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Felicidad conyugal

 

En casa de la Infanta ocurre lo mismo que en la de los Corleone, cuando los hombres hablan de un asunto de apuestas y Connie, la hermana, les interrumpe recordándoles que su padre nunca habla de negocios en la mesa. No imagina uno a doña Cristina silenciada por su marido: “Cristina, cierra la boca, ¿quieres?”, antes de que el Príncipe le recrimine: “¡Tú no tienes que hacerla callar! ¿Te enteras?”.

 

Pero el caso es que en Pedralbes no se hablaba de negocios, ni en la mesa, ni en el dormitorio, ni en la piscina, ni en la sauna, ni en el gimnasio, ni en la pista de tenis, ni en ninguna parte. A Tolstoi quizá esta costumbre le hubiera servido para completar su ‘Felicidad Conyugal’ o, más allá, para darse cuenta de que un retiro en el campo junto a la persona amada no era suficiente para tener una vida plena, y que había que añadirle un mutismo selectivo ideal, a juzgar por las sonrisas de la pareja en la puerta del juzgado.

 

En la familia Urdangarín-Borbón no solamente no hablan de negocios en casa como los Corleone, sino que también pasan por una existencia que en muchas circunstancias no les consta, y que se intuye que pudiera haber empezado, en lugar de con la gratuita adquisición de la alfombra de un amigo, con un ventajoso pago de seiscientos euros, a cambio de un informe de dos folios hecho por un sobrino documentado en el rincón del vago. De ahí a Noos, que hace las veces de Genco.

 

Quién más tarde firmaría como El duque empalmado, rúbrica reflejo de un auténtico Lobo de Zarzuela, y que, como el inmigrante siciliano de Puzo, también realizaría ofertas que nadie podía rechazar, llegó en un determinado momento a la Monarquía de forma contraria: a imagen y semejanza de como el Sueco Levov conquistó el corazón de los que le rodeaban. El atleta rubio, alto y fuerte, que, a diferencia del personaje de Philip Roth, creyó comprender los nuevos tiempos para, sin embargo, acabar en el mismo silo de inacción.

 

Tampoco le ve uno pateado en la calle, empapado por el agua de una boca de riego en mitad de una tarde de verano, antes de que el cuñado le expulse de la familia y le envíe a un coche donde le espera Clemenza; pero sí que se le imagina fuera, con la esposa devuelta al redil, como Connie; y al final de la historia, muy lejos, a un don Felipe anciano y enfermo, descolgándose en la silla con el ocaso y el honor de la familia repuesto.

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