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Éxtasis y caída de Tomas Galus

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Ilustración: Raúl

Una tarde de los últimos días de julio de 1914 el Helgoland desembarcó en el muelle de Trieste. El barco, que venía del mar Rojo, llevaba no sólo gente y carga, sino también el aire y la disposición de ánimo de los trópicos. El puerto donde arribó esa tarde se adecuaba bien por su calidez, colorido y particular vivacidad al talante que el barco traía. Era el tiempo de los calores en sazón, cuando el día y la noche prácticamente llegan a indiferenciarse, si no fuera porque la luna sucede al sol, y en cualquier momento del día y de la noche se trabaja y camina, come y canta. Un tiempo en el que se puede pensar cualquier cosa de la vida, salvo que pasa. Un tiempo en el que las primeras uvas invaden la ciudad y en el que los huesecillos comienzan a ennegrecer en la fruta. Además de todo esto, era la víspera de la declaración de guerra a Serbia. La movilización había ya comenzado. La ciudad rebosaba como un vaso. El curso de la vida se había acelerado y modificado, y en todos los cerebros se agitaba una chispa hasta entonces desconocida. Por eso esa tarde los embarcaderos estaban más llenos de gente de lo que era habitual, y las luces delante de las tabernas eran más frecuentes y animadas. Sólo los viñedos por las laderas mantenían encendidas uniforme y plácidamente sus hogueras idílicas. Al margen de las músicas que se tocaban delante de las tabernas y las que llenaban los suburbios proletarios, a cada momento surgían de algún punto músicas militares, con sus tonos pesados y solemnes que provocan un perturbado escalofrío por la columna vertebral y lágrimas sin motivo en los ojos.

 

Todo esto no era nada fuera de lo habitual para Galus, quien había llegado al Helgoland desde Adén y no podía ni intuir lo que ocurría en el mundo. Hacía más de dos meses que no había tenido un periódico entre sus manos. Entonces, antes de retornar, vio en el barco prensa inglesa con enormes titulares sobre el atentado de Sarajevo y oyó conversaciones entre otros viajeros sobre el tema. Al aparecer por vez primera la palabra Sarajevo, algo frío y desagradablemente conocido le golpeó en la cintura. Pero esto no duró mucho. Hoy, a los que sabemos todo lo que ocurrió y sigue ocurriendo después de esto, nos parece increíble que un hombre pudiera pasar con tanta ligereza y como en sueños al lado de unos acontecimientos que iban a ser de decisiva importancia para todo el mundo, incluyéndole a él mismo. Hoy nosotros, desgarrados y exhaustos cada uno a su manera, no podemos ya ni imaginar la paz, la serenidad y la libertad  despreocupada con las que se podía todavía viajar y vivir en el verano de 1914. Galus se tomaba con frivolidad lo que ocurría, ya que estaba en el momento álgido de su “locura tropical”, como llamaría más tarde en sus años de guerra a su éxtasis de aquel verano. Por eso, esta bulla y abigarramiento de Trieste no lo sorprendieron en absoluto. Y lo que es más, las temperaturas no eran lo suficientemente elevadas para él. Pues él seguía llevando en la sangre y la piel el fuego del que se había saturado durante los quince días pasados en Adén. Como corona y cetro que no se abandonan, portaba una sensación de la “magnitud del mundo”, y permanecía sordo y ciego para todo lo demás. Tenía sólo que mover la lengua y repasar con ella el paladar y los labios para que se hiciera vívida  del todo esa sensación que se había apoderado de él aún antes de haber avistado África, y que no lo había abandonado ni un instante, ni siquiera en sueños, durante todo ese tiempo.

 

¡Esos quince días en Adén! Ya a la llegada a Adén, bajando del barco, un paquebote francés poco pulcro, sintió en su interior una paz fuerte, activa y desconocida para él hasta entonces, y una gran agilidad y firmeza en sus decisiones.

 

—¡Permaneceré aquí quince días!

 

Troceaba el tiempo y lo repartía con seguridad y sin vacilación. Todo lo que veía lo excitaba profunda y agradablemente. Todo lo que pensaba le evocaba al momento otros pensamientos jubilosos, ya fueran nuevos o conocidos.

 

En una desnudez constante, yacía o caminaba de estancia en estancia. El extremo de la sábana se mantenía caliente como el pelaje de un animal. Andaba, cantaba, leía junto a la lámpara, pues todas las ventanas estaban cerradas a cal y canto. Cuando cruzaba las piernas se alegraba de ello como si fuera algo nuevo e importante. Kristina, la camarera, y el criado, un árabe de diez años menudo e inmaduro como esos cachorros de los señores con ojos inteligentes y vivos, entraban y salían de tanto en vez. En cada ocasión saludaban sonoramente, y él les respondía cada vez también sonoramente, como si fuera una ceremonia.

 

Una sobremesa, echado después de la comida, boca abajo sobre una fría esterilla, lo llenó por entero una sensación de éxtasis que circulaba por todo su interior y que finalmente se concentró y condensó en el pecho, en tal cantidad que le faltaba el aliento. En ese instante sintió la riqueza y extensión del mundo. De una sentada, además: toda la riqueza y la extensión total del mundo. Y como de un golpe, se perdió. Volvió en sí recobrando dificultosamente el aliento. Tenía las manos acalambradas, la cara pegada a la esterilla, y de la boca descendía una gran cantidad de saliva cristalina. Sólo una vez más tuvo una sensación similar. Fue en unas circunstancias totalmente distintas y en otra parte del mundo. Era el mes de noviembre. Había salido a una fiesta. Era una noche despejada y fría, con estrellas cristalinas y lejanas, y la tierra helada. Los pasos resonaban. De repente oyó el graznar muy por encima de él de gansos salvajes que migraban al sur. Alzó la cabeza al claro cielo nocturno. Entonces le inundó el pecho esa misma esplendidez, hasta la garganta. Sintió la riqueza y amplitud del mundo.

 

Los quince días en Adén pasaron despacio, plácidos como un lienzo sin fin y rumorosos como una cascada. No volvió a repetirse un trance tan mortalmente poderoso como el de aquella tarde, sobre la esterilla, pero dejó en él un fuego con el que la cabeza se extasiaba y la piel se le convertía en una armadura rígida, ardiente y dulce. Él nutría y desarrollaba interiormente esa sensación suya de poder y dignidad sin límites, con el añadido de que a su alrededor no encontraba en ningún lado resistencia alguna que lo desalentara y contradijera.

 

Por la tarde se solía vestir y salir de paseo, sobre todo por la parte antigua de la ciudad, y luego ante el hotel Esplanad. Las paredes aún desprendían un calor abrasador. Había un intenso olor a mar, polvo, grasa y fruta podrida. Él caminaba, agitaba el látigo a su paso y se mezclaba entre la gente. Ahuyentaba a los niños que desperdiciaban el agua  del acueducto desparramándola. Le llamaba la atención a un cochero cuyo coche bloqueaba el paso en alguna puerta de entrada, y le daba instrucciones cortas y claras de hacia dónde tenía que dirigirse. Cuanto más avanzaba, tanto más le parecía que él estaba por encima de esa ciudad, que sobre él recaía la preocupación y responsabilidad por todo. Y esa gente medio desnuda y apresurada eran sus súbditos. Entonces sacaba pecho con mayor ostentación y caminaba con aparatosas zancadas.

 

—¿Por qué esta gente no se va a dormir?

 

Así marchaba hasta el oscuro foso donde comenzaba la primera fortificación de Adén y desde donde se veía cómo en los bastiones resplandecían los cascos y se proyectaban las bayonetas de los vigilantes nocturnos. Entonces volvía a la ciudad.

 

Delante del hotel, en una terraza en cuyas cuatro esquinas ardían grandes incensarios con una substancia desinfectante, era recibido con grandes reverencias por un negro que vestía un traje blanco con botones y cordones dorados. Galus se sentaba en un sillón grande de mimbre junto al cual había un abanico fijado a un manubrio. A su espalda, un chico indistinguible movía despacio el abanico. Se tomaba su bebida fría manteniendo la cabeza erguida. No miraba ni veía a nadie. Y como los oídos se le llenaban con el rumor del abanico y la circulación de su propia sangre, le parecía que el resto de escasos huéspedes callaban con unción o susurraban circunspectos. Entonces se abandonaba por completo a su sensación de grandeza, y a cavilaciones y fantasías sobre la mujer perfecta.

 

Cuando se cumplieron los quince días, como todo ocurría con facilidad y por sí mismo, Kristina comenzó a sacar las cosas y hacer las maletas. Él estaba sentado en el sillón y observaba fumando cómo se iba colocando todo en ellas. Cuando todo estuvo acabado, volvió a pasearse, desnudo como de costumbre, a lo largo de todos los cuartos, recontando las maletas cerradas y alcanzándolas con un azote a cada una. En el doksat, a la sombra, encontró a Kristina gimiendo, y junto a ella a Magbul, su pequeño árabe, que también lloraba y se enjugaba los ojos con la falda. Esto llegó a conmoverlo. Sonrió.

 

—Los súbditos lloran.

 

Después, en el Helgoland, mientras se mantenía de pie en lo alto de la cubierta, donde pasaba la mayor parte del tiempo, le parecía de nuevo que la nave y su rumbo estaban a  su cuidado. Miraba al frente con preocupación y, asintiendo con la cabeza, aprobaba la dirección y velocidad.

 

Y entonces, mientras que ante él se ofrecía Trieste, en un velo de humo y polvo penetrado por el brillo del sol que se estaba poniendo, con luces que se encendían como guirnaldas inesperadas, con músicas que se entrecruzaban, desaparecían, y volvían a aparecer, como el guion de un juego, todo esto venía a ser para él algo simple y comprensible, como la continuación natural de todo lo que le había ocurrido hasta el momento. Y observando desde la cubierta cómo se encendían las luces en series, calles enteras a la vez, él se limitaba a preguntarse: qué jubilosa sorpresa le tenía preparada esta ciudad.

 

El primer contacto con la ciudad le obligó a serenarse y a que se le pasara el arrebato. Examen riguroso, policial y médico. Aduana. Judíos fríos e insensibles en la casa de cambios. Tras la cena, yendo al hotel, se apoderó de él el tedio y el silencio preocupado de las calles tempranamente vacías. Por las aceras se desvaían, arrugados y dispersos, los diarios de la tarde y con grandes letras enunciaban noticias indefinidas y contradictorias. Galus ni siquiera los miró. La habitación del hotel le parecía angosta y miserable. De noche se levantaba y salía a la ventana a respirar. Pero un sueño robusto lo recomponía antes del amanecer.

 

Al día siguiente por la mañana, al salir del hotel, volvió a sentir que la ciudad lo ahogaba, y como tenía que salir de Trieste esa misma noche, decidió subir a Opicina. Era muy temprano, pero por las calles ya resonaban algunos transeúntes apresurados y muchachos que vendían periódicos. “¿Solución pacífica o paso decidido?”, “¡Ultimátum a Serbia!”, “¿Movilización parcial?”, “El Ministro-presidente desmiente todas las noticias alarmantes”. Y algo frío y atribulado en esas noticias contradictorias hizo mella en él. Pero sólo durante un instante. Admiraba los viñedos sobre las laderas luminosas frente a él. Y en cuanto se sentó en el tranvía, que marchaba a lo largo de una pendiente muy pronunciada hacia Opicina, se olvidó de todo. A medida que el tren iba ascendiendo por el terreno inclinado, se fue reavivando en él la vieja sensación de Adén, la sensación de grandeza y exuberancia. Bajo él la ciudad se iba ensanchando paulatinamente entre un fulgor bermejo y el frescor de la mañana. El mar jaspeado, alternaba corrientes sinuosas y tersas superficies de silencios. Los barcos parecían congelados. Y por encima de todo, una neblina que presagiaba torridez. Con las manos en los bolsillos, con las piernas apoyadas contra el asiento de enfrente, a Galus le parecía que crecía según el tren iba ascendiendo.

 

En la terraza de un restaurante de Opicina, siendo el único comensal, comió con placer todo lo que le trajeron regándolo con vino blanco. Tras desayunar, se puso en pie y en marcha hacia la cima más alta sobre la que ondeaba una bandera. Subió por unas escaleras de hierro hasta lo alto de la torre. La terraza de piedra lucía blanca y lavada. El viento matinal zarandeaba caprichosamente la punta de un poste elevado con cuatro letras metálicas OSWN, que indicaban los cuatro puntos cardinales y mostraban la dirección del viento. El latón oxidado chirriaba gimoteando una melodía aguda y continua. En el extremo superior la bandera se agitaba, tensa como la vela de un velero. Su superficie chasqueaba: pprppprpp. En la distancia la vista se aclaraba, sobre el mar refulgían extensos silencios enmarcados por corrientes llenas de arrugas. Galus se apoyó con las manos en la baranda de piedra, tal como hacen los pregoneros desde el balcón.

 

Este muelle es sólo parte de una ensenada que es parte de una rada mayor, que está en el mar Adriático, y que es apenas un golfo del mar Mediterráneo, el cual a su vez es sólo una pequeña parte… Ahí se le nublaba el pensamiento y comenzaba a dar vueltas como ese Este—Oeste—Norte—Sur de latón por encima de su cabeza.

 

Sí, ahí estaban, espacios, masas y distancias infinitas; todo relacionado entre sí, todo en movimiento y constante cambio. Y todo de repente se le mostró a Galus entretejido, entrelazado y encajado lo uno en lo otro, y todo le llegó de algún modo despreocupadamente y abandonado a sí mismo. Como si todo el mundo estuviera colocado en una pendiente, siempre en peligro de hundirse en el caos. Valía la pena pensar y ocuparse de todo ello. Esto yacía en el fondo de todas sus sensaciones, como amenaza y miedo, y como poso oscuro del éxtasis que no lo abandonaba.

 

Antes del mediodía partió hacia la ciudad. El tren descendió deslizándose abruptamente y sin estrépito, haciéndole cosquillas en las entrañas y cortándole el aliento. La ciudad bullía. Galus cantaba, ya tenía un humor cantarín desde que había salido de la colina, no porque quisiera cantar, sino porque no podía guardarse para sí el mar de sonidos que se agitaba y alzaba sin interrupción, que tenía que fluir hacia fuera. Cantaba sin palabras, lo más bajo que podía, para sí mismo, «para su ánimo».

 

Galus bajó del tren como en sueños. Entró en la ciudad. Al pasar por las calles principales, cantando todavía, contempló en los grandes cristales y espejos de las ventanas de las tiendas a un joven en un traje descolorido, con un sombrero abombado, con la cabeza ridículamente inclinada sobre el hombro derecho, con ojos jubilosos, lacrimosos, sobre el rostro enrojecido, que se contraía en una mueca extasiada pero dolorosa. Se miró, arrobado, varias veces en esas ventanas, pero puesto que esa ilusión de “espejos baratos de judíos” no tenía nada que ver con él ni con su gran y digno éxtasis, él la despreció y olvidó en seguida, como los periódicos y la gente y todo lo demás a su alrededor, y siguió caminando mientras canturreaba. Si el tranvía o los automóviles ahogaban su voz, él la alzaba con el deseo de gritar más fuerte que ellos y de oírse mejor.

 

Así llegó al embarcadero, a una gran dársena que estaba llena de gente. Y de nuevo los chicos daban a gritos algunas noticias y vendían ediciones extraordinarias de los diarios. Galus se limitó a elevar la voz y continuar su melodía silbadora. A duras penas pudo abrirse paso por la aglomeración que se desplegaba delante de los barcos fondeados. Al pasar entre la gente y el festejante Zagor, por las baldosas blancas, bajo el sol del mediodía, le entraron ganas de aullar o cantar a plena voz. Pero se contuvo. Se paró y quedó totalmente callado a unos cuantos pasos del Helgoland, pues era imposible seguir avanzando y los que estaban más próximos lo observaban incrédulos y lo señalaban. Tal vez con eso hubiera acabado todo y nada extraordinario hubiera ocurrido. Pero mientras miraba la gente y el mar y los barcos y el brillo que lo bañaba todo, tratando de sofocar su excitación, un cañón disparó repentinamente desde la colina, y al momento ululó una sirena ronca desde la lejanía, tañó una campana, luego otra, y una tercera desde la colina de San Giusto, digna y recia. Como si todo hubiera hecho su aparición tras una señal convenida. Y en medio de todo ese escándalo y estruendo, y otra vez como una suerte de señal, rugió una sirena en la nave que estaba a su vera, aguda y jubilosamente, ensordeciendo y salpicando todo con una fina rociada. ¡Y eso como colofón a todo! Galus se estremeció y se puso a canturrear, llenándose de sonido de pies a cabeza. Le era imposible seguir resistiéndose. Levantó el sombrero y, manteniendo apenas el aliento, gritó varias veces entre todo ese barullo:

 

—¡Hurra! ¡Hurraaa! ¡Hosanna, naciones y mundos!

 

Quiso gritar cualquier cosa en alguna otra lengua, para que esa gente lo entendiera mejor, pero con lo que pudo ver a su alrededor, desistió. Observó, como tantas veces en su vida, ojos bien abiertos y rostros ajenos, y en todos ellos esa expresión lastimosamente inquisitiva que no sabría definir, pero que conocía desde hacía tiempo, como se conoce un sabor o un aroma especial.

 

Una vez más se produjo en él algo parecido a la vergüenza y la razón, como un último esfuerzo para mantenerse en ese descenso al que se había lanzado, para no separarse del mundo que lo rodeaba. Pero ya era tarde. La llama interior lo había invadido en su totalidad. Todo a su alrededor comenzaba a fluctuar y a mezclarse. El sol le caía en la cara. Se rompieron los mástiles, las casas se doblaron, se emborronaron los colores de las banderas, tejados y pamelas: enormes lágrimas se le derramaban. Un calambre le constriñó el rostro y la garganta. La gente hizo sitio para que pasara (como si de él mismo emanara ese surco doloroso, gélido); todos se apartaron. Él pasó avergonzado. No veía nada, ni podía emitir sonido alguno. Sólo agitó brevemente el sombrero unas cuantas veces más en su confusión. A duras penas logró volver a colocárselo sobre la cabeza. Y se perdió.

 

Media hora más tarde estaba arrestado.

 

Era el primer día de la guerra con Serbia. La orden de detención de personas sospechosas ya le había llegado a la policía de todas las grandes ciudades de la Monarquía por vía telegráfica. Entre los primeros que fueron arrestados en Trieste estaba ese sospechoso bosnio que había llegado del extranjero, cuyo extraño comportamiento ya le había llamado la atención a la policía cuando su barco atracó y que, finalmente, ese mismo día, en la dársena, al mediodía, comenzó a gritar entre la multitud ininteligibles exclamaciones aparentemente revolucionarias. Sus pertenencias en el hotel fueron requisadas por la policía. Ésta lo interrogó al día siguiente de forma breve y formal. Intimidado por lo extraño de todo –pues lo que sentía no era miedo, sino extrañamiento– en vano se reafirmaba en haber ido a Adén por la herencia que un tío suyo, ex oficial, le había dejado, y en no saber nada de guerra ni de política. Le dijeron simplemente que más tarde tendría suficiente oportunidad para explicar su comportamiento. A las seis de la tarde un gendarme lo llevó al presidio principal en la calle Coroneo.

 

 

Era una tarde rojiza, llena de polvo y rumores, tal como el día anterior cuando el Helgoland atracó en el muelle, sólo que las calles estaban aún más animadas y todas las casas decoradas con banderas. Como si se esperara sólo a que oscureciera para que dieran comienzo los brillantes fuegos artificiales y los festejos por las calles y terrazas. En una incomprensión absoluta, Galus caminaba a pasos cortos y rápidos, llevando en la mano derecha un bolso de cuero, mientras que la izquierda se la tenía tomada el gendarme, un hombre alto y pelirrojo. Al ser uno de los primeros prisioneros públicamente ingresado, y puesto que las calles y terrazas de las tabernas estaban llenas de gente excitada, delante de Galus avanzaba un murmullo que se fue extendiendo de boca en boca por el disparatado cuchicheo de la turba. Unos decían que se trataba de un estudiante de Bosnia que quería volar por los aires un barco destinado a transportar reservistas movilizados; otros decían que no, que aquel bosnio fue fusilado en el acto (ese día al mediodía, en la dársena, mientras exclamaba: ¡viva la revolución!), mientras que ése que era llevado por el gendarme era un ruso que quería envenenar el suministro de agua con la intención de envenenar no sólo a la guarnición, sino a toda la ciudadanía. En la amplia intersección ante la entrada a la calle Coroneo, la multitud se concentró en torno a ellos. Un hombre en uniforme de suboficial de la marina fue el primero en gritar:

 

—¡A la horca!

 

A su paso se proferían gritos contra Serbia y Rusia, contra el atentado y los espías. Un hombre de baja estatura, bigote caído, vestido de negro, con un chaleco recortado como el de los camareros, se fue directo a ellos, evitando al gendarme, y le dio una patada a Galus por detrás. El golpe no fue fuerte. Sólo le crujieron los dientes a Galus. Pero el modo en el que ese hombre con aspecto de camarero en paro pasó en silencio delante de él, y cómo algo después, de nuevo sin mediar palabra, lo golpeó vergonzosamente a traición, fue algo indigno y terrible. Esto asustó a Galus y lo humilló, al tiempo que alentó y excitó a la muchedumbre. Los gritos se multiplicaron. Una mujer de mediana edad con las ojeras hinchadas escupió dos veces a Galus y se quedó chillándole:

 

—¡Nieder mit Russland! *

 

El gendarme obligó al joven desconcertado a aligerar el paso, de modo que llegó a las puertas prácticamente a la carrera. Desde la intersección le seguían gritando.

 

Lo condujeron a la oficina donde recibían los presos para el registro, donde le despojaron de todas sus pertenencias, el reloj, un cortaplumas, dinero, le quitaron el cinturón de cuero, y a él se lo llevaron y lo encerraron en una celda del primer piso. Allí se quedó de pie, como perdido, en mitad de la celda y agarrándose con ambas manos los pantalones que se le caían. Tenía la mirada posada sobre las manos quemadas por el sol, y esto le recordó por primera vez durante esa tarde Adén, la travesía en barco y todo su “reinado” hasta el día anterior. Y ese recuerdo en seguida se convirtió en un dolor vivo y punzante. Aunque todavía no era capaz de verle un sentido ni hallarle una razón a todo esto, ese dolor y esa celda y aquellos golpes y ultrajes, y todo lo que le había ocurrido desde el día anterior, llegó como una realidad pretérita con la que se había familiarizado no sabía cuándo, mas íntima e inseparablemente. Lo sacudió la música y el griterío ahogados por la distancia y las paredes. Los manifestantes probablemente pasaban junto a la misma prisión. Entre el rumor de la voces humanas penetraban agudas trompetas y una marcha punzante. Entonces por primera vez se interrumpió su éxtasis. Sintió en esa música un vago horror de algo que llegaba y que finalmente lo llevaba y arrojaba allí donde lo había lanzado aquel tremendo golpe un rato antes, al lado contrario de toda esa gente libre y con ganas de cantar de ahí fuera, del lado en el que estaba la caída, la humillación y la derrota. Instintivamente quiso taparse los oídos, pero no le sirvió de nada, pues esa marcha, convertida ya en algo conocido, tronaba y le devastaba por dentro. Eran los clarines introductorios de un nuevo tiempo en el que desaparecería, tal vez para siempre, la alegría de una vida libre, y en el que al final el hombre se comería al hombre como una fiera se come a otra, sólo que con menos sentido. Pero entonces en su “cabeza tropical” era aún incapaz de avizorar y entender esto cabalmente. Se dejó simplemente caer en el camastro, temblando, y cerró los ojos como si fuera culpable.

 

 

 

 

* “¡Abajo Rusia!”

 

 

 

Este relato pertenece al libro La casa aislada y otros relatos que, con traducción de Juan Cristóbal Díaz Beltrán, acaba de publicar Ediciones Encuentro.

 

 

 

 

Ivo Andric nació en Dolac na Lasvi , municipio de Travnik, en Bosnia-Herzegovia (entonces parte del Imperio austrohúngaro) en 1892, en el seno de una familia católica, y murió en Belgrado en 1975. Estudió en las universidades de Zagreb, Viena y Cracovia. Encarcelado por las autoridades austriacas durante buena parte de la Primera Guerra Mundial a causa de sus actividades políticas revolucionarias, en prisión escribió Ex-ponto, un poemario que le dio a conocer como escritor. Al estallar la Segunda Guerra Mundial presentó su dimisión como embajador en Alemania y permaneció recluido en la capital serbia durante la ocupación nazi. De esa época datan sus tres obras más famosas, Crónica de Travnik, La señorita y Un puente sobre el Drina. Aunque vivió en Roma, Bucarest, Madrid, Ginebra y Berlín, fue Bosnia, su provincia natal, la que le proporcionó los principales temas de sus libros. Se consideraba un escritor yugoslavo. En 1961 recibió el premio Nobel de Literatura.

 

 

 

 

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