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Sociedad del espectáculoLetrasEzra Pound y James Joyce, el camino de la amistad

Ezra Pound y James Joyce, el camino de la amistad

Pound y Joyce en 1913 y 1915, respectivamente. Fotos de Alvin Langdon Coburn y Alex Ehrenzweig. Fuente: Wikipedia. Dominio público

Aunque Ezra Pound es indiscutiblemente uno de los mayores y más influyentes poetas del siglo XX, su fama soporta con dificultad la sombra de la simpatía que mostró hacia el fascismo de Mussolini y, sobre todo, su activa participación en la propaganda anti americana que llevó a cabo desde Italia durante la Segunda Guerra Mundial. Sus monólogos de diez minutos en Radio Roma le sirvieron para criticar con ferocidad a Roosevelt y Churchill, a los judíos, a su propio país, pero también para hundir su reputación en una ciénaga nauseabunda. Al caer Italia, capturado por sus compatriotas, fue encerrado en una jaula como si fuera una fiera salvaje y luego trasladado a una celda diminuta y aislada de Pisa donde permaneció tres interminables semanas. Con los nervios hechos trizas, salió de allí para ser internado en un centro psiquiátrico de Washington. Por suerte logró que lo tomaran por loco, tesis que suscribieron varios escritores afamados que lo conocían bien, si no habría sido fusilado por traidor.

Que cuatro años después, en 1949, el jurado del prestigioso premio Bollingen distinguiera sus Cantos pisanos, obra inmortal que escribió en la cárcel, como el mejor libro estadounidense de poesía del año anterior es algo que desconcertó entonces y ahora causa auténtico escándalo. El feroz puritanismo del presente no comprende cómo se pudo pasar por alto su antisemitismo, su apoyo a Mussolini y Hitler, su indiferencia hacia el holocausto. ¿Qué clase de persona hay que ser para evaluar el mérito de la poesía sin tomar en consideración los valores de la persona?, se preguntarán seguro los adalides de la cancelación. Porque hoy tal decisión sería impensable y si alguien se atreviera a tomarla levantaría un maremoto de protestas entre las hipersensibles masas de personas políticamente correctas. Claro que tampoco hoy sería fácil encontrar en el tribunal de cualquier premio de poesía a autores de la talla de Auden, Eliot o Lowell, miembros de aquel polémico jurado.

Lo que le ocurrió a Pound, entregarse atado de pies y manos a una ideología que aspiraba a enmendar la plana a la deficiente realidad, no fue algo insólito en el siglo XX, más bien todo lo contrario. Como a muchos otros, su desprecio del capitalismo –ya se sabe, usura, usuuraaa, eso que embota el cincel, que roe el hilo de la rueca, que asesina el niño en el vientre, que trae putas a Eleusis– le llevó a arrojarse de cabeza al abismo de algo supuestamente mejor y, sin embargo, profunda, infinitamente peor. Era un hombre bueno, “una especie de santo –escribe Hemingway en París era una fiesta, aunque iracundo”, y su airada bondad, esa cosa inhumana que convierte a los virtuosos en sicarios del diablo, le llevó a apoyar con la declamatoria ceguera del intelectual comprometido una de las variantes del totalitarismo. Es exactamente lo mismo que hicieron otros que se comprometieron hasta la abyección con los regímenes criminales, aunque victoriosos, de Stalin, Mao y compañía en la desbocada y opaca creencia de estar defendiendo el advenimiento de la justicia universal.

Un año antes de que estallara la Primera Guerra Mundial, en 1913, nadie hubiera dicho de Pound que era un radical o un racista. Su existencia entonces era la de un artista con inquietudes vanguardistas, próximo al imagismo y al vorticismo, que estaba desempeñando un papel decisivo en la renovación del mundo literario y artístico angloamericano. Donald Hall, en su Remembering Poets, dice que “es el poeta que, mil veces más que cualquier otra persona, ha hecho posible la poesía moderna”. Su revisión y edición de La tierra baldía de Eliot, o su apoyo a la publicación de Retrato del artista adolescente de Joyce, acreditan ciertamente la importancia de su contribución histórica, y esto al margen de su propia producción. Miembro del selecto grupo conocido como “los hombres del 14” –Pound, Eliot, Joyce, Wyndham Lewis– estuvo convencido desde temprana edad de la posibilidad de un nuevo renacimiento fruto de la fusión de la cultura norteamericana y europea, y con ese fin desarrolló una importantísima labor como “promotor del arte”. Sus éxitos lo convirtieron de hecho en el líder de la vanguardia londinense junto con Wyndham Lewis, padre del vorticismo, escritor sobresaliente (inspiró a Lawrence Durrell el personaje de Pursewarden de El cuarteto de Alejandría), y también ideólogo maldito (la devoción por Nietzsche que compartía con Pound lo llevó a apoyar a Hitler, un error del que trató de sacar el pie en 1937 sin éxito hasta hoy, pues aquella negra equivocación ha tiznado para siempre su nombre).

Fue justamente en 1913 cuando Pound supo de la existencia de Joyce. Trabajaba en ese momento como secretario de William Butler Yeats. A punto de completar una antología de nuevos poetas, pidió a este que la revisara y le sugiriera cualquier nombre que echase en falta. Apareció entonces el de Joyce, uno de cuyos poemas le había causado gran impacto. Se titulaba ‘Oigo un ejército embistiendo la tierra’, el último poema de Música de cámara, su primer libro, publicado en Londres en 1907. Sorprendido también con el texto, Pound mandó una carta a Joyce en Trieste, donde residía con enormes apuros económicos, pidiéndole permiso para incluir el poema en el libro que estaba preparando. Descolgado como estaba de los círculos literarios británicos, Joyce autorizó la publicación y le envió además una copia a máquina de Dublineses y un capítulo del Retrato de artista adolescente. La amistad entre ambos surgió entonces, aunque no llegaron a conocerse personalmente hasta junio de 1920.

Durante esos siete años y, a pesar de la guerra, cruzaron montones de cartas. Pound, además, escribió reseñas y ensayos sobre las obras de su corresponsal. Joyce debió no poco al poeta americano. Nadie hizo tanto como él por su fama literaria, nadie le alentó de forma más convincente para que siguiera con su labor creadora, y nadie fue más desinteresado apoyándole materialmente. El volumen que acaba de publicar la editorial EDA con las cartas y ensayos de Pound (lamentablemente, no se ha conservado la correspondencia de Joyce) y los comentarios de Forrest Read, editor original de las mismas, prueba hasta qué punto fue estrecha y fructífera dicha colaboración. El intercambio epistolar entre ambos duró hasta el fallecimiento del novelista, en 1941, y fue especialmente intenso en los años previos a la publicación del Ulises. La relación cordial no se interrumpió nunca, aunque literariamente se enfrió un poco debido a la indiferencia de Pound hacia Finnegans Wake. Otra cosa fue el Ulises, novela por la que sintió una admiración absoluta, como prueban los ensayos, artículos y alocuciones radiofónicas que le consagró y que ahora podemos leer en español gracias a la traducción de Alicia García Ferreras y David Alcaraz Millán.

¿Apreció Joyce la obra literaria de su amigo? No se sabe a ciencia cierta. Las cartas que cruzó con él se han perdido y en sus textos –salvo una cariñosa mención en Finnegans Wake– no parece haber rastro de influencia. Tampoco da la impresión de que Joyce se desviara nunca de su propio camino después de leer las críticas y ensayos de Pound sobre él. Forrest Read cree sin embargo que ambos compartieron una misma concepción estética (la pretensión de escribir una épica, la semejanza de temas, la exploración de nuevas formas y métodos literarios…), pero tendrá que ser el lector quien la busque por sí mismo. Este libro proporciona material suficiente para hacerlo.

Sobre Joyce. Correspondencia y ensayos. Ezra Pound. EDA libros. Benalmádena, Málaga, 2023, 508 páginas.

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