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Mientras tantoFacilidades de pago

Facilidades de pago


 

Mis viajes al exterior se pagan con tarjeta de crédito. Soy un pésimo negociante y un mal cobrador. Tal vez por eso me molesta que me cobren, porque yo no sé muy bien cómo hacerlo. Mucho menos a los amigos. La poca plata se me va en vivir y en invitar, así se puede vivir largos años en la esperanza de que para ser feliz no se necesita tener tanto dinero.

 

Mirando los vasos marcados en ese bar antiguo, provocaba robárselos. «Le puedes pedir que te lo venda» me dijo mi amiga de toda la vida. «Pero no es lo mismo», respondí, sabiendo que la conclusión sencilla es que soy un choro disfrazado de persona decente. Qué quieren que haga: no tengo ningún vicio fuerte. Alguna vez vi a una compañera de trabajo, a la que le sobra el dinero, robándose un vaso de un restaurante de moda y quedé emocionado hasta el punto del hurto. Tenían que ser vasos que dijeran algo. En el caso de las damas es muy fácil (creo yo) utilizar la cartera como lugar de acopio. En el caso de los varones no nos queda otra que el bolsillo del pantalón y el forro de la casaca. Así que hay que estar intoxicado, de preferencia, para atreverse y embolsillarse el vaso marcado. (Tal vez este blog sea algún tipo de terapia, en ese caso, les agradezco a los doctores-lectores) Diré en mi descargo que no tengo más de diez vasos robados. Allá en el bar antiguo, al lado de las bodegas de vinos, ante el vaso sencillo con las letras rojas, yo no me atreví.

 

No hemos necesitado el dinero. Sabemos mal que bien administrarlo o lo derivamos hacia gastos necesarios que nos ahorran los innecesarios. Me explico: me puedo gastar mucho en libros.

 

Puedo gastar y es un gasto que se distribuye entre los meses del año que demoro en leerlos. Así que sale barato. Las noches de tragos son costosas y por eso las evito. Y si son inevitalbes es que son buenas, así que a la mañana siguiente no lamento nada. En el peor de los casos aparece la tarjeta de crédito y–como diría Vallejo, o Trelles en Bioy–: sanseacabó.

 

Mi pellejo apretado en el último asiento de un microbús que penetra por La Parada y por Gamarra, que discurre por el lado de Matute y me deja en la Avenida Tacna. Camino por Quilca y encuentro embolsado La palabra del mudo. Esos libros duran para siempre, vienen sanforizados. Entre ése y mi Antología personal ya tengo Ribeyro para muchos años.

 

En un episodio confuso, me prestan El enano de Ampuero, libro que entretiene–muchísimo–una tarde y una noche. Lo recomiendo. Es la maravilla de la venganza literaria, es una revancha en su tinta. Encuentro una entrevista más o menos aburrida de Denegri al autor y por algún motivo se me mete entre ceja y ceja que tengo que leer Puta linda. Obra ligerita, bien escrita y ahí nomás. Sabrosa y perucha. Tal vez sea como dice el Maltés: El enano es el único libro que Ampuero ha escrito con pasión. El episodio confuso concluye con un regalo que, para variar –bestia yo, al fin y al cabo–no entiende de razones. De qué sirve tanto cariño, digo yo.

 

En este texto se me está saliendo demasiadas veces el Pedro Balbuena. Disculpen ustedes. Es que lo compré para compararlo con En busca del tiempo perdido, pero no me lo llevé a la playa. Casi por obligación metí en la maletera ese librote que tenía en la mesa de noche de Nueva York por casi tres meses, esa boca mordiendo la bala que es Bioy. Lo había empezado a leer y lo dejé en las primeras páginas. Tal vez chocado por la violencia con que empieza su historia.

 

Además leí una reseña donde decía que la novela estaba plagada de errores, que su desarollo era no apropiado de un buen escritor sino de un buensalvaje. De todos modos, lo volví a coger –con cuidado– y esta vez no lo dejé. Con su distancia y sus pecados, sólo recuerdo que The Sense of an Ending me hubiera forzado a despertarme entre pesadillas repletas con los personajes del texto. No pude sino terminarlo. Dice Trelles que la novela casi lo destruye y yo le creo. Es un texto violento escrito con los huevos del ambicioso, del vicioso de la ficción.

 

Hubo segunda vuelta por Quilca y fue infructuosa. Quería conseguir las memorias ¡Tierra, Tierra! de Sandor Marai pero nadie las tenía baratas. Prometí regresar por otros libros. En el descanso, entré por el Amazonas y me llevé de premio el primer libro de Proust por 10 soles. Empecé a releerlo: me he quedado–otra vez–en el momento en que la magdalena se derrite en el té.

 

En la vida real jugué al tenis y quedé lesionado. Tal vez eso ayudó a que me sientiera atraído por los personajes incompletos de una novela criminal o las lloraderas de un chibolo engreído que no pasa suficiente tiempo con su madre. Tal vez. Entonces fui por tercera vez a Quilca y encontré, para redondear, los textos completos de Luis Loayza: los Ensayos y los Relatos, a casi 30 soles menos que el precio de Virrey : si bien después de reclamar, después de regatear de puesto en puesto, de observar con tristeza el teléfono que no sonaba, de marchar solo donde tenía la necesidad de compañía, de recorrer el polvo de mi polvo que hace 12 años que he abandonado, de calcinarme con chancletas por el Jirón de la Unión y sudar la espalda de mis camisas en el plástico descolorido y deshilachado de los asientos de las combis que me llevaron de un distrito a otro.

 

Fue un viaje memorable, repleto de lecturas y de facilidades de pago. Fue un encuentro –torpe, brusco y algunas veces afortunado– conmigo mismo y con mis demonios. Tal vez leí tanto porque no tenía nada más que decir. Si bien me queda la esperanza de que la lectura me dé palabras y que de aquellas, sentado acá en Newyópolis, brote algo espléndido.

 

Ojalá.

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