. En las imágenes oníricas, Elvira y Aldo aparecían sentados en aquel café bebiendo, cada uno, un vaso de vermú Carpano. La botella, exhibiendo la marca, no se mostraba en ninguna imagen, pero Aldo sabía, aun soñando, que ese vermú que bebían era vermú Carpano. Antes de dirigirse a Venecia, raudamente se le representó la entrada del hotel Roma –seguimos en Turín-, en la Piazza Carlos Felice. Es el hotel donde, en una de sus habitaciones, la 346, se quitó la vida el poeta Cesare Pavese, ingiriendo 16 papeletas de barbitúricos. Cuando Aldo y Elvira estuvieron de verdad en Turín, quisieron visitar el cuarto donde se suicidó Pavese. Lo intentaron dos o tres veces, sin resultado. Más tarde se enteraron de que para entrar en la habitación 346 te tienes que alojar allí, al menos una noche.

La pareja por fin llegó a la ciudad de los canales y en el sueño aparece tal cual el apartamento que alquilaron, en el barrio de Dorsoduro, a la vera del canal de la Giudecca, precedido por amplia fondamenta, configurándose en el inconsciente una densa visión nebulosa veneciana rodeando sus barrios, los miles de puentecitos, el gran Puente de la Academia, el cementerio de San Michele en una isla, “La isla de los muertos”, como la llaman los venecianos; allí están enterrados el músico Ígor Stravinski, el poeta Ezra Pound, Serguéi Diáguilev, empresario fundador de los famosos Ballets Rusos, y, ah, Helenio Herrera, jugador de fútbol y entrenador de seis equipos españoles, y de otros extranjeros. Rodeando la Basílica de San Marcos, la plaza del mismo nombre, el café Florian sobre dicha plaza. Esta función onírica termina bailando Elvira y Aldo en esa plaza, reminiscencia de la película Al otro lado del río y entre los árboles, versión de la novela de Ernest Hemingway del mismo título: bailando el coronel cincuentón Richard Cantwel y la jovencísima Renata Contarini a la vista de todos los clientes del Florian. El sueño se acabó y Aldo despertó de madrugada, a punto de celebrarse el oficio de Maitines.

(continuará)

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