Hoy, 10 de diciembre, es el cumpleaños de mi mamá. ¡Felices 63, madrecita!
Pensaba ayer en ella, a 9,000 kilómetros de distancia como estoy, y me dio la idea para esta columna-desahogo. Mi madre –Alejandra se llama, como mi hija mayor– nació en un minúsculo pueblo del Cerrato palentino, migró como migraron casi todos los de su generación, se instaló en un humilde barrio obrero de Vitoria-Gasteiz llamado Zaramaga, y ahí sigue todavía, viuda y con la pensión mínima que otorga el Estado español: seiscientos y pocos euros; unos 750 dólares, para que me entiendan los que me leen a este lado.
Esos $ 750 representan más del triple del salario mínimo que se gana en El Salvador en el sector ‘Comercio y servicios’, el mejor pagado; más de seis veces la cantidad que devenga alguien que se procura la vida en el sector agropecuario. Hablamos de un país cuyo sueldo promedio mensual es inferior a los $ 300 –digo: promedio, habiendo una élite con salarios que nada tienen que envidiar a los del primermundismo–, y hablamos de los sueldos de la economía formal, cuando la informalidad es regla.
—Sí, pero en Sudamérica [es donde suelen creer que está El Salvador] la vida es mucho más barata [como todo esto lo he hablado docenas de veces allá, infiero que algún lector avispado lo estará pensando].
—Pues no, compa.
Esta mañana me tomé la molestia de anotar precios de productos básicos a la venta en el Súper Selectos, la cadena de supermercados local más poderosa, y luego me puse a ajustar libras-kilos, galones-litros y dólares-euros. Este es el resultado:
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Un kilo de arroz (marca blanca) cuesta en El Salvador € 1.10.
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Un kilo de azúcar, € 0.66.
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Una docena de huevos, € 1.32.
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Un kilo de patatas, € 1.58.
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Un kilo de cebollas, € 1.98.
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Un litro de aceite de girasol (en oferta), € 2.02.
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Un litro de leche (también en oferta), € 1.09.
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Y cuatro yogures de sabores cuestan € 1.58.
Es cierto que si uno va a los mercados o compra en los puestos de la calle, los precios de los productos más básicos son algo más cómodos, y que el alquiler de la vivienda es inferior (por la casa en la que yo vivo, tres habitaciones, pago € 325 al mes), pero para nada se justifica ese pensamiento tan extendido en las Europas de que ‘en el tercermundismo ganan poco pero la vida cuesta menos’. Les aseguro que eso no aplica en Centroamérica.
A esto añadan que si mi santa madre se enferma, existe una sanidad pública de calidad que la atiende gratis, y que sus cuatro hijos tuvieron una educación pública de calidad, también gratuita; yo estudié Periodismo gracias a las becas y las exenciones que el Gobierno vasco concede. Acá, en El Salvador, la salud y la educación públicas –es un decir, siempre hay pagos que hacer– se diseñan para que el sector privado luzca como el único depositario de la dignidad.
En definitiva; se mire por donde se mire, mi madre, con su pensión mínima, es una privilegiada entre los 7,000 millones de personas que compartimos este planeta.
—¿Significa eso que hay que callar ante los recortes, bajar la cabeza y dar gracias?
—Todo lo contrario.
—¿Entonces por qué nos estás aburriendo con esta retahíla?
—Porque me consta que la mayoría de personas allá, por mucho que pasen sus vacaciones en Palestina, Guatemala o Kenia, vean documentales de pobrezas lejanas en La 2, o incluso colaboren con el entramado oenegero sobre el que se sostiene la ‘industria de la solidaridad’, no tienen la más mínima idea de lo afortunadas que son por vivir en un Estado de bienestar consolidado; no tienen ni idea de lo que mucho que podrían perder.
—Vaya, listillo, ¿algo más?
—Tampoco estaría de más que esa solidaridad con la que a muchos ‘progres’ se les llena la boca empezaran a practicarla con una visión de la humanidad más incluyente. La verdad, cuando se conocen las condiciones en las que viven 4,000 o 5,000 millones de seres humanos, algunos de los lamentos más vociferados en el primermundismo suenan tan triviales que devienen ofensivos.
Lo dicho, madre: ¡Felicidades!