Un buen bibliotecario, y mejor observador de especies singulares, me advierte del error: en la fachada de la Biblioteca Nacional anida una pareja de halcones (falco peregrinus) mientras que los cernícalos (falco tinnunculus) a los que aludíamos en la última entrada habitan en las instalaciones de la BNE en Alcalá de Henares, un ecosistema con características propias en el que vale la pena adentrarse.
A falta de lectores –poco más de mil durante todo el año pasado–, la sede de Alcalá presenta una interesante variedad faunística. Concebida como gran centro de préstamo interbibliotecario al modo de la British Library Lending Division, antes de su nacimiento hubo de cambiar su destino para paliar la endémica falta de espacio de la sede principal del Paseo de Recoletos y se convirtió en un inmenso depósito (custodia, según los últimos datos, 18 millones de documentos). Se proyectó a finales de los felices ochenta y en 1993 se inauguraron las tres primeras torres en la creencia de que se irían construyendo más a medida que se llenasen. En 2000 se terminaron otras dos, una de ellas parcialmente “robotizada”, lo que permite idas y venidas de ejemplares a gran velocidad y a gran altura, un espectáculo que hace las delicias de los niños y de las televisiones (previsores, los bibliotecarios guardan allí el llamado tercer ejemplar). En 2004 se abrió al público la sala de lectura y, por fin, en 2009 se inauguró la sexta y última torre que permite la edificabilidad de la parcela, lo que plantea un grave problema para el futuro asiento de nuestro acervo bibliográfico, problema que no parece estar entre las prioridades del ministro José Ignacio Wert.
La sede de Alcalá –antes conocida con el pomposo nombre de Centro de Acceso al Documento– está enclavada en el kilómetro 1,600 de la carretera de Alcalá a Meco, en mitad de la soledad sobrecogedora de un semidesierto polígono industrial y es frecuente la arribada de caravanas multicolores a las que hay que indicar que no es ahí, que la cárcel está ochocientos metros más allá. Sin embargo, es una delicia para la contemplación de especies del entorno del Henares: conejos –este año proliferan–, liebres, ovejas, gatos asilvestrados, ranas, sapos y unas serpientes –no son culebras– de hasta dos metros de longitud: en una ocasión se encontró un gazapo a medio digerir en el cadáver de una de ellas.
Hay memoria de un episodio digno de la mejor tradición del género que podríamos denominar intriga bibliotecaria, que tanta subliteratura ha despertado y que algún día habrá que abordar. Una fuentecilla a la entrada del recio edificio animó a algunos bibliotecarios a depositar allí peces de colores, colonia que creció enseguida con sucesivas aportaciones para solaz de los trabajadores desterrados y, según la tradición china, para atraer la buena suerte. Pero cuando alcanzaban la madurez, desaparecían inexorablemente, lo que hizo establecer un discreto sistema de vigilancia. Enseguida se desveló el misterio: una garza real daba buena cuenta de los inocentes peces de colores de un tamaño apetecible.
Mientras en el animalario alcalaíno eclosionan las más variopintas especies –excepto los lectores–, de la sede del Paseo de Recoletos (tengo que rectificar y reconocerlo) se han enseñoreado los halcones, alguno de los cuales revolotea entre los expertos convocados para tratar la “comunicación interna” pero no da los buenos días y mira por encima del hombro a los trabajadores de bajo rango. Los cernícalos, cuyas evoluciones se siguen con admiración tras las cristaleras tintadas de Alcalá, son discretos, laboriosos y tradicionales; los halcones, que pueden alcanzar en vuelo picado más de 300 kilómetros por hora, son altivos y voraces y siervos del poder establecido (véase el servicio de cetrería del fantasmal aeropuerto de Castellón).
Históricamente, los halcones surgieron en el Congreso de Estados Unidos como defensores a ultranza de la política belicista frente a los ingleses en la guerra de 1812, derrotando los planes conciliadores de las palomas. Aun cuando tenían una clara inferioridad militar lograron una victoria inapelable, basada más en la devastación europea de las campañas napoleónicas que en sus méritos en el campo de batalla, pero victoria al fin, que sentaba las bases del que se preparaba para ser un gran imperio. La dicotomía se ha seguido utilizando de forma recurrente en política –con especial fortuna en Israel– hasta que las corrientes neoliberales de finales del siglo XX terminaron para siempre con las palomas.
Como un presagio de los tiempos bibliotecarios venideros, en enero de 2011 un halcón desplegó sus alas majestuosas en la cúpula de la sala principal de lectura de la Library of Congress de Washington. Nadie supo cómo había llegado hasta allí y durante una semana voló a su antojo, disipando el tradicional sosiego del templo del saber. Bautizado con el nombre de Jefferson (en memoria de otro halcón, el que refundó con sus libros la biblioteca después de la guerra de 1812), fue finalmente capturado, aunque para ello hubo de utilizarse un método que estremece a los sufridos bibliotecarios: se le ofreció una pareja de estorninos como cebo vivo.
La sede de Alcalá de Henares de la Biblioteca Nacional.