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Mientras tantoFarra y plomo en Rio de Janeiro: El carnaval más caliente

Farra y plomo en Rio de Janeiro: El carnaval más caliente


 

 

 

Todo parece liviano y festivo en las ‘ruas’ de Lapa (el centro de Río de Janeiro). Más de un millar de jóvenes bailan semidesnudos en torno a un camión que avanza despacio a ritmo de batucada. “Esto es lo que nosotros llamamos, un bloco”, me explica Fabiana, vecina del  barrio. El sol y la humedad de esta mañana de febrero genera sudores de imposible contención, pero los cuerpos se rozan, se apiñan y se manosean sin prejuicios ni contemplaciones. Todo son sonrisas, abrazos y besos furtivos entre desconocidos. Hasta que un aullido corta el ambiente.

 

Un círculo de gente contempla la escena. Una rubia veinteañera tiene agarrado por el brazo a un joven mulato de unos diez años. “¡Me ha robado el celular!”, grita. De pronto, otros cuatro mestizos  con el torso al aire rodean a la rubia, la sujetan y la obligan a soltar al niño. “Él no te ha hecho nada, déjale en paz, es pequeño”. La chica grita desesperada. Pide ayuda pero nadie acude. El chico se zafa, se mete el celular en la entrepierna y trata de escapar. Pienso en agarrarle. “Devuélveselo”, le digo. Siento un brazo que me zarandea por detrás. Es mi amiga Fabiana, con un rostro lívido. “¡Déjale, no seas loco!”, me ordena. El chico se escabulle como un ratón entre la multitud. Todos le ven. Nadie hace nada por detenerle. ¿Por qué? “Hacerlo sería jugarte la vida. Una puñalada o un balazo”, me aseguran varios amigos y viandantes.

 

Así es Río en carnavales: fiesta loca las veinticuatro horas del día y un cierto e impreciso riesgo que uno debe esquivar a cada rato. Especialmente este año: los grandes medios hablan de tiroteos, redadas masivas en las favelas y despliegues militares. No hay cifras oficiales, pero se dice que ha sido el carnaval más violento de la historia. “El crimen ha tomado el control de la ciudad”, rezan varios titulares. Y sin embargo, la vida diurna transcurre feliz en el hedonismo despreocupado de las playas de Copacabana e Ipanema. El infierno queda a las espaldas del mundo turístico, oculto tras los altísimos bloques de apartamentos, en las favelas que acechan la costa a pocos metros de la parranda. “El problema de tener la favela tan cerca es que los malandros bajan constantemente a robar”, me cuenta el mesero del Pavão, uno de los restaurantes más populares de Copacabana. “Afortunadamente, la calle está atestada de furgones y agentes armados”.

 

La rutina mañanera trascurre en la playa, jugando ‘altinha’(es decir, pateando el balón para que no caiga) y bebiendo litros de cerveza y agua de coco para combatir la deshidratación. “¡Quê calor da porra!”, es el improperio más oído del mes veraniego. Las noches acontecen inexorablemente en los blocos, intentando bailar entre el calor, el ruido y la masa apretujada. Los cariocas son sonrientes y muy acogedores. Viven sin complejos y reivindican su fama sexual de forma abierta. Cada vez hay más blocos y batucadas convocados por colectivos feministas, gays e izquierdistas (el tatuaje de Frida Kahlo es constante) que dan cuenta de una juventud universitaria cada vez más preparada y reivindicativa.

 

El carnaval, aunque duela decirlo, sólo es apto para amantes de las aglomeraciones. El ruido es tan elevado que las canciones apenas se escuchan. “Si vas buscando buen baile y música tradicional, mejor visita la ciudad en otra época”, me recomiendan varios cariocas. La rola que más suena en estas fechas es ‘Vai Malandra’, de Anitta, una mezcla de rap sucio, azotes en el culo y sudores aceitosos no aptos para todos los paladares. Como en Cuba, como en Colombia, como en todo el mundo, el reggaetón más chabacano sustituye y eclipsa poco a poco a la maravillosa música tradicional.

 

En un mes caminando las rúas de Río de Janeiro es imposible no toparse con la violencia, directa o indirectamente. Yo presencié tres asaltos y estuve a punto de perder mi teléfono. Mientras viajaba en un taxi, un chico metió el brazo desde la calle y trató de arrebatarme el celular. “Fica desperto”, me aconsejó el taxista. “Rio de Janeiro é bonito mas…  ¡Tá complicado!”.

 

“Ser policía en Rio es jugarse la vida a diario”, me cuenta Diego, agente de la zona de Niteroi. “Una vez detuve a un chico que, tras robar un auto, disparó a la mujer que lo conducía. Le había dado las llaves del carro, pero no contento con eso, la mató. ¿Por qué lo hiciste?, le pregunté. Porque si no la mato se hubiera comprado otro auto, me respondió. El odio de clase es bestial. Pero el odio a los policías sobrepasa todo”. Según él, nunca lleva la placa encima cuando va de civil. “Porque si me roban y se enteran que soy policía, me matan seguro”.

 

La favela que separa Ipanema de Copacabana se llama Morro de Cantagallo y es una de las más gentrificadas. Los hostales de mochileros ubicados en sus cuestas ofrecen visitas guiadas a sus callejones, donde podemos encontrar incluso un museo dedicado a la vida mísera de sus habitantes. De día estos cerros no ofrecen demasiados problemas. Caminarla de noche es otra historia: borrachos, mendigos drogados y pandillas de asaltadores y descuideros hacen de estas cuestas un lugar muy poco recomendable. Podemos decir lo mismo de la favela Babilonia, en el barrio de Leme (al lado norte de Copacabana), donde me quedé varado media tarde sin poder salir del hostal porque la policía tenía cortado el paso. “No se preocupen. Cerramos la calle porque hay guerra entre bandas, pero por la tarde podrán salir sin problemas”, señaló el agente con pasmosa normalidad. Todo quedó en una anécdota, pero el susto de los mochileros alojados tardará tiempo en ser olvidado. Más de uno acabó llorando de miedo.

 

A mediados de febrero el presidente de Brasil, Michel Temer, tomó la medida más extrema para contener la escalada de violencia: cedió al ejército el control de la ciudad y la policía hasta el 31 de diciembre. Hoy las calles de Rio están patrulladas por más de 17.000 agentes, más del doble que el año pasado. “Jamás había ocurrido algo así desde la dictadura”, me asegura Heres, militante izquierdista y simpatizante de Lula. “Es una medida política, una trampa,  y sus consecuencias son imprevisibles”.

 

No es el único en pensar así. La gran mayoría de los brasileños a los que entrevisté consideran que el Gobierno de Temer es autoritario y opinan que la destitución de Dilma fue un auténtico golpe de estado por parte de la derecha. El presidente parece empeñado en presentar a la prensa un estado salido de madre: “El crimen organizado casi se ha hecho con el control de Río de Janeiro. Es una metástasis que se esparce por el país y amenaza la tranquilidad de nuestro pueblo”, ha declarado para justificar el despliegue militar.

 

Debates a parte, los datos parecen darle la razón. En 2017 hubo casi seis mil tiroteos con 700 asesinados en la ciudad, según la plataforma Fogo Cruzado. Es decir, unas 16 balaceras por día. Sólo en el mes de enero de 2018 se contabilizaron 317 intercambios de fuego en la favela de Cidade de deus, al suroeste de la ciudad. Las cosas no parecen haber cambiado a mejor en las últimas décadas. La película de Meirelles y ‘Tropa de elite’ son ficción, pero siguen sucediendo día a día.

 

La Confederación Nacional de Comercio se queja de que los ingresos en turismo están cayendo en picado, sin embargo la oferta hotelera en la ciudad está colapsada. Y los precios por las nubes. Muchos taxistas y empleados de supermercados aseguran que son asaltados a punta de pistola por lo menos una vez al mes. Los brasileros en general se muestran muy precavidos y me piden a cada rato que no camine por ciertas zonas. Mi última noche de sábado en Rio me encuentro perdido a dos cuadras del Belmondo, un bar del céntrico barrio de Flamengo en el que he quedado con unos amigos cariocas. Ante la imposibilidad de orientarme, decido llamarles. “Cuelga el teléfono ahora mismo, métetelo en la entrepierna y toma el primer taxi que veas”, me responden. Al menos aquí los taxis sí son seguros, pienso.

 

Cuando este reportaje está a punto de publicarse me llega un video de una cámara de seguridad. Reconozco el bar Belmondo con la fecha del 3 de marzo de 2018. Uno asaltadores agreden a los meseros y a los comensales y les roban a punta de pistola. “Menos mal que no nos tocó a nosotros”, me escriben. 

 

El crepúsculo que se contempla desde la Pedra de Arpoador, en Ipanema, es uno de los más bellos y privilegiados del mundo. Los altísimos peñones Dois Irmãos coronan un paisaje idílico entre el lujoso barrio de Leblon y las empinadas favelas de Vidigal. Mar azul y espumoso, playa blanca, montaña escarpada, selva frondosa… Cómo dijo Stefan Zweig, enamorado confeso de Rio, la naturaleza aglomeró aquí la belleza del paisaje de países enteros. De pronto una nubecilla de smog asciende entre los desfiladeros y mancha el cielo límpido del atardecer carioca. “Mais tiroteios”, señala Fabiana con gesto de disgusto.

 

Las calles parecen blindadas, pero el humo del plomo ondea a cada rato entre los picos de la ciudad maravillosa.

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