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Falta un día menos. El terremoto chileno

Las causas más frecuentes de tsunami son cuatro: la caída de un meteorito, las remociones en el lecho marino, la erupción de un volcán submarino y un terremoto. Lo primero parece de ciencia ficción, pero un maremoto provocado por un meteorito es lo que se supone que acabó con los dinosaurios hace 60 millones de años. Todo, en cualquier caso, parece de película, aunque hay una regla que no falla: si un seísmo de más de siete grados en la escala de Richter tiene su epicentro en el mar, el tsunami está garantizado. El tiempo que tarden las olas en llegar a la costa es el que tiene la gente para ponerse a salvo.

       Ante la torpeza de las autoridades, la gente hablaba en Concepción del hombre que había advertido de lo que podía pasar: Adriano Cecioni, un geólogo nacido en Italia hace 62 años que fundó hace más de treinta el Departamento de Ciencias de la Tierra de la Universidad de Concepción. «Somos el único Departamento de Ciencias de la Tierra que existe en el mundo que está en una facultad de Ciencias Químicas. Suele estar en la de ingeniería de la construcción, relacionada con arquitectura». En la ciudad la gente pronuncia su nombre de todas las maneras posibles, pero sobre todo Sesioni. «Se escribe Cecioni», dice él, «y se pronuncia Chechioni, a la italiana, claro, pero si lo pronunció así, en Chile me lo escriben con ch, por eso yo mismo me acostumbré a decir Sesioni, por el seseo».

       Desde su casa en lo alto de una colina se ve el campus. Allí, una semana después del terremoto, bronceado y fibroso, el profesor se disculpa por no ofrecer café -«no tengo agua»-, pero ofrece tabaco. Como si formara parte de una puesta en escena, la tierra tiembla mientras enciende un cigarrillo. «Me faltan datos todavía, pero creo que entre el sábado y el domingo pasados hubo varias réplicas superiores a siete grados», explica. «Por eso hubo olas durante tanto tiempo. Aunque el epicentro estuvo fuera de la bahía. De haber estado dentro, el resultado habría sido más devastador todavía. Las olas del tsunami llegaron como reflejadas. Todos los terremotos históricos habían tenido lugar dentro de la bahía. Si éste lo hubiera estado también, habría habido olas de hasta 18 metros. Como un edificio de ocho plantas. Y ahí no lo cuentas dos veces».

       ¿Y esa leyenda de que él estaba delante del sismógrafo en el momento de la sacudida? Eso: leyenda. Estaba durmiendo. Le despertó el seísmo y se sentó en la cama «para ver cómo se comportaba la casa». No salió al jardín: las tejas de la cubierta podían convertirse en una guillotina. «La estructura de la vivienda aguantó bien. Me estafaron en los acabados», dice. Y señala la grieta de un tabique.

       Cecioni subraya con las manos las explicaciones. «Las ondas de un tsunami son concéntricas. Es como tirar una piedrecita en un estanque», dice mientras insiste en que le faltan datos. «No tengo electricidad para hacer funcionar el ordenador. Tendría que consultar al Geological Survey«. Lo que contaba la Inspección Geológica de Estados Unidos era que el sábado 27 de febrero de 2010 la piedra en el «estanque» del océano Pacífico fue un terremoto de 8.8 grados en la escala de Richter que empezó a las 3 horas, 34 minutos y 14 segundos cuyo epicentro se localizó a 35 kilómetros de profundidad, a mar abierto en la región del Maule, a 105 kilómetros de Concepción, a 335 de Santiago.

       Cuando la placa de Nazca, que sirve de lecho al océano, se deslizo bajo la Sudamericana, en un fenómeno que llaman subducción, el terremoto resultante liberó alrededor de 50 gigatones de energía, el equivalente a más de 100.000 bombas como la de Hiroshima. Sin embargo, como reza un ejemplo clásico de la geología, un barco que hubiera estado encima del epicentro en ese instante no habría notado nada, casi nada, apenas una ola de cincuenta centímetros. Y no obstante, habría estado asistiendo al nacimiento del maremoto, cuya capacidad de destrucción no se acumula en la altura de las olas sino en su longitud -la distancia entre una ola y la siguiente-. Los veinte centímetros de longitud de onda en el famoso estanque pueden ser cien kilómetros en el mar. Aunque las réplicas superiores a siete grados produjeron una larga sucesión de olas, la del terremoto original debió llegar a la costa entre quince y veinte minutos después de producirse.

       Cuando la ola, que puede superar los 400 kilómetros por hora, se aproxima a la costa reduce su velocidad a medida que va encontrándose con la empinada barrera de un fondo marino cada vez menos profundo. Al reducirse la velocidad de una onda, su longitud se acorta pero crece su altura. Otro clásico de los manuales. De ahí que las más altas se produzcan siempre al lado de la playa. En la región del Maule la ola principal pudo alcanzar diez metros, dice Cecioni. Se lo dijo un amigo de su hijo, arquitecto, «alguien acostumbrado a calcular a ojo la altura de los edificios». «Estaba terminando sus vacaciones en una cabaña, en la playa, cerca de Constitución. Notó una sacudida muy fuerte y se acordó de lo que yo le había dicho: en 20 minutos va a llegar la ola. Tomó a su polola [su chica] y se fueron al cerro. Lo vieron desde allí. Cuando volvieron, la cabaña no estaba».

       Junto a la negligencia de unas autoridades que no advirtieron del riesgo de tsunami o de gente que no atendió a las advertencias, aparecen los relatos de gente que supo leer correctamente el aviso de la naturaleza: el amigo del hijo de Cecioni y su polola y una niña que en el archipiélago de Juan Fernández avisó a sus vecinos en cuanto vio que el mar se retiraba, la señal de que venía un tsunami. El responsable de vigilar la costa esperaba entre tanto que la Marina confirmara el peligro.

       Más del clásico: las olas no son uniformes, tienen picos y valles, partes altas y bajas. Si lo primero en alcanzar la costa es un valle, quiere decir que la ola gigante que se forma detrás está succionando el agua que la precede. De ahí que el océano pueda retirarse hasta quinientos metros. Es el aviso de lo que viene, algo que algunos interpretan correcta y otros, fatalmente.

       Uno de los ejemplos más famosos de fatalidad se produjo el 1 de noviembre de 1755, fiesta de Todos los Santos. Ese día un terremoto agitó el fondo del Atlántico a la altura del Cabo de San Vicente, en el sur de Portugal, 200 kilómetros mar adentro. Igual que al de Valdivia de 1960 -con sus trágicamente célebres 9,5 grados en la escala de Richter- se le conoce a veces como terremoto de Concepción porque fue allí donde más daños causó, el seísmo de 1755 ha pasado a la historia como el de Lisboa. No existían las escalas pero se calcula que su magnitud anduvo por los 9 grados. Voltaire escribió un famoso poema sobre el acontecimiento.

       Lisboa. Eran las nueve y media de la mañana cuando el mar retrocedió. Los curiosos bajaron al fondo del océano vacío a contemplar el espectáculo. El tsunami que llegó luego resultó fatal para todos. Sus efectos se llegaron a notar en Sevilla porque la ola remontó el cauce del Guadalquivir. No es extraño teniendo en cuenta que el terremoto que la provocó se dejó sentir hasta en Finlandia. El día 2 de noviembre, fiesta de Todos los Difuntos, el recuento arrojó 60.000 cadáveres.

 

 

Telediarios y diccionarios

 

       Los telediarios van más rápido que los diccionarios. Durante siglos, a los tsunamis se les llamó maremotos. Es lo mismo, pero la palabra japonesa se instaló para siempre en el imaginario occidental el 26 de diciembre de 2004, cuando un terremoto de 9 grados en la escala de Richter arrasó la costa de Sumatra y produjo, en toda la región, 227.000 muertos y un millón y medio de desplazados. Ahí estaba la palabra tsunami.

       Tanto impactaron las imágenes de aquella tragedia que, a los pocos meses, en Concepción se dio una alerta que causó caos e histeria pero que resultó ser falsa. Eso dice la gente en la calle. Cecioni dice que fue un tsunami de verdad. «Todo el mundo piensa que un tsunami sólo puede ser una tremenda ola y que tiene que estar asociada a un terremoto, y no, puede ser muchas cosas, pero ponte a explicarlas en un minuto… ok, pues digamos falso tsunami». ¿Qué pasó? «Pues pasó lo del sudeste asiático, y la psicosis, la falta de cultura de la gente. Hubo quien desde la loma de San Andrés, cerca del aeropuerto, bajó a Concepción, o sea, abandonaron las zonas de seguridad y vinieron a una zona de inundación. Como no hubo ningún daño, por suerte, enseguida dijeron que iban a castigar al que había dado la alarma. Nadie quería hablar. Pasado el tiempo me di una vuelta por Talcahuano y todos me dijeron que el agua del mar bajaba, que estaba turbia, algunos incluso vieron remolinos. ¿Qué sucedió en el mar? Que se había producido un deslizamiento de tierra en la plataforma continental, hubo un vacío de masa, esa masa, formada por limo y arcilla, enturbió el agua y la bajada rápida produjo un efecto de remolino. Eso fue lo que ocurrió. Fue un tsunami verdadero localizado y provocado por un deslizamiento de tierras. La gente lo llama falso tsunami pero fue verdadero. También yo en la calle lo llamo falso porque nadie me entiende». Remociones en el lecho marino, la cuarta causa de tsunami junto a los meteoritos, el vulcanismo submarino y los terremotos de más de siete grados con epicentro en el mar.

       ¿Se puede prever un terremoto? «No». Adriano Cecioni es rotundo. Por eso insiste en que la única prevención posible depende de un triángulo básico: educación, información y coordinación. Casi todo lo que falló el sábado. Hace años que Cecioni preparó un informe sobre los riesgos de terremoto y maremoto en Chile. De él se derivó un proyecto para crear una red de centros de información del nivel de los que tienen países de riesgo como Estados Unidos o Japón: «La idea es obtener con rapidez datos fiables con los que tomar las decisiones adecuadas en caso de emergencia, cuando es vital, por ejemplo, saber correctamente el lugar del epicentro para determinar si hay o no riesgo de maremoto». Lo que Sergio Barrientos, director del Centro Sismológico Nacional, reconocía que ahora se hace «prácticamente a mano», en media hora.

       Cecioni cuenta que hace dos años su proyecto pasó la comisión de presupuestos de la región del Bío Bío. La fatalidad quiso que el último filtro tuviera que pasarlo en la primera semana de marzo. La Tierra no esperó. Dice Cecioni que las mayores resistencias las encontró siempre en la ahora cuestionada Oficina Nacional de Emergencias.

       «A la población las cosas se le dicen en un lenguaje confuso para no comprometerse, y la recepción genera más confusión todavía. Por una ley para mí anacrónica, el SHOA [Servicio Hidrográfico y Oceanográfico de la Armada] es la institución oficial que debe entregar el dato de la alerta temprana del maremoto a la ONEMI, la oficina nacional de emergencia, que es la encargada de difundirla a la población. En Chile estas instituciones no tienen un teléfono satelital, lo cual es absurdo, porque si un terremoto corta las comunicaciones en Concepción, ¿cómo pueden comunicarse con la ONEMI de Santiago? Al parecer no había nadie en la oficina, era sábado por la noche. A partir de las seis de la tarde no puede haber emergencias en este país. En vez de educar a la gente parece que quieren que eduquemos a los terremotos para que actúen siempre en horario de oficina». Para Cecioni, la fulminante destitución del director del Servicio Oceanográfico de la Armada demostró dónde había estado el origen de la confusión. En Japón, a 17.000 kilómetros, dieron la alerta inmediatamente: «Lo suelen hacer a partir de 6,5 grados, lo mismo que en Hawai».

       Los sabios avisan de que lo que un día fue tragedia suele repetirse como comedia. Algo así es lo que ocurrió con la falsa alarma de tsunami que, tres días después del terremoto principal, interrumpió las inspecciones de la ministra de la Vivienda en Concepción: «Hubo una réplica de 6,3, el SHOA mandó un fax -o una paloma mensajera- diciendo que sí había tsunami, la ONEMI no quiso tomar ninguna decisión y la presidenta de la república tuvo que saltarse el protocolo llamando al SHOA para que le confirmaran. El problema es que todo esto pasaba dentro de los 20 minutos que tarda aproximadamente en llegar la ola».

       Dado que un terremoto no se puede prever -Cecioni insiste una y otra vez en ello- ¿cómo minimizar los daños? «No hay que hacer nada nuevo, sólo copiar las cosas buenas que hay en otros países, en Japón, en Estados Unidos. Hay que eliminar barreras en las costas, construir no en paralelo al mar sino en perpendicular, liberar los bajos de los edificios, establecer claramente zonas de evacuación, informar a la población…»

       Luego está la parte científica, el proyecto de su departamento: 30 equipos para la región, 30 sismógrafos («sismómetros, decía él), 30 acelerómetros, transmisión vía satélite, estaciones autónomas con paneles solares y baterías con capacidad para transmitir durante 48 horas, técnicos de calidad…Ya tenían contactos en Estados Unidos para que se formaran allí. Parecía la lista de la compra, la carta a los Reyes Magos. No era más que lo básico.

       Adriano Cecioni se sabe la lección, habla sin dudar un instante, enumera las soluciones como el que las ha repetido mil veces, como el que está dispuesto a repetirlas otras mil si hace falta. Por un instante, guarda silencio, se detiene en la cuesta abajo de sus argumentos. Habla con vehemencia pero sin levantar la voz. La baja todavía más: «No quiero que entienda que todas las personas son tan ineficientes. No quiero que se confunda la parte jerárquica administrativa con los consejeros regionales mismos. Todos, los de todos los colores políticos, aprobaron en una comisión la financiación de nuestro proyecto, pero la aprobación tenía que ser ratificada por el consejo general, que justamente me iba a llamar la última semana de febrero. Por las vacaciones, se había postergado para la primera semana de marzo. El sismo se adelantó».

       Cecioni repite que «este sistema tiene que implementarse», pero sabe que ahora hay otras prioridades: «Yo entiendo que si hace falta financiación para la reconstrucción tenemos que dedicarnos a eso, es lo inmediato. Pero el hecho de que haya ocurrido un terremoto ahora no nos debe llevar a relajarnos pensando que tenemos cuatro años por delante. Treinta sismómetros no se compran en el supermercado, se demora un tiempo en fabricarlos, hay que enviar fuera a los técnicos para que se especialicen. Todo eso se demora dos años como mínimo. Tenemos antecedentes de que en ocho años puede ocurrir un segundo terremoto; eso es histórico, no me lo estoy inventando. Hay que comenzar ahora».

       Consciente de lo despacio que van las cosas de palacio, el geólogo lleva años insistiendo también en la educación. Para predicar con el ejemplo se ha centrado en colaborar con las escuelas: «Lo hemos hecho de forma espontánea y personal, a los niños, pero no organizada y sistemática, y eso tiene que serlo porque si no se olvida. Hay que hacerle perder el miedo a la gente. Yo estoy trabajando con los jardines infantiles para que los chicos jueguen con los fenómenos geológicos, -con un terremoto, con un tsunami, con una erupción volcánica- y los vayan asumiendo como algo natural con lo que pueden tener que convivir».

       El profesor Cecioni es irónico y amable pero está indignado. Ante la evidencia de que los edificios más afectados por el último terremoto han sido los de nueva construcción, subraya la necesidad de ser más rigurosos en los estudios geológicos previos a la construcción de cada rascacielos. Y de no transigir con la frivolidad de muchas constructoras, cuya negligencia costó muchas vidas el día 27.

       Para responder al clamor que pedía derruir pronto los inmuebles cuya estructura había quedado gravemente afectada, Lorenzo Constans, presidente de la Cámara de la Construcción de Chile, salió a la palestra diciendo que no cundiera el pánico. También dijo: «La torre de Pisa lleva siglos inclinada». El hijo de Cecioni acaba de entrar en casa, viene del hospital en el que trabaja estos días como voluntario. Busca las declaraciones de Constans con el teléfono móvil. A su padre, toscano de nacimiento y doctorado en la Universidad de Pisa, se le cambia la cara cuando lee el comentario: «Este hombre debería leer un poco. Se acabó el tiempo de la diplomacia. Alguien debería decirle, con todo el respeto, que es un estúpido». Él mismo vio hace diez años cómo el proyecto en el que levantó los Mapas de Inundación de la Bahía de Concepción fue recibido con algo más que suspicacia por las constructoras, temerosas de que sus datos echaran para atrás a los clientes. «Desde hace diez años estamos diciendo: «Esto va a ocurrir». No teníamos fecha, pero había tiempo para haber hecho algo».

 

 

 

El uso de la costa

 

 

       Para Cecioni, es más útil el sentido común en días de diario que las prisas en días de alarma. No le gustan las enmiendas a la totalidad: «Cuando presentamos nuestro plan hubo empresas que se pusieron nerviosas, pero también hubo un genio en el Gobierno regional que dijo que sería bueno hacer una ley para impedir el uso de las costas en Chile. Brillante. Si con 4.000 kilómetros de costa no la usamos y de paso impedimos el uso de la cordillera porque es peligrosa, lo mejor es que vendamos el país y nos vayamos todos a Brasil a tomar caipiriña». Una versión de la vieja propuesta de los intelectuales chilenos fascinados con Europa: «¿Por qué no vendemos Chile y nos compramos algo chiquito cerca de París?»

 

       «Las empresas constructoras tienen una responsabilidad civil, no penal, por cinco años. Que ocurra un sismo dentro de esos cinco años, digamos que es poco probable», dice Cecioni con una sonrisa. «Como vimos ahora, de los seis edificios que están muy dañados en Concepción, dos son antiguos, previos a la norma del 85 y cuatro son nuevos, ya con la norma hecha». ¿Dónde está el problema? ¿En los cálculos, en el estudio geológico, que no se hizo, en la mala construcción? ¿En todo?

 

       «¿Por qué se caen los edificios nuevos? Sobre la norma misma prefiero no opinar, no soy experto. En los sondajes para la construcción se llega a los 20 metros. Si tú haces un sondaje en Concepción encontrarás arena y limo y arcilla, pero si lo haces en invierno encontraras todo eso saturado en agua. El limo saturado en agua genera una amplificación dinámica de la onda sísmica y por lo tanto un mayor movimiento de la obra que está encima. Si el limo está seco se comporta prácticamente como una superficie densa, no tanto como rocosa pero sí densa. Es necesario saber la profundidad que tenemos de espesor de los sedimentos respecto a la roca».

       Según Cecioni, no puede haber un criterio universal porque el subsuelo en Concepción no es homogéneo. Y a veces el criterio más seguro para la construcción es no construir. La ciudad está, dice, cortada por fallas geológicas: «Con el casco urbano ya consolidado no hay nada que hacer, lo único, rogar a Dios que no se mueva esa falla». Otra cosa son los espacios que algunas empresas quieren urbanizar, entre las que las advertencias de Cecioni no son muy populares: «Lo que yo digo simplemente es que cuando eso ocurre en Europa, el Estado compra ese terreno y lo destina a áreas verdes. El empresario no pierde». Aunque tal vez no gane tanto. Pequeña diferencia.

       Basta pasear por el centro de Concepción para sospechar que difícilmente podrá llegar la técnica adonde no quiere llegar la ética. El geólogo Cecioni prefiere no levantar los pies de la tierra y no cambiar la física por la metafísica, pero asiente. «El otro problema, el grave, es la falta de ética, sí. La norma sismorresistente es buena en Chile, la ingeniería civil calculista es buena, las profesiones están a un nivel europeo. Claro que no todos los técnicos son inteligentes, pero eso pasa en todas partes del mundo. Yo lo digo siempre a mis estudiantes: «Tú puedes tener un doctorado acá o allá, pero eso no te hace inteligente. Si yo te digo dos y dos tú me dices que salen cuatro, pero si yo digo dos peces y dos gallinas salen cuatro, pero ¿cuatro qué?» Un error de cálculo puede ser una falta de preparación pero no una falta de ética, otra cosa son las empresas constructoras que, por ahorro, cambian especificaciones, cambian la dosis para los hormigones. A eso me refiero. Si no lo sanamos…».

       Charles Darwin llegó a Concepción cuatro días después de que un terremoto dejara maltrecha la ciudad en 1835. Con esa fecha como referencia y estudiando la periodicidad de seísmos anteriores y posteriores, Adriano Cecioni llevaba décadas avisando del riesgo que se avecinaba. Y del que se avecina. Es impredecible, pero ahí está el intervalo de los ocho años: «Es histórico, no me lo estoy inventando». ¿Era éste el seísmo que esperaba? «Yo nunca espero que sucedan tragedias como ésta». Cecioni se pone serio. Su discurso transparenta la impotencia del que lo ha hecho todo pero querría haber hecho más todavía. No hay en él ni un gramo de suficiencia, ni el más mínimo «ya os lo dije»: Parece dispuesto a seguir diciéndolo. Antes del terremoto tenía cita en París para hablar de educación en la UNESCO. Ahora espera que se pueda volar. Tiene paciencia, pero no bromea: «La gente quiere algo imposible: saber una fecha concreta. Por eso he terminado acuñando una frase: falta un día menos».

 

 

Nota final

 

       Uno de los últimos días de 2010 recibí un mensaje desde Concepción: «Adriano Cecioni murió el 26 de diciembre». A las seis de la mañana. 64 años. La información tenía algo de parte catastrófico: la dio Jorge Parra, capitán de la Tercera Compañía de Bomberos de Concepción. Al parecer, el profesor Cecioni tenía cáncer de colon. Se lo habían diagnosticado a principios de año. Cuando lo visité ya estaba enfermo. No noté nada. No dijo nada. Imagino que uno no le cuenta su vida al primero que llega. Sobre todo si llega para hablar de tsunamis.

       Antes de sentarme a redactar Un torpe en un terremoto le escribí para preguntarle cómo iba su proyecto, si lo habían aprobado por fin, si estaba en marcha la compra de sismógrafos. Nunca tuve respuesta. La enfermedad, supongo. Por los periódicos chilenos que recogieron la noticia de su muerte, me enteré de que su proyecto seguía parado, pero también de que Cecioni era bombero voluntario -de ahí el parte del capitán Parra-, de que el hijo arquitecto de su hijo Gianpaolo se llamaba Francisco Aguirre, de que él había nacido en Grosseto (Italia), de que su mujer es geóloga y de que también lo había sido su padre. Ese fue el motivo de su traslado a Chile con ocho años: la Empresa Nacional de Petróleo contrató a su viejo para una campaña de prospección.

       «Advirtió del terremoto del 27-F», decían algunos titulares. «Pucha, qué pena», decían muchos comentarios en las ediciones digitales. Qué pena. Tengo delante de mí su tarjeta (el escudo de la universidad en relieve) y las fotos que le tomé en su casa: su sonrisa, las grietas. Las crónicas dicen que Adriano Cecioni era creyente. Yo no sé si hay otro mundo, pero estoy seguro de que éste será peor sin él. Sin su paciencia con la ignorancia de los desconocidos, sin su intransigencia con la soberbia de los poderosos. Sin su sabiduría: esa mezcla de erudición, humanidad y humor que se da en poca gente. ¿Quién sabrá interpretar ahora las señales que nos manda la tierra? Hay un poema de Borges que habla de aquellos que sin conocerse entre sí y sin hacer otra cosa que cumplir con su obligación «están salvando el mundo». Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire (otra vez él); el que acaricia a un animal dormido, el tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada; el que prefiere que los otros tengan razón… El poema se titula Los justos. Adriano Cecioni Raspi era uno de ellos. El día de su muerte todos los periódicos escribían bien su nombre. Pensé que eso le habría gustado.

 

 

* Javier Rodríguez Marcos es redactor del diario El País. Autor del libro de poemas Frágil (Hiperión. Premio Ojo Crítico de Radio Nacional de España, 2002), acaba de publicar el libro de crónicas Un torpe en un terremoto (Editorial Debate), del que este texto, ligeramente modificado, forma parte.

 


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