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Experimentos con la verdad

 

 

Érase una vez un niño que tenía una pesadilla recurrente.

En ella, su madre se le escurría de las manos al borde de un precipicio.

La tierra se abría, se agrietaba, y él no podía hacer nada para retenerla.

Primero, la sujetaba del brazo. Después, de las manos, los dedos. Por último, la nada.

Nuestro niño se despertaba después de que hubiera caído la ultima resistencia. Mamá, dónde estás. Pero solo era un sueño y su madre dormía en la habitación contigua.

Pero la pesadilla, como en el poema de Bolaño, decía: “crecerás.

Dejarás atrás las imágenes del dolor y del laberinto y olvidarás”.

Érase una vez una película llamada Un monstruo viene a verme que no hablaba de monstruos, sino de lo que ocurre cuando termina la pesadilla y empieza la realidad. El miedo, a veces, nace al final del precipicio y llega después de los brazos, las manos, los dedos. La nada.

Los precipicios asustan, pero no son más que parte del decorado. Un atrezzo de cartón piedra; el de los sueños.

Érase una vez, pues, un niño que tenía miedo de lo que ocurría cuando terminaba la pesadilla porque sabía que uno se despierta de los precipicios, pero no de la realidad.

Cuando Augusto Monterroso escribió aquello de que “cuando se despertó, el dinosaurio aún seguía ahí”, no hablaba propiamente de dinosaurios sino de eso otro, de lo que aterrorizaba también a nuestro niño.

Se llama verdad y es aquello que vive más allá del atrezzo.

“Nunca es triste la verdad. Lo que no tiene es remedio”, cantaba Serrat. Y eso es lo que da miedo; que por mucho que nos levantemos del sueño, el dinosaurio sigue ahí, sin tener remedio.

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