Nota.- El capítulo anterior de Experiencias fundantes relataba la gran afición de Aldo por dos lecturas muy importantes para él: las de las obras de Thomas Merton y Emil Cioran. El presente capítulo en fronterad narra, con sus buenos y copiosos detalles, la aventura de escritor de Aldo, sin duda su vocación más soberana en cuanto a la conformación inexcusable de un destino supremo. Con esta entrega finaliza este avance de la novela. Tras el verano, más o menos, aparecerá la edición, de papel, en Caballos Azules, una editorial de Lanzarote. El lector que quiera continuar la historia, se tendrá que hacer con esta edición. Yo simplemente advierto que estos ocho capítulos que generosamente he ofrecido, en una primera redacción, de mi primera novela, sólo introducen al personaje. El auténtico nervio del relato reside en lo que resta.
ESCRIBIR COMO UN ÍNTEGRO DESTINO ACAPARADOR
En cierta ocasión, durante un caluroso verano, sobre la hierba del recinto de una piscina, una tarde Aldo estaba con sus dos nietos, nieto y nieta, tumbado a la bartola sobre una toalla. Su nieto, niño dicharachero, salió del agua y no se pudo desprender muy bien de esas tiras de goma que sujetan las gafas de buzo, demandando a Elvira que se las quitase de la nuca, a lo que Elvira le replicó: ¡Que te las quite el abuelo! El nieto contestó:” No, quítamelas tú, porque el abuelo no sabe más que escribir”. Y así es. El abuelo Aldo no ha dejado transcurrir su vida sin saber hacer otra cosa más que escribir.
En el colegio al que iba Aldo, los frailes ordenaban a los alumnos, casi a diario, escribir redacciones. Imponían un tema, bien patriótico (el descubrimiento de América, por ejemplo), bien religioso (las misiones), bien familiar (un día en el campo con los papás, los hermanos y otros parientes). Al día siguiente de entregarlas, el profesor, ya corregidas, leía la mejor. Y casi siempre, por no decir siempre, la redacción leída por el fraile era la de Aldo. En las primeras frases en voz alta, los alumnos no dejaban de preguntarse, cuchicheando, de quién sería la redacción. Y el cura cortaba tajante: ¡De Gajate! (ésta es la primera, la última, la única vez que se ha de revelar aquí el apellido de Aldo: los frailes del colegio se referían siempre a sus alumnos de usted y por sus apellidos; en todo momento, se dirigían a ellos así). Se puede colegir sin problema que esta anécdota revela cómo el primer éxito en la andadura literaria de Aldo sucedió en el colegio, cuando el infante no pasaba de los nueve o diez años.
Cierto es que Aldo, ya por entonces, disfrutaba bastante al escribir. Elegir las palabras, para él era una muy grata actividad. Cuadrar los sintagmas le resultaba muy dichoso. No entendía nada de teorías y sólo era capaz de llevar a la práctica la sinuosa y escalonada labor de la escritura a través, solamente, de un modo intuitivo. Un ideal de buen sonido le acechaba y no paraba hasta rematarlo. Y, ya la página esbozada, le encantaba obtener que su pequeña visión del mundo se vertiese en el texto. Y corregía, como debe hacer siempre todo escritor. Merecidamente sus redacciones lograban que fuesen leías ante toda la clase por un hermano, del que olvidó su nombre pero no su apodo: el Drácula, por los exagerados incisivos que guardaba en su boca y que nunca podía ocultar del todo.
Fuera de los deberes impuestos como alumno obediente a la tarea de redactar, Aldo escribía por su cuenta pequeños cuentos. Se creó un personaje, influido por las películas que, como todos los niños, y los mayores, veía supeditadas a esas historias del Oeste norteamericano, que cosecharon tanto éxito, incluidas en un género denominado western. Al personaje protagonista que Aldo inventó, lo bautizó como el Travieso del Colorado. Estas prosas incipientes, muy balbucientes, las manejaba bien. En su casa no había ningún libro, si acaso una edición comercial de la Biblia, para poner en el estante, o un Quijote del mismo cariz, muy incómodos de leer en cualquier postura, y molestísimos para leerlos desde la almohada, teniéndolos forzosamente que sujetar sobre el pecho con no poco entumecimiento. Pero Aldo ya frecuentaba la biblioteca de su ciudad, albergada cuidadosamente en un antiguo palacio de la misma, y algunas resonantes poesías de la historia literaria española, en volúmenes manejables, ya conocía (Bécquer, Espronceda, Campoamor, quizá Lope: “Un soneto me manda hacer Violante…”). Pero, aunque sintiese fervorosos anhelos, atreverse a escribir poesía le resultaba extremadamente difícil.
Pero una tarde sucedió algo insólito. A los niños de trece años, los que Aldo tenía entonces, como también a los de otra edad, se les obligaba a echar la siesta. Si no era preceptivo dormir, sí era forzoso retirarse a la habitación de cada uno en las terribles horas más calurosas del verano, de tres a cinco. Más tarde esa costumbre fue desapareciendo. Pero entonces, no sólo los niños guardaban silencio, sino que todo el entorno estaba callado. Los albañiles paraban de golpear con la maza en los tabiques, los receptores de radio emitían, si acaso, con el volumen muy bajito. Incluso años más tarde, al empezar a reinar en España Juan Carlos I de Borbón, en el vecino Portugal, un país mucho más europeo que el nuestro, donde se comía antes y se retiraba la gente más temprano a descansar, se decía que en España la siesta era más sagrada que la monarquía. Pues bien, Aldo se vio obligado a encerrarse en su cuarto, pero no tenía sueño. Se entretuvo dando volteretas en la cama. En una de ellas rozó con uno de sus pies un cable eléctrico que en un punto estaba pelado: el cable que surgía del interruptor de pera conduciéndose hasta el globito luminoso del techo. Recibió un calambrazo, lo que le impidió seguir dando vueltas en la cama. Relajado, obtuvo la inspiración poética. Al ratito surgieron de su mente estos versos pedestres, encajados en un cuarteto, fiel influjo de sus lecturas de la poesía de Gustavo Adolfo: “En un preciso momento / durante la noche fría, / me dirigí al camposanto / donde su cuerpo yacía.” Pues en un preciso momento, durante la tarde tórrida, había nacido el poeta Aldo, que ya no cejaría en el empeño. Desde aquella secuencia, el imberbe Aldo era ya todo un literato, pues aunque ya había escrito sus buenas redacciones y sus cuentos del yanqui niño travieso, escribir poesía era lo máximo.
El padre de Aldo falleció durante el transcurso de la epidemia mundial de coronavirus. Más que contagiarse, a la fuerza, de ese fecundo virus, fue atrapado por él a causa de la actuación confusa e inadecuada de la sanidad pública frente a tan tremenda, tan infrecuente circunstancia. Ingresaron a cuatro ancianos en la misma habitación de un hospital, y así… Un poco antes, le había dado a su hijo un maletín, cuidadosamente precintado, donde el padre metió documentos relacionados con la actividad literaria del chico. Este maletín lo abrió Aldo meses después de morir su padre. Allí había carteles de sus recitales, recortes de prensa, cintas de cassettes con grabaciones de entrevistas y, lo que más le sorprendió, encuadernaciones en tamaño cuartilla, donde, con máquina de escribir, estaban copiados diversos poemarios de Aldo cuando éste aún era un poeta inédito. Ya se ha dicho que en el hogar familiar no había libros y que sus padres no eran lectores. Pero al padre de Aldo, por lo visto, le atraía la idea, respetándola y admirándola, de que el chaval tuviese aficiones literarias. A Aldo le emocionó este descubrimiento, apreciando que su progenitor valorase a los escritores, confiado de que su vástago se hallase felizmente ubicado en las filas de los honrados creadores de algo, en realidad tan prestigioso, como la literatura.
Al igual que ciertos poetas de leyenda, Aldo ya penetraba en el arcaico café de su ciudad y, consumiendo una taza duradera, escribía sin parar cabe uno de los amplios ventanales que daban a los ajetreados soportales. La cosa era escribir y mantener una pose, la del sacrificado ejecutor del digno oficio de escribir. Porque escribir es acto revolucionario –no ha de ser hecho conformista-, pues la lengua consiste en una visión renovada del mundo, un mundo que, gracias a la sacrosanta escritura, está dispuesto a cambiar el orden por el cual nos movemos. El tan popular escritor, sobre todo para los niños, Roald Dahl afirma, ingeniosa y quizá un tanto exageradamente: “La vida de un escritor es un verdadero infierno comparada con la de un empleado”. En todo caso, es actividad cordial asociarse con los que hacen lo mismo, alzar la cristalera y platicar con los que recorren los soportales, ofrecer cigarrillos y proclamar que el mundo acaece más límpido tras la llamada experimentada de los escritores apremiados en la liberadora creación verbal.
Impaciente, decidió publicar su primer libro a una edad candorosa: 17 años. Le pagaron sus padres la edición, aunque el poemario apareció en una colección de poesía. Aldo, después de que sus primeros poetas, leídos con fervor, fueran Antonio Machado y Gustavo Adolfo Bécquer, pasó a leer con voracidad a Miguel Hernández y Pablo Neruda, sobre todo a este último; lecturas que quedaron reflejadas en ese libro inaugural que cosechó algunas críticas, alguna de ellas publicada en una revista tan contraria a lo poético como era la afamada publicación humorística La Codorniz. En otra gaceta, ya literaria, y específicamente poética, un reseñista hispanoamericano, por más señas chileno, afirmó, haciendo un juego con la rima, que la poesía de Aldo “contenía muchas influencias, si bien carecía de la inexcusable base de las experiencias”. El contenido de este primer libro se acotaba exclusivamente en el tema amoroso y nuestro pequeño autor se mantenía aún virgen en este terreno. Después de esta razón esgrimida por el crítico, este chileno se aventuró a avanzar que de este jovencísimo autor se podía esperar mucho, quien “de seguro nos dará más líricas sorpresas”.
Aquí remató Aldo su etapa de poeta adolescente. Y comenzó a experimentar en nuevos temas que, si bien aún seguían siendo intrincados para su edad, reflejaban, esta vez ya auténtica, empíricamente, sus poemas. Iba forjando, de un modo bien cimentado y con un aprendizaje autodidacta, tanto la métrica (el ritmo) como la rima en sus composiciones. Y, por supuesto, la ya, a partir de entonces, completamente asidua dedicación a la lectura, fuera de esos influjos poéticos inaugurales, ayudaba a forjar la solidez que iba logrando la escritura de Aldo. Es casualidad que, tanto Aldo como el reconocido novelista norteamericano Paul Auster se enfrentaron, teniendo ambos quince años, a Crimen y Castigo de Dostoievski, siendo para los dos el descubrimiento primordial que, sin dudarlo, les marcó en su destino de escritores para el completo tiempo futuro de cada uno.
En un libro que sacó por esas fechas ejemplificaba los moldes canónicos de la poesía española, incluyendo un poema en prosa; en sus últimos años, los poemas en prosa los ejercitaría con frecuencia. E incluso, en ese librito, introdujo un poema visual que partía del verso de Pavese Verrà la norte e avrà i tuoi occhi (“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”). La literatura siempre es oficio autodidacta. Estudios de lingüística, filológicos, humanísticos, sin duda pueden ayudar mucho, pero a escribir no enseña nadie. Es una cosa claramente dotada de don y de tesón. El poeta, ya es tópico enunciarlo, nace y se hace.
Tras estas tentativas, Aldo dio a luz sus colecciones poéticas más valiosas. Desde hacía tiempo escribía poemas prácticamente todos los días, rescatando, claro, los que él pensaba que tenían más valor, siendo, efectivamente, los que tenían más valor, pues su intuición nunca le fallaba, nunca solía fallarle. Realizando estas preciadas colectáneas, su edad oscilaba, aproximadamente, entre los treinta y los cuarenta y cinco años; cuando, a juicio de Aldo, mejor se escribe. Los poemas salían, naturalmente, con plena voz, fluida, delatando un proceso seguro hasta una muy lograda culminación. Aldo solía emplear entonces una esticomitia (que se da cuando, en una sucesión de versos, la unidad métrica coincide con la unidad sintáctica) que transmitía claridad y rotundidad al mensaje poético. Aplicaba también llamativos recursos, como la aliteración, puestos en el poema con la mayor naturalidad: “Hoy me miro al espejo / y al Cristo que reflejo en el espejo / le pregunto por qué me ha abandonado.” De su estro surgían poesías perfectas como lo es ésta, cuyo título es sencillamente “Poema”:
Hay días, inscritos en los del destierro, tardes que se prometen como un fin. Esos días vienen teñidos de diversos augurios, pesadumbre, melancolía, algo de bienestar. Y esas tardes, inalcanzables, guardan un extraño elixir.
Los poemas de Aldo, ocioso es decirlo, estaban lógicamente motivados por sus peripecias vitales, por sus contradicciones sentimentales al lado de esas infructuosas mujeres denominadas todas Elvira; infructuosas para su beneficio, se entiende, porque ellas, por sí solas, atesoraban validez. Así, detrás de los poemas había inseguridades y zozobras, vacilaciones a todas horas, euforias y tristezas. Pero afloraban en el poema manifestando un resultado calmante, grabado como imagen que hacía resplandecer una hechura combinatoria y selectiva de los vocablos, forjando un texto acariciante que se aceptaba como dulce recado susurrado al oído de cada lector.
Al tiempo que escribía sus poemas, Aldo estudiaba los procesos lingüísticos, los orígenes de su lengua, la historia de su patria y de la literatura emanada de ella, la etimología de las palabras, algún idioma extranjero. Y consolidó la afición ensayística que ya llevaba tiempo cultivando, especializándose en algunos concretos movimientos literarios, y en algunos poetas modernos. Era un asiduo articulista, columnista y crítico, y, hasta en algunas ocasiones, reportero, desarrollando asuntos con una vena subidamente periodística. Empezó a traducir, no sólo poesía, aunque poesía mayoritariamente. Traducir, qué duda cabe, es un estupendo ejercicio para un poeta, un eficacísimo “hacer dedos”. Es muy habitual que se diga que una traducción a veces mejora el texto original. Cuando esto es cierto, conviene decirlo. Un ejemplo sabroso, muy socorrido, es esa probable posibilidad en la traducción de la poesía de Allan Poe por Baudelaire. Un poeta español, fecundo traductor, llamado Ángel Crespo, aseguraba, con acertado juicio, que la virtud de las traducciones, especialmente las poéticas, consiste en que se incorporan, con toda justicia, al conjunto de producciones literarias propias de la lengua de llegada, ya que están escritas, aunque provengan de una lengua de partida, en esa lengua de llegada que se ve enriquecida de este modo. También Aldo es autor de tres biografías de sendos señalados poetas. Y para redactar estas biografías ha precisado de la mayor constancia y tiempo de llevar sentado a su mesa para prepararlas con esmero, cuidando de no cometer errores, pues estos trabajos dependen de hechos verídicos, no verosímiles, como de hecho ocurre en la ficción. Durante los meses que le costaba concluirlas, caía en la cuenta de que consumía en ellas seis, siete u ocho otras diarias, siempre afinando para que, documentalmente, fuesen impecables.
Una vez, en una presentación de una antología poética suya, se le ocurrió decir a Aldo, ante un público mayoritariamente cincuentón y sesentón, que se escribe poesía “perfecta”, cabal, a esa edad que ya se ha referido, entre los treinta y los cuarenta y cinco años, aproximadamente, y que el resto del tiempo que le queda a uno lo gasta el poeta en experimentar con el lenguaje. Naturalmente se le echaron encima. Lo de experimentar con el lenguaje tal vez no sea demasiado exacto; en todo caso Aldo hablaba por él y, en su caso, ya de mayor, la inspiración poética le llegaba con menos frecuencia. Sea como sea, este tiempo final no es un tiempo vano. Uno toma conciencia de que escribir es el destino que se ha de cumplir a toda costa, teniéndose presente que las palabras han de emitir, encubiertas por cualquier género, aplicadas a cualquier fantasía, la confesión sincera de un honrado mensaje.
No se trata de experimentar con el lenguaje; esto cumpliría, rácanamente, una pobre intención baladí, pues el hecho es que con el lenguaje siempre se está experimentando, eligiendo vocablos, los sintagmas, la cláusula, para mezclarlos adecuadamente. Siempre cundiendo, esencialmente, esta operación. La escritura que elaboraba Aldo de viejo recogía, de un modo decisivo, su sentir convirtiéndolo en pensamiento, a la manera de proceder de Fernando Pessoa encapsulada en este verso: “Lo que en mí siente está pensando”. Y trasladando al poema lo carnoso del momento que el poema debe revelar:
El curso de la tarde
lo rema un sueño ahíto
en un resol incrédulo
del poder de la luz.
Pues la luz evanesce
planeando sin voz.
Sombras, imágenes, retablos,
azares, inflexiones:
un tictac decaído
que pasa, hora tras hora
y página tras página,
por el libro sediento de la tarde;
sediento de agua, de sustento,
de enojosas pociones
que rediman la duda del ocaso excitado,
del ocaso grillado en altos techos,
del ocaso tentado,
desprovisto de amor:
“Guárdame como a
las niñas de tus ojos
y a la sombra de tus
alas escóndeme.”
(Las campanas, erráticas,
leviten en la atmósfera
y a la vez se zambullan
en un rumor de trenes).
Esto en cuanto al poema. En la prosa, Aldo solía alumbrar en el papel párrafos reflexivos, seleccionando, más que los vocablos para combinarlos con una acertada estética en el texto, sensaciones vitales, y a la vez narrando con limpieza, con sencillez, los avatares de la vida que se pliegan como caricias que se les confiere al vello que, a cierta altura de la existencia, resulta híspido. Lucidez, arrojo y también una saludable distancia con lo engañoso pasional, vio Aldo necesario conformar en la configuración de sus escritos. Y, pareciéndole importante, aplicarles una vocación testamentaria con el fin de donar un tono de determinación con un carácter que resolviese toda duda –quiere decirse toda ambigüedad- en su ventura de escritor.