Trato a mi gata Mari Francis como si de un ser humano se tratara. Conversaciones profundas que en sí son monólogos interrumpidos por sus maullidos acordes; abrazos donde ella, para poder librarse de mí, comienza a chuparme la zona de mi cuerpo más cercana a su lengua; y siestas post-desayuno –la nueva modalidad– en donde perecemos, el uno sobre el otro, por espacio de, al menos, dos horas. Por lo que, a punto de cumplir un año de vida, puedo decir que entre Mari Francis y yo existe una compleja relación felinohumana. Zoofílicos viciosos, absténganse de continuar leyendo.
Pues bien, hace un par de semanas conocí a una china de Nanning que por razones que no vienen al caso quiso quedar conmigo. La primera cita, en mi restaurante, repleto en un mediodía de sábado, se redujo a una paella de verduras mechada con una botella de vino tinto; además la más barata, por si acaso se le elevaba el paladar, clave para que se hubiera desfondado mi bolsillo. Risas, caricias contenidas, y toda esa distancia inicial que gastan las chinas. Mimi –solté un “Dios me libre” nada más presentarnos el uno al otro– me remitía a una siguiente cita donde ya veríamos si la cosa iría a mejor o a peor.
Pues bien, la segunda cita llegó. La organizamos tres días después, en un martes lluvioso, en otro mediodía que esta vez era hipnótico: entre semana no abro para comer, sólo para cenar, por lo que nos encontramos a solas por primera vez desde que nos conocimos. Y bien, ¿qué ocurrió? Pues que intentando ablandar el turrón caí en la cuenta de que ya estoy cansado de tocar el violín. Y en un momento de la retahíla de falsedades –conquistar, como gobernar, es una eterna mentira– llamé a Mari Francis por su nombre –que así se llama mi gata– cuando caí en la cuenta de que Mimi tenía nombre de gato y mi gata de persona. Habíamos quedado para comer –o quién sabe si para acostarnos– y en un subidón de adrenalina impropio de un tipo de 41 años le dije que ya no podíamos comer por un problema de índole privado.
Y allí que se fue Mimi, presumiblemente cariacontecida. Aunque sólo pueda suponerlo ya que al marcharse sólo le veía su espalda, que fue cuando agarré a Mari Francis y la besé en los morros. Luego me calenté un pisto manchego y descorché un tinto de Álvaro Palacios. Cuando me quise dar cuenta, que fue al despertar de la siesta en el sofá que en teoría iba a ser el nido de amor con Mimi, encontré un mensaje en mi móvil que llevaba un par de horas aparcado: “Me siento utilizada”; era Mimi. Luego la borré de la agenda y volví a besar a Mari Francis, que con el delirio de la post-siesta, donde el aliento y la poca costumbre a dormir de día y tan tarde me dejan algo más que perdido, casi la mando a la ducha para pasar a penetrarla.
Tres días después, que es cuando escribo este texto, me encuentro en casa de un amigo –si se puede considerar amigo a un tipo al que he visto siete veces en un año– revolviendo sus cajones. Él vive en Vientián, la capital de Laos, a la que me he acercado por asuntos precisamente no menores. De esto se sabrá cuando se pueda. Pero bueno, a lo que iba, que en su casa –que en realidad es una mansión a las afueras de la capital laosiana, frente a un campo de arroces eternamente encharcado por culpa de un monzón que en Laos es menos violento que en Phnom Penh– me encuentro casi como en la mía si no fuera porque él volverá esta noche y yo perderé el título inventado de dueño absoluto de todo lo que les cuento. Que como diría un agente inmobiliario serían algo así como: cientos de metros cuadrados divididos en dos plantas, con una amplia cocina, tres habitaciones con tres baños, escaleras señoriales, un piano correcto, aires acondicionados en cada espacio a enfriar, y unas vistas primorosas.
Pero a mí lo que realmente me atrae de las casas que penetro por primera vez son qué guardan sus neveras y especialmente sus cajones. La nevera de mi amigo, como casi todas las que abro cada vez que visito una casa, desprovista de los asuntos básicos para poder sobrevivir en caso de toque de queda. Porque en este mundo paria el botiquín que nunca se usa anda más completo que el frigorífico, al que maltratamos violándole con yogures bio, verduras corrompidas por el tiempo pasado sin haber sido utilizadas, latas de refrescos entre azucarados y mortíferos, y toda esa retahíla de basura a la moda, donde si uno fuera decente consigo mismo acabaría o tirándose por el balcón o directamente, descuartizándose, y metiéndose en el congelador, donde, además, encontré una botella de agua congelada y una lata de leche de coco tailandesa que nunca sospechó su productor que iría a acabar en el congelador de una casa de Laos a cargo de un expatriado occidental.
Y los cajones, primorosos, aunque casi todos vacíos, rellenos de carcoma, apestando a nuevos, y con menos contenido que el cerebro de uno de esos que se pasa doce horas diarias atrapado en la pantalla táctil del teléfono no ya inteligente, sino bastante más inteligente que su usuario. Porque rebuscar entre papeles que no sabes ni qué dicen, en una casa ajena, es uno de esos momentos de tensión que se me quedaron grabados en tiempos adolescentes: cuando TVE o el UHF expulsaban vida en colores que en vez de en Marte acontecía en Hollywood y alrededores: el sueño lacayo de cualquiera del extrarradio.
Cuando era infante, y mientras jugaba al escondite en casa de un amigo de clase, cometí el acierto de esconderme en la habitación de sus padres, que daba mucho más respeto que la de los míos, por tanto merodearla. De aquella salí crecido, cuando mientras esperaba a que pillaran a otro abrí uno de los cajones de la mesita de noche encontrándome con una revista que en su portada mostraba, y a todo color, a una señora comiendo los excrementos que le salían por el culo a un señor. En aquellos años no escribía ni en clase, que si no… Tampoco supe si habría necesitado a un psiquiatra. Porque a partir de ese día, y cada vez que defecaba, intentaba encontrar una explicación a una anécdota que fue imposible esparcir entre el resto de compañeros de clase. Además de que no existía internet.
Luego llegó el dueño de la casa laosiana, que me acogía de manera señorial, que fue cuando le dije que su vida era monótona.
–¿Y por qué?
–Porque entre lo que tienes en tu frigorífico y en tus cajones dan ganas de salir corriendo.
Se me quedó mirando, entre extrañado y molesto, que fue en el exacto momento que decidí descorchar una botella de vino. Porque yo, sin descorchar, sería mucho menos de la mitad de lo que actualmente soy.
Joaquín Campos, 25/07/15, Vientián.
Comentario para comenzar mis intervenciones presentando libro.
–Hola, buenas tardes. ¿Han comprado ya el pan?
–(Murmullos)
–Se lo digo porque a partir de ya va a subir.