“Originariamente desgarrado”, decía André Gorz. Nunca se sabe a partir de qué momento nos hemos sentido extranjeros o extraños respecto a lo que nos rodea. Muchos dirán —con razón— que ese desgarro suele ocurrir con la adolescencia. Es la época de nuestra vida de las grandes y pequeñas decisiones, pero también de las dudas y devaneos, de las iniciales soledades, buscando algo o no buscando nada, de las tonterías, de la emergencia de las pasiones. Es cuando caemos en la cuenta realmente de quiénes son nuestros padres, de donde vienen, qué son. Es cuando nos separamos de ellos, a veces definitivamente, otras veces solo en parte. Es cuando nos pueden parecer a veces extranjeros…Esta separación es dura pues está llena de reproches (poco explícitos en general), de silencios, de secretos, de pérdida de confianza. Hilos intangibles que se rompen. Otros dirán que desde la niñez también quedan rotas ciertas cosas. Accidentes exteriores o propios, padres faltos de amor, compañeros hostiles, escuela hondamente extraña a nuestro ser…En realidad, todo comienza antes. Al nacer, salimos literalmente de una burbuja que nos cobija y nos arropa para ingresar en un medio hostil donde no sabemos otra cosa que hacer que succionar, llorar y hacer nuestras necesidades. Es hostil porque el mínimo descuido, bebé destapado, biberón mal regulado o utilizado, caída en una bañera, golpe, qué sé yo, rapto incluso, puede destrozarte tu vida, llevarte al hospital o peor a la muerte. Es hostil porque todo parece borroso, extraño y peligroso. Vulnerabilidad y extrañeza van de la mano. Bergamín decía que se sintió por primera vez esqueleto cuando se dio un buen golpe de niño. Lo hemos olvidado, pero golpearse de niño es sentir que el mundo no es mundo, sino hostilidad material, dura, sobre todo. Los padres lo recordamos cuando confortamos a nuestros hijos en estos lances. Mas sería faltar a la verdad quedarse solo con esta hostilidad original. Si hay amor en los padres, aunque sea de uno solo de los progenitores, no hay hostilidad, sino acogida, cariño, sonrisas, juego, canto, y no digamos si los hermanos, los abuelos, los tíos abuelos, (sin distinción de sexos), cooperan en la solidez de esta burbuja ampliada. Me atrevería a decir que los niños buscan a cualquier precio un gancho afectivo al que agarrarse aunque los progenitores no existan siquiera. Puede ser la abuela, el tío o también un padre o una madre adoptiva. Tenemos así que el mundo más elemental que vivimos desde el principio, sin saberes o conocimientos que lo mediaticen o lo adulteren, y que Husserl llamó “mundo de la vida” o mejor dicho «mundo de vida» (LebensWelt), es mundo cobijador, pero también mundo hostil, mundo de la confianza, pero también mundo de la desconfianza, mundo propio, profundamente propio, lo más propio que uno puede imaginar, y mundo extranjero, ajeno. Con razón dice el filósofo alemán Berhard Waldenfels que “lo propio y lo extranjero emergen de una escisión originaria”. Y la gran complejidad a la que nos vemos confrontados el resto de nuestra vida es que el “devenir-familiar” como dice él, con algunas resonancias deleuzianas, y el “devenir-extranjero”, se van entrelazando de manera inextricable y adquiriendo dinámicas propias que hacen que a veces el primero parezca envolvernos del todo y en otras ocasiones el segundo nos inmovilice casi completamente. Lo más frecuente es que ambos devenires terminen en tablas y convivamos con ellos, buena o malamente.
La “ambivalencia de lo extranjero” es notoria, en especial, a partir del momento en que entran en juego en la edad adulta nuestras opciones culturales, políticas, lingüísticas, de manera de ser, sencillamente. Si yo recibo en casa amigos extranjeros, pero yo soy jurídicamente extranjero en el país en el que vivo, ¿quién es el anfitrión y quién es el invitado? Tal vez, seamos todos huéspedes según marca la propia ambigüedad de la palabra en español. Tal vez o lo uno o lo otro según la perspectiva que se tome. Recordemos la ambigüedad en latín de hostis: hostil y hospitalario. En la Biblia tenemos también, de otra manera, este fenómeno. Como recuerda Shmuel Trigano, gran especialista de la civilización sefardí, Abraham dijo “soy extranjero y residente con vosotros” (Gen, 23-4). En la Biblia en francés, en la TOB, reza así: “Vivo con vosotros como un emigrado y un huésped” (en el sentido éste de anfitrión). ¡Y eso lo dice, entre los suyos, en el funeral de su esposa, que ha vivido 127 años! Es cierto que Abraham, ya mayor, había viajado de Babilonia a Cannaan, la tierra prometida, por inducción de Dios, pero esta frase dice mucho de cómo se siente profundamente. Y sentirse profundamente no es un capricho, más o menos efímero, es vivir en dos mundos, ser en dos mundos. En la Biblia en español (la de la BAC) reza: “soy entre vosotros extranjero y huésped”, lo que, por una vez, parece más convincente que la versión francesa y cercana a la que da Trigano, seguramente directamente vertida al francés del hebreo, o del griego.
La ambigüedad es la de la lengua misma, materna y no materna. Es materna y paterna, es la de los hermanos, es la de los compañeros de clase, es la de las amigas… Todo el mundo es tartamudo en cierto sentido, como lo mostró Deleuze al hablar de Kafka, judío germanohablante en ciudad predominantemente checa y católica. Uno tartamudea porque lleva en sí mismo varias lenguas, varios dialectos e idiolectos que se mezclan, conviven y luchan entre sí. Porque cada una de nuestras expresiones puede ser extranjera con respecto a otras que utilizamos. El cuerpo propio no es propio, al principio. De bebés, de nenes, somos una corporalidad, una carne-mundo, pensemos en la obra de Merleau-Ponty, otro filósofo en el que Waldenfels se inspira. De hecho, el cuerpo de uno mismo nunca es, más tarde, una propiedad en sentido económico. ¿Quién sería el propietario? ¿Mi yo? ¿Mi alma? ¿Y ambos son propiedad de quién? Soy cuerpo, cuerpo hablante. Sin embargo, “mi” cuerpo es mi cuerpo, jurídicamente hablando, pues no puedo ni quiero vender ninguna parte de él, pues no quiero “compartirlo” en la intimidad con nadie, a no ser que lo desee «yo», pero es también un cuerpo con el que convivo, me guste mucho, poco, nada o me sea absolutamente indiferente. Es un cuerpo que me resulta extraño a veces, que me pesa, del que me canso a veces, al que le ocurren cosas, con las enfermedades, con la edad, sin que “yo” pueda hacer nada. En una palabra, vivimos permanentemente en un entrelazamiento permanente entre lo propio y lo extraño. No somos yo (solamente), porque los demás nos habitan, incluso solos; no somos nunca plenamente nosotros porque siempre hay algo en nosotros que nos hurta a una colectividad. Somos de tal cultura y de tal otra, la del país en que nacimos y la del país en que vivimos, la de nuestro país y la de nuestra pareja, o la de nuestros hijos.
Waldenfels sostiene que hay una “topología de lo extranjero” y que hay que indagar en ella, detectando los puntos en los que se manifiesta, en las regiones, ámbitos y esferas de la vida en que aparecen. No hay nada unilateral ni biunívoco en la extranjería. Hay tantas como situaciones vitales, como órdenes del mundo. De entrada —recordémoslo— extranjeros somos si así lo sentimos de verdad, si así nos vemos en su hondo significado; pero también somos extranjeros cuando alguien se pone delante de nosotros y nos califica de una manera o de otra de extranjero. Sin embargo, no entendamos únicamente lo extranjero como algo intrínsecamente pernicioso, negativo o malo. Oyendo una lengua extranjera de la que no entiendo nada puedo sentir un inmenso placer oyéndola y recordando su sonoridad deliciosa. Me ocurrió con el checo, hace muchos años, “Tristánisa Flora”. Lo sigo teniendo en mente. No sé si la primera palabra es “estación” de metro, en checo. La oía en la megafonía al pasar por una estación. Todo puede ser alegre como una flor, no digamos como la flora en su conjunto, y triste como el recuerdo de su marchitamiento….
En cualquier caso, hay muchas formas de manifestación de lo extranjero. La ética y la política que quiera estar a la altura del siglo XXI tendrá que estar atenta al termómetro de esta topología pues un excesivo sentimiento generalizado de extranjería, ajeno o propio, es un vacío imperceptible, e insoportable, que se va creando en el tejido de una sociedad, de una comunidad política. ¿Es deseable extirpar lo extranjero de nuestras vidas? No creo que sea deseable ni posible, al menos enteramente. Tal vez tendríamos que contenerlo, que disminuirlo en la medida de lo posible, que estar más atentos a todo lo extranjero que se manifiesta en nuestro entorno para neutralizarlo o, sencillamente, saberlo controlar o incluso saber entenderse con él. Waldenfels habla de una “respondidad” (no sé si es una buena traducción), es decir, de que todo extranjero nos pide, nos solicita, nos exige una respuesta (aquí está la influencia de Levinas, al que escuchó en los años sesenta, como a Merleau-Ponty). El extranjero se presenta ante nosotros en el modo de solicitar una respuesta nuestra. Juzgar o condenar lo extranjero o el extranjero porque sí, sea del tipo que sea, no es un buen punto de partida. Tampoco lo es, aunque parezca serlo, establecer una especie de comunicación universal o englobante, generalmente la nuestra, la europea, que nos permita comprender al extranjero. Se trata de responder escuchando, de vernos como extranjeros para que el extranjero deje de serlo, aunque sea en un ámbito determinado. El extranjero es aquello irreductiblemente inaccesible en su accesibilidad. Es como nuestro propio pasado que no lo podemos nunca recuperar plenamente, sino por medio de recuerdos y a veces de un esfuerzo memorístico. Respondiendo nos respondemos, nos hacemos responsables, de lo extranjero que habita en nosotros y de lo extranjero que nos rodea. Y esto es un camino peculiar que no tiene término y que deja su estela inaprensible.
Le Mans, a 25 de julio de 2021.