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Extranjerías (II): Afuera y adentro

Nos habíamos quedado con la idea de que todos éramos, en un grado u otro, suplicantes, es decir, necesitados de asilo, necesitados de un lugar en el que no seamos extranjeros de por vida. La afirmación podía consolar, de manera individual, o ser pretendidamente ecuánime, pero no satisfacía plenamente. La realidad histórica, socio-política, cultural, muestra a todas luces que unos son unos «reyes», en las antípodas del rey de Argos, y otras, u otros, son “suplicantes” que no dejan de navegar por los mares en busca de algún gobierno que los acoja. En términos de poder, unos se autoerigen en los idénticos a sí mismos, en los castizos, en los puros, en los autóctonos (los dioses ctónicos, qué otra historia griega más interesante e inquietante), y otros son los colonos, los mestizos, los metecos, los foráneos, los extraños, los extranjeros.

Ser extranjero no sólo es cuestión de colocarse en un afuera de donde supuestamente vienes, sino de ser identificado por otros, que están precisamente en ese afuera que es para ellos un adentro. Son identificados, marcados, como alguien de fuera, alguien bárbaro, no civilizado. Se les trata como si tuviesen una mancha indeleble, la culpa de ser de fuera, cuando no hay nada más constitutivamente azaroso que nacer en un lugar y tener los padres que uno tiene o ha tenido. Nada es más esférico, como ya lo señaló Kant, que nuestro planeta Tierra, nuestra patria Tierra, como diría Edgar Morin. Nada es, por lo tanto, más favorable a andar, a navegar, a circular por ella que su superficie sin límites.

Uno puede ser extranjero respecto a sí mismo o sentirse como tal. A veces, si dejamos la luz en la habitación cuando salimos y volvemos a casa, nos da la impresión de que alguien nos espera, en la misma mesa de trabajo que hacía unos minutos… En algunos casos, un roce inhabitual con un objeto, un reflejo imprevisto, en algún cristal, de nosotros mismos, nos puede dar un susto, el susto de vernos fuera de nosotros mismos. También puede pasar que las múltiples “identidades” que nos constituyen peleen entre sí y nos sintamos profundamente extranjeros respecto a nosotros mismos. Uno es muchas cosas y no todas bien avenidas… Pero es más ostensible y, acaso, dramático, que las relaciones de poder entre colectivos humanos impriman un sello de extranjería al prójimo. Lo más perturbador es, sin duda, cuando nada, en principio, indica que la persona en cuestión sea extranjera. Sus propios ancestros reposan en la misma tierra que los supuestos autóctonos.  Ah, pero tiene otro nombre y otros apellidos, otra lengua u otro acento, en ocasiones otro color de piel, aunque sea inaprensible, una manera de comportarse, de mover el cuerpo, diferentes.

“Tú no eres de aquí”. Así lo piensa o lo dice una persona cuando cae en la cuenta de que no es como él o ella. La decepción, el enojo o el rechazo pueden ser la consecuencia inmediata. La amabilidad puede dejar paso a la indiferencia, en el mejor de los casos, pero también al desprecio, a la humillación, a la chanza desagradable.

En la película La sal de este mar (2008), de la directora palestina Annemarie Jacir, el juego de espejos en este ver al otro como extranjero es permanente. Una mujer llega al aeropuerto de Tel Aviv procedente de Nueva York. Se llama Soraya y es una norteamericana, nacida en los Estados Unidos, hija de palestinos nacidos en campos de refugiados en Líbano. Fueron sus abuelos los que tuvieron que huir de su ciudad natal, Jaffa, en 1948, después de unos combates encarnizados entre británicos por un lado e israelíes por otro, y entre fuerzas armadas árabes e israelíes por otro. Después de la Nakba o éxodo masivo de palestinos, solo quedaron unos 4 000 árabes de los 80 000 que había aproximadamente antes de dicha fecha en esta ciudad portuaria. Huyeron en botes y chalupas improvisadas, como se ve en la secuencia documental que da inicio a la película. Soraya va a visitar a una amiga norteamericana afincada en Ramalá, en Cisjordania (es más bien un pretexto) y presenta a los policías israelíes un visado de turista para unas pocas semanas. A continuación, proceden éstos a un interrogatorio particularmente insidioso sobre sus orígenes, sus padres, sus abuelos, así como a un cacheo a fondo. El hecho de que su padre fuese barbero va a provocar un comentario extemporáneo, supuestamente jocoso, de un policía, sobre el barbero de Sevilla.

Soraya cumple así su sueño: visitar su país de origen, pero ni las autoridades israelíes la consideran como compatriota, ni tampoco, en realidad, las palestinas. En efecto, una vez en Ramala, quiere recuperar un dinero que dejó su abuelo en el banco, antes de huir, pero los empleados le dicen que no es posible porque esos fondos pertenecen a una entidad estatal inexistente, el protectorado británico de Palestina. Tampoco puede solicitar la nacionalidad palestina porque sus abuelos no nacieron en Cisjordania, sino como muchos palestinos en la zona costera. Ni siquiera puede solicitarles un visado que prolongue su estancia ahí, como es su deseo, y es que se siente bien, rodeada de su gente. Los acuerdos que los palestinos firmaron con los israelíes, evidentemente bajo presión de éstos, impiden semejantes procedimientos. Algunos palestinos le dicen que para qué quiere afincarse en la tierra de sus abuelos, que en el extranjero se está mejor. El chico al que conoce en un restaurante sueña con viajar a Canadá para estudiar allá, pero sistemáticamente le rechazan el visado. Deciden, así pues, ella y él, junto a un amigo con pretensiones de cineasta, cometer un atraco en Jerusalén y robar exactamente la cantidad que guardaba su abuelo: 15 572 dólares y 16 céntimos, el equivalente de esas trescientas y pico libras que tenía él en la cuenta.

En esta segunda parte del film, a caballo entre el road movie trepidante y la fuga o evasión en un thriller, y después de cruzar varios checkpoints que dividen y enclaustran a las poblaciones palestinas, llegan a Jaffa, en la costa. Lo primero que querrá ella hacer es ver la casa (por cierto, hermosa) de sus abuelos, actualmente ocupada por una israelí pacifista, de modales abiertos y tolerantes. Después de una conversación anodina, pero algo tensa, le propone comprársela. Claro está, se niega en redondo. La dueña le dice que el Fondo Nacional Judío prohíbe la venta a no judíos. Me convertiré en judía, contesta Soraya. No funcionará, le replica la dueña. Soraya insiste en que es su casa, que decidirá ella si se queda o no. “Mi padre podría haber crecido aquí, no en un campo de refugiados”, aduce. “Remueves la historia, el pasado, olvidémoslo”, le replica airada la mujer joven israelí. «Tu pasado es mi vida cotidiana», se enardece Soraya. La dueña le dice que sus abuelos abandonaron la casa, que ella no tiene la culpa. Soraya se indigna: “¡Los expulsaron. No querían irse!”. Vemos así que el que expulsa, pasa página y adultera el pasado; el expulsado arrastra en sus propias venas esa expulsión. No es algo pasado, es su presente lacerante, el presente permanente de su familia, desde 1948.

¿Quién hospeda a quién? ¿Quién es el extranjero huésped y quién el autóctono anfitrión? La pretensión de Soraya es, desde un punto de vista estrictamente jurídico, insensata. Y la misma dueña termina haciendo el ademán de llamar a la policía. Pero desde un punto de vista de justicia histórica, política, no lo parece así. Esto nos hace pensar en tantos inmuebles y propiedades arrebatadas impunemente por los franquistas a los exiliados republicanos. ¿Qué reparación hubo?

Emad, que así se llama su amigo, nació en un campo de refugiados. Desde los 17 años vive en Ramala y nunca ha podido ver de nuevo el mar. No tiene salvo-conducto mas allá de la capital de la Cisjordania. En realidad, sus padres eran de un pueblecito cercano a la costa llamado Dawayina. Cuando lo visitan, después de muchas indagaciones —puesto que está en ruinas y en hebreo no se llama así— duermen casi al raso, entre cuatro paredes destartaladas. Sueñan con tener un hijo allá…A la mañana, un profesor israelí de historia los despierta advirtiéndoles de que no se puede acampar, que es un parque natural. Y les pregunta si son judíos. Cuando Soraya le responde que es norteamericana, y que es judía, el profesor se siente tranquilo y les comenta que les está mostrando a sus estudiantes las raíces bíblicas de su tierra y sus “ruinas antiguas”. A la mentira (voluntaria) de ella, para que no la vean como extranjera, le responde la mentira (involuntaria, ignorante o malintencionada) del profesor. No, las ruinas de Dawayina no son antiguas ni tienen que ver con un supuesto origen bíblico porque desde hacía siglos vivían árabes. La construcción de identidades mostrencas obliga a refrendar mentiras colectivas.

Soraya y Emad se sienten obviamente perseguidos por la policía israelí y multiplican las mentiras y los disfraces para presentarse sucesivamente como israelíes, latinoamericanos y norteamericanos. Incluso ante un camarero intentan hacerse pasar como judíos, pero no cuela. Él mismo es un palestino sin papeles. Y es que cuando los que te rodean no quieren que seas extranjero, sino que seas de los suyos, uno se ve obligado a mentir, mentiras piadosas, claro, en la mayoría de los casos, pero mentiras. Otras veces son mentiras impostadas, tejidos falaces que se vuelven costra de la piel, disfraces en los que termina creyendo el propio “extranjero” que piensa ya no ser tal. Y es que la mentira, en todas sus modalidades, es la única arma que tiene el marcado a sangre y fuego como extranjero para salir airoso y burlarse de la asfixiante identidad que le imponen.

Hablaremos en la tercera parte de una situación inversa, en términos de poder, de cómo se vio a sí mismo un judío tunecino, rodeado de franceses y árabes, y, a partir de la independencia de Túnez, únicamente de árabes, y de cómo pudo burlar las múltiples trampas de la identidad. Maniatado por una impenitente condición extranjera, ¿podía liberarse plenamente de ella?

Le Mans, a 17 de junio de 2021.

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