Hace una generación, en Nueva York, el arte de la China continental gozó de un periodo de atención increíblemente largo, desde los años noventa hasta mediados de la década de 2000. Se debió a varias razones: la fascinación americana ante otra gran potencia, en especial una con una gran historia clásica; el interés en otras culturas (aunque fuese a un nivel superficial); y una curiosidad por el trabajo que realizaban los artistas chinos en la época, cuando se inspiraban en la práctica de la vanguardia estadounidense. Como ocurre tan a menudo en la reacción china a las influencias externas, la cultura china logró interiorizar lo que veía en las revistas de arte y experimentaba en Estados Unidos, solo que le daba un nuevo rostro. Aquí en Nueva York estábamos maravillados ante la sofisticación contemporánea y los verdaderos talentos de vanguardia que los artistas de Pekín y Shanghái trajeron a nuestra cultura. Los nombres más famosos que vienen enseguida a la cabeza son Cai Guo-Qiang, Xu Bing y Gu Wenda. Estos artistas recogieron de manera excelente las ideas estadounidenses. Xu Bing escribió su tesis de máster, cuando estudiaba en la escuela de posgrado de Pekín, sobre las series de repeticiones en la obra de Andy Warhol y, aunque no lo decían, estaban enormemente cautivados por la innovadora forma de hacer arte de Occidente.
Pero pasaba algo más también. Los chinos nunca tuvieron en realidad un periodo modernista. El arte europeo, y en concreto el arte francés de finales del siglo XIX, fueron importantes en las décadas de 1950 y 1960, cuando la imaginería occidental empezó a impregnar de energía su arte. La generación de Cai Guo-Qiang alcanzó su madurez en los ochenta, y produjo un arte realmente memorable, surgido en oposición al gobierno chino de la etapa posterior a Mao, que no tenía fama de hacer interpretaciones liberales del arte contemporáneo chino. Esto podría haber cambiado: la vida cultural es más libre ahora que China ha abrazado el capitalismo, aunque hay que seguir teniendo cuidado de no ofender a las autoridades; no hay más que ver las experiencias que ha sufrido el artista conceptual Ai Weiwei en los últimos diez años.
Sin embargo, en general, los chinos se han puesto a la par con la energía y están haciendo un trabajo muy potente, que incorpora los conocimientos de la tecnología al arte computacional, como ocurre en la extraordinaria muestra en la Fou Gallery de Liu Chang, una artista de la China continental formada en una disciplina de la alta tecnología llamada Programa de Telecomunicación Interactiva en la Universidad de Nueva York (ahora da clase en Shanghái). En su exposición, titulada The Light of Small Things (La luz de las pequeñas cosas), utiliza imaginería generada por ordenador y bellamente impresa por un estudio situado en un apartamento pequinés. Es notable en la muestra el uso de Liu de las pinturas termocromáticas, cuya receptividad a la temperatura varía en función de la estación que la imagen está ilustrando. La otra muestra, en la Ethan Cohen Fine Art, hace hincapié en la grandeza clásica de la pintura china con las obras caligráficas y pictóricas de Yu Hanyu, un pintor autodidacta afincado en Beijing. Este conjunto de obras, expuesto en el recién renovado espacio de exposiciones de Cohen en el DIA:Beacon, a una hora al norte de Nueva York, evoca, reinterpreta y reaviva la grandeza del arte chino, apreciable incluso antes de las dinastías Tang y Song, sus épocas de mayor esplendor.
Es cierto que Liu es una artista que trabaja con las tecnologías del momento, a pesar de que se retrotrae a la historia del arte chino para inspirarse, mientras que Yu es un tradicionalista, si bien se dedica plenamente a introducir energías contemporáneas en sus pinturas. Esta crítica se propone ver cómo se podrían vincular los enfoques de ambos artistas a una mirada que se conecta con la cultura ancestral de la que provienen, aunque sea fugazmente. Durante al menos dos décadas, los escritores occidentales intentaron determinar cómo era el arte chino –signifique eso lo que signifique–, especialmente a la luz de la interiorización de su idioma. Muchas de las grandes obras del arte chino, como El libro del cielo de Xu Bing, los acontecimientos con fuegos artificiales de Cai Guo-Qiang y las representaciones con vocación de perdurabilidad de Zhang Huan, fueron globales en sus implicaciones y específicamente chinas en su expresividad, a pesar de que sus esfuerzos se alineaban con la vanguardia, tanto la china como la occidental.
La década de 1980 fue una época excitante para estos artistas, que fueron la primera generación artística que alcanzó la madurez tras la revolución de Mao en 1949. Desde los extraordinarios y a menudo importantes esfuerzos de los ochenta, muchos de los cuales se produjeron poco antes de la matanza en la plaza de Tiananmén, que aplastó el movimiento democrático, el arte en China se ha dividido en dos campos: las obras que abrazan el internacionalismo cada vez más tecnologizado del actual mundo del arte, y las visiones, reinterpretadas, de la pretérita grandeza de la caligrafía y la pintura (y a veces la escultura) de China. Lo interesante de ambas exposiciones –y del arte chino en general– es la voluntad de los artistas chinos de reavivar la grandeza del pasado de formas que bien podrían ser intrínsecamente menores que aquellas a las que hacen referencia. Esto no es un fallo de los artistas: no pueden vivir como si estuviesen en plena dinastía Tang. Pero sí admiten el pasado. La exposición de Liu versa principalmente sobre las estaciones que, según la cultura china temprana, se dividían en veinticuatro partes, lo que requiere por tanto una comprensión diferente del cambio estacional en el clima, mientras que las pinturas de Yu introducen una franqueza y una abstracción que parecen provenir de los grandes avances de la abstracción en el siglo pasado –en la cultura occidental–, al tiempo que reconoce los logros del pasado de su propia cultura.
En consecuencia, observar la conexión de estos dos artistas con el pasado podría ser perfectamente la mejor forma de entender lo que hacen. No tenemos que ser unos expertos para apreciar o entender su obra, que funciona bastante bien a nivel contemporáneo. Pero sí hemos de ser conscientes de cómo el arte bebe de una cultura externa y anterior a nuestro tiempo, de forma que rinde un exquisito (y quizá también oculto) respeto a una percepción que sigue viva en la cultura china después de varios milenios: el amor a y la comprensión de la naturaleza. De hecho, la naturaleza ocupa un lugar central en la obra de ambos artistas; en el caso de Liu, podemos ver representaciones generales del clima y ejemplos específicos de flora, mientras que queda claro desde el principio que los impulsos de Yu están directamente relacionados con el legado natural del que hace tan brillante uso. En un momento en que aquí, en el mundo artístico de Nueva York, donde muchos jóvenes artistas estadounidenses se sienten obligados a hacer un arte que se niega a reconocer una influencia previa, parece imaginativamente inspirado que estos dos artistas utilicen precedentes que beben inevitablemente de su legado. Aunque el crítico de arte neoyorquino Arthur C. Danto dijo una verdad un punto profético, la de que el arte estaba acabado, también es cierto que el arte nunca ha muerto. Liu arcaíza la nueva tecnología para producir un arte que se experimenta como algo vivo en términos de imaginería, mientras que la ingeniosa presentación de idiomas consolidados solo se puede considerar contemporánea: una nueva forma de mirar (también receptiva al pasado) que prueba que el juicio de Danto era solo cierto en parte.
La Fou Gallery, el espacio dúplex del director Echo He en Brooklyn, alberga en la planta superior de techos altos la exposición que Liu presenta al público. Trata sobre las cuatro estaciones, aunque en las primeras concepciones chinas el año se dividía en veinticuatro periodos solares, cada uno de aproximadamente un mes y medio. Cada una de las cuatro paredes se ocupa de cada estación, con imágenes generadas por ordenador y, a veces, un vídeo que se escucha con auriculares. Las imágenes varían desde lo naturalista a lo abstracto y, asombrosamente, puesto que están generadas por ordenador, demuestran una sutileza lírica que muchos espectadores no habrían pensado que fuese posible en un arte producido de este modo. Podría ser difícil que una generación que no esté educada en o en sintonía con el arte desarrollado por cibermetodologías empatice inmediatamente con la exposición, pero la verdad es que es extraordinariamente poética, además de inteligente en grado sumo. A menudo, la tinta o la pintura utilizadas son sensibles a los cambios de temperatura, así que la primavera y el verano precisan de calidez –el calor de la mano– para cambiar la imagen o revelarla, mientras que el otoño y el invierno necesitan temperaturas más frías, como un pequeño paquete de hielo, para activar la imagen oculta a la vista. Los resultados de la creatividad de Liu, al haber sido impresos por el equipo –marido y mujer– que forma Happy Town, son exquisitos. La obra Xiao Man (2018) –se traduce como “lleno pequeño”– es una imagen muy elegante de tallos de color verde oscuro que ascienden y terminan en un follaje liso. El título de la serie completa es The Flow of Nature (El fluir de la naturaleza), y esta imagen, que corresponde a la primavera, no puede más que epatarnos con su sugerente belleza mientras que reconoce la inevitable fluidez del tiempo.
A la vez, hay que decir que la imagen está muy ligeramente mecanizada, lo que produce una decoratividad mecanizada, aquí y en toda la muestra. Esto es muy probablemente inevitable, ya que la imagen fue diseñada por ordenador; y también se puede responder que la decoración es una parte importante del arte chino, en especial desde la dinastía Ming. Le corresponde al público de Liu decidir si este enfoque fortalece o debilita el lirismo que se ha esforzado por producir. Otra imagen, Shuang Jiang (2018), que significa “claro y brillante”, es un estudio de gran tamaño y extraordinariamente detallado de un copo de nieve, cuyas regularidades estructurales y naturaleza fractal se realzan gracias a la construcción de la imagen mediante software. Esto no le resta belleza en absoluto; de hecho, es posible que el método de su factura la acentúe. Aunque es difícil situar la imagen dentro de una tradición específicamente china, sí podemos afirmar en general que la naturaleza ocupa un lugar destacado en el imaginario chino, y que hay una tradición de llamativa especificidad en la plasmación de la naturaleza en el arte chino. Eso es exactamente lo que encontramos aquí. Quizá es demasiado fácil criticar los orígenes mecánicos de la aparición del copo de nieve, cuyas sutilezas pueden ser exactas porque están generadas por ordenador, pero transmiten una visión intuitiva del tiempo meteorológico. Lo cierto es que, al final, la belleza del diseño de la imagen es tan fuerte que refuta cualquier comentario salvo el de la admiración.
Una de las impresiones más llamativas, una rosa con numerosas capas que se mueven hacia el centro, es sensible a la presión y al calor: se puede alterar la imagen, sobre un fondo gris oscuro, tocándola con la mano (vuelve a su forma y color originales si no se toca y la temperatura de la galería no es excesivamente alta). La idea de alterar temporalmente la imagen mediante el calor y/o la presión es fascinante; la capacidad de cambiar lo que vemos nos convierte a todos en artistas, aunque solo sea por un instante. Que el público de Liu pueda cambiar la imagen es un paso atípico en la colaboración consciente entre espectador y artista. Se podría criticar el procedimiento por ser efectista y mecánico, pero el cambio de color y forma provoca una sensación liberadora en la persona que lo instiga. En general, sin embargo, la imaginería es bella no porque podamos cambiarla, sino porque guarda relación con la naturaleza –con su inspiración– de manera radiante. Esta flor rosada, cuyo color se acentúa por el fondo azul grisáceo, es algo intrínsecamente bello que contemplar. Como todas las imágenes expuestas, su visión de un suceso similar en la naturaleza lo hace imaginísticamente específica en un sentido natural, y por lo tanto fortalece su realidad como imagen que se contempla. Esto ocurre con frecuencia en la muestra, cuyos cuadros presentan un mundo real de belleza profunda, a pesar de que el arte se ha creado de manera artificial. No podemos más que maravillarnos ante la fuerza de esa atracción y dejarnos llevar por la apuesta de Liu por el arte y la tecnología.
En cambio, las pinturas y la caligrafía de Yu son deliberadamente tradicionales, a pesar de que se nieguen a sucumbir a la reutilización del pasado. Yu no imita a los pintores y calígrafos reales que le precedieron, sino que sigue los preceptos generales de los legados de su cultura (recordemos, también, que existía dicha práctica en la dinastía Ming, hace más de quinientos años, cuando los pintores apelaban a los artistas a cuyo estilo se aproximaban, lo que hoy resultaría artificialmente arcaico). En cierto modo, ahora tenemos una situación similar en Nueva York –quizá “problema” sea la palabra más adecuada–, cuando las percepciones del expresionismo abstracto se repiten hasta el punto del absurdo. Pero esta situación es aún más extrema en el caso de la pintura con tinta china, que debe reconocer, si no interiorizar, miles de años de historia del arte. A veces, el logro del pasado es tan fuerte que engendra imitaciones que son grandes por derecho propio, aunque los artistas contemporáneos no alcancen el nivel de sus predecesores. Naturalmente, nadie tiene la culpa de esto; es una consecuencia del paso del tiempo y el declive que acompaña a la imitación en el arte. Igual que hoy tenemos en Nueva York a una pintora como Louise Fishman, cuyo trabajo es excelente pero sumamente similar a los expresionistas abstractos del siglo pasado, tenemos a Yu, un pintor muy interesante y con grandes logros, pero cuyo trabajo se apoya fuertemente en el pasado. De nuevo, no hay motivos para considerarlo una falla en los logros de Yu a causa de la situación: lo rodea –lo envuelve, en realidad–, de una forma imposible de eludir.
La obra de Yu en tinta y de gran tamaño titulada Snow and Frost as the Crystal Jade (2018) (Nieve y escarcha como el cristal de jade) muestra una serie de filas de líneas blancas onduladas que logran sugerir simultáneamente líneas rocosas y de escarcha. Aquí hay poca delicadeza; más bien, el espectador se enfrenta a los rasgos característicos de una composición fuerte, que demuestra la fortaleza del experimento, en vez de las reiteraciones del pasado. Visto como un artista visionario, Yu, afincado en Pekín, debe de conocer bien la escena artística de allí, pero dirige sistemáticamente la mirada al pasado, en lugar de imaginar un futuro aún no percibido. Así que el sentimiento que provoca Snow and Frost es maravillosamente contemporáneo, de formas que enfatizan la bravura de la naturaleza. Al observar las enormes grietas y líneas de cristales de hielo que conforman la composición, solo podemos presumir la medida en que Yu privilegia la naturaleza y su voluntad de asumir riesgos, en lo visual, con imaginerías que interiorizan el arte previo sin sucumbir a una imitación excesiva. La tradición pictórica china es tan fuerte, que su uso en el nuevo arte produce inevitablemente obras de gran energía, más que imágenes de reproducción majestuosa. Esta es la clave para entender y apreciar el poderoso arte de Yu. Otra pintura en tinta, anterior, cuyo título es Holy Landscape (2012) (Paisaje sagrado), se orienta hacia el retrato de las montañas y el agua que a menudo aparecen en el arte chino. Aquí, también, sentimos la energía que fluye en las montañas frente a nosotros, en mitad del cuadro; o las aguas, con olas regulares, en la parte derecha superior. Por encima de las aguas y las montañas, en la parte más alta del cuadro, unas nubes revolotean en el cielo. Produce una sensación cósmica, en sentido general, pero es también específico en su retrato de la naturaleza. Sabemos que la especificidad en el arte hace que la imagen tenga una mayor fuerza y profundidad, y Yu tiene el gran mérito de dominar el arte de la descripción particular, incluso cuando la imaginería descrita es enteramente un acto de la imaginación.
A veces, al escribir sobre arte se siente la necesidad no sólo de describir o explicar, sino simplemente de alabar. Yu anima este deseo porque es muy variado en su arte y porque se mantiene en el espacio que separa el pasado del presente (¡y el futuro!). Dadas las inmensas cifras de la población china de que disponemos ahora, y la concienzuda explotación de los rasgos naturales de China por su aplicación industrial, los espectadores de Yu tienen que colocarse en una posición de alabanza; es decir, que deben difuminar, hasta cierto punto, la creatividad del artista con la de un pasado que apenas se manifiesta en la vida contemporánea, una circunstancia que se entiende más fácilmente al alabar su habilidad para unir lo viejo con lo nuevo. También está la inusual comprensión de Yu de la naturaleza. Hoy, esta comprensión acarrea una carga política; la falta de rasgos naturales, o más bien su degradación activa, son producto de la implacable búsqueda del país del progreso. Pero es imposible culpar a nadie en concreto. Aún así, la dificultad de apuntar a una causa hace que la admiración de Yu por las escenas que pinta sean sumamente evocadoras, y también elegíacas. Al dar a conocer al público la imaginería de un paisaje indómito, hace referencia a un tiempo en el que el paisaje era el principal tema y fuente de metáforas para poetas y pintores.
Barren and Floating Clouds (2018) (Nubes estériles y flotantes) trata aparentemente de lo que dice el título: nubes elevadas entre altas montañas, aunque el agua sugerida en lo alto, en la composición horizontal, sitúa arbitrariamente la imagen general más cerca de la tierra. Por las pinceladas y la emoción, esta obra parece prima del extraordinario modernista estadounidense John Marin, famoso por sus estudios de paisajes terrestres y marítimos de Maine. Yu pinta aquí, como suele hacer, una escena enturbiada por la actividad. Las nubes y las rocas, el agua y los árboles, se combinan unos con otros, y construyen un enérgico lugar en movimiento. Las formas son mitad figurativas y mitad abstractas, y hacen hincapié en la creación de las marcas. El patrón general de la composición se puede interpretar fácilmente como una abstracción, aunque el título nos dirija a una visión figurativa de la escena. Es una pintura que late con una rápida actividad, que espera que su público complete sus energías con una mirada empática. La magnífica obra a tinta titulada Lonely Soul, Cold Mountain, and Freezing Rocks (2018) (Alma solitaria, montaña fría y rocas heladas) nos implica de manera similar, de modo que lo que parecen altos y finos árboles de hoja perenne sobre una cresta, iluminados por una luna parcialmente pintada, transmite la naturaleza de un modo melancólico. La composición es magnífica por su diseño irregular, que llena el vacío de formas que realzan la estructura de la naturaleza. Y sí: aquí también hay una sensación de enorme aislamiento, que podría ser la proyección emocional del propio artista o la consecuencia de la escena, intensamente descrita, de crestas montañosas, pinos y aguas. Yu tiene el gran don de identificar con fluidez lo que pinta, así que la soledad expresada en el título podría ser una fusión entre el sentimiento personal y la naturaleza que encarna ese sentimiento.
Hay una pieza caligráfica, de 2016, titulada Song Poetry (Poesía canción) en la que Yu luce su talento con el pincel. Aunque este crítico no sabe chino, era posible reconocer la libertad exuberante y desenfadada del estilo, con trazos gruesos y finos organizados en cortas filas verticales a lo largo del amplio horizonte del papel. Calligraphy 8, Tang Poetry (Caligrafía 8, poesía Tang) es aún más distendida en su presentación de pinceladas, que expresa la poesía de la dinastía Tang; la pieza casi parece un batiburrillo de pinceladas o parte de ellas, aunque los lectores chinos podrán seguramente leer el texto. La caligrafía ocupa un lugar mucho más central en las bellas artes chinas que la caligrafía occidental en las bellas artes occidentales, así que la inclusión de la obra caligráfica de Yu es importante, dado su contexto. En estos dos casos, Yu parece muy inspirado, no solo por la actividad en general, también por las pinceladas sueltas que forman los caracteres, desarrollados de forma muy libre. Sin duda, tanto en su caligrafía como en su pintura, Yu favorece una libertad imprecisa y expresiva en contraste con un vocabulario más conciso. Al mismo tiempo, el lenguaje de ambos tipos de obra no fluye de forma totalmente libre. El quid es, como siempre en las formas artísticas chinas y en la cultura en general, encontrar un terreno intermedio. La exuberancia de Yu está moderada y restringida por la historia del arte chino, aunque minimice ese aspecto de la influencia en su propia obra.
¿Cómo podemos resumir las contrastadas maneras de trabajar de dos artistas chinos contemporáneos sumamente fascinantes? Es igual de posible unirlos que separarlos en sus logros, que son muy notables, pero comparten poco entre sí, al margen del gran y único tema de la naturaleza. Liu es técnicamente experimental, una toma de postura que lleva a cabo utilizando de manera muy precisa el arte de alta tecnología. Yu se acerca a lo extravagante en su tratamiento de la tradición pictórica china, pero su traspaso de fronteras se ve restringido hasta cierto punto por la moderación de la historia a la que pertenece. Ambos artistas utilizan el pasado para hacer un comentario sobre el presente, y su valeroso intento de transformar y reutilizar el arte con el que crecieron resulta maravillosamente lírico en ambas muestras. El arte contemporáneo en Occidente no acarrea con el peso de una historia tan larga, pero también es cierto que los artistas occidentales se han acabado obsesionado tanto con la novedad como fin en sí mismo que podría interponerse en el camino de una verdadera creatividad. Ni Liu ni Yu son complacientes con el pasado, pero sí lo utilizan de forma extraordinaria. A diferencia de la actual vanguardia neoyorquina, ellos dejan claro que el pasado se puede utilizar muy bien si se emplea con moderación y contención, cualidades que caracterizan lo mejor de la cultura china. En un momento en el que estamos a punto de perdernos en la infinidad de inmediateces de una vanguardia que apenas lo parece, es plausiblemente mejor abrir los ojos a nuestras tradiciones que suprimirlas. Los chinos en general, y Liu y Yu en particular, hacen esto mejor que casi nadie más.
Liu Chang en la Fou Gallery y Yu HanYu en la Ethan Cohen Fine Art.
Jonathan Goodman es poeta y crítico de arte. Ha escrito artículos sobre el mundo del arte para publicaciones como Art in America, Sculpture y Art Asia Pacific entre otras. Enseña crítica del arte en el Pratt Institute de Nueva York. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Anselm Kiefer en el Met Breuer. Una nueva reflexión sobre Alemania y el olvido, Bian Hong: una reconsideración de la caligrafía china, Ileana Sonnabend y el ‘arte povera’ en la Lévy Gorvy Gallery, Harold Wortsman en la Arts Mora Gallery. El modernismo y su apogeo y Marcia Haufrecht o la confianza en el futuro de la pintura.
Traducción: Verónica Puertollano