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Fantasmagorías

 

Hoy, ahora, por llevarme la contraria, he pensado en las cosas que no concluyen.

 

En los fantasmas.

 

Quizá porque me haya pasado la tarde rebuscando en e-mails apolillados, amontonados en una bandeja de entrada desbordada y casi arcaica, de un email al que apenas ya retorno (y quizá sea por eso, porque está lleno de fantasmas: de uno en particular). Además he buceado en papeles mil veces leídos, documentos, capturas de la pantalla del móvil, declaraciones de la renta, extractos bancarios: nóminas.

 

Papelajos ya muy sobados, con las arrugas no del misterio sino del cansancio: de la obviedad del dato, la fecha, el importe. Números de teléfono.

 

Y ahora, sentado en el suelo de la cocina; la lucidez del cansancio extremo me aureola.

 

O eso es lo que me temo (y no lo deseo, acaso; más bien lo prefiguro –o se diría que es algo peor, la sombra de un certeza; otro fantasma al fin-).

 

La cuestión es que le tenemos mucha fe a las palabras.

 

Pero no es eso, al fin. No es tanto el valor de la palabra sino el vacío estentóreo que deja entorno suyo, me digo.

 

Algunos finales de novela, por ejemplo. Que no son, empero, conclusivos, pero que tampoco evocan nada. Simplemente enfatizan algo: son un sencillo gesto definitivo, pero que, sin embargo, no cierra el discurso.

 

Palabras como ademanes que no nos comprometen, que solo nos alivian de tener que certificar una obviedad. Así los papelajos mil veces re-leídos esta tarde. Esa caterva de sentencias irrebatibles. Materiales que tejen una red de recuerdos maldita, que ya no existen (dice César Aira que solo el recuerdo puede ser afectado por el olvido. Y es que acaso sea no más que olvido, esa reverberación que se obstina en ser recuerdo, igual que la sábana que ondea de un espectro, bajo la que no hay nada, ¿o sí?).

 

De esta manera, ahora mismo, este texto sirve no para decirle a mi idea que ya ha sido agotada, sino más bien como capotazo al viento sirve, para orillarme hacia otro rumbo.

 

Miro la puerta de entrada de la casa. Sé que en unos minutos alguien ha(brá) de venir.

 

No es una ilusión, una expectativa; es una pura certeza. Lo sé.

 

Estoy esperando a alguien.

 

Porque la vida siempre se abre a otra cosa; incierta, sí, pero nunca difícilmente nueva.

 

En definitiva, que en ciertos aspectos recurrentes y nada baladís, la vida nuestra contemporánea se parece bastante a una fantasmagoría, estancias vacías por las que vamos escapando y en las que se resuenan los ecos de hace un momento.

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