En Colombia se libra una guerra desde hace ya 60 años. Comenzó, dicen los historiadores, con el conocido como ‘Bogotazo’ (la reacción violenta al asesinato del líder político liberal Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948), y ha seguido en una incesante réplica en el que la venganza, el terror y la muerte se cosechan con la misma profusión con la que se siembra la mentira, el odio y el olvido.
La de Colombia es una guerra de olvido (quizá por eso el Gobierno de ese país olvide reconocer que hay una guerra en su territorio). Desde que comencé a pisar las huellas del terror en Colombia –hace ya 14 años- hasta ahora, hay dos olvidos que me parecen especialmente violentos.
El más abultado es el de los desplazados. En los campos de Colombia es donde las trincheras son reales, donde la muerte se alojó hace 62 años para criar a sus víctimas incesantes. Las ciudades comenzaron a saber de este conflicto armado por los secuestros o por las bombas conjuntas que sembraron narcos y guerrilla en los ochenta. Pero en el campo nada ha cambiado. Regiones en enteras son disputadas por los bandos, muchos más de los dos que se relatan, y en esa balacera cruzada las familias campesinas son las que pagan la factura. Lo hacen saliendo de urgencia, con unos pocos enseres, con la historia resquebrajada y el alma desarraigada. El sábado dos de enero de 2010 el Gobierno anunció una buena noticia, la reducción del desplazamiento en 2009 en un 56%. En seguida, Codhes (Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento), la organización no gubernamental más creíble en estos menesteres, replicó: las cifras están manipuladas y, como cada año, dentro de unos meses el Ejecutivo reconocerá entre susurros que la cosa es más grave.
Las cifras globales dan pavor. Según un informe de Amnistía Internacional conocido a principios de 2009 la cifra total de desplazados anda en un rango entre los 3 y los 4 millones de personas. Es difícil saberlo con precisión porque muchos de ellos no se registran al llegar a los puntos de recepción por temor. Estamos hablando de la población completa de cualquiera de los países centroamericanos. Hay que sumar unos 600.000 mil colombianos más que han huido a países vecinos y que figuran como refugiados.
Nadie habla de esta diáspora que llena de mendigos-campesinos los semáforos de Bogotá o Cali; tampoco se cuenta que detrás del desplazamiento, en algunas regiones, se esconde una concentración de terrenos de facto y que este fenómeno se incrementó durante los años de reinado paramilitar.
El segundo olvido es el de los detenidos desaparecidos. Tampoco las cifras son confiables. Según la Fiscalía, entre 1982 y 2005, había 7.000 desaparecidos. La Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos asegura que la cifra puede llegar hasta los 15.000. El drama tiene proporciones bíblicas y supera a algunos de los casos más vergonzosos de la reciente historia de Otramérica (me refiero a los del Cono Sur). Pero nadie habla de ello.
Los fantasmas de la guerra son tantos en Colombia que es probable que nunca dejen descansar en paz a los vivos en caso de una improbable paz. Parafraseando a Faciolince, estos muertos sin tumba y esos vivos sin tierra son alimento para “el olvido que seremos”.