Lo escribió Wilfredo Paretto: «la historia es el cementerio de las aristocracias”. Lo dijo en clase Félix Pons y nunca se me ha olvidado. Luego puntualizó: “Paretto era un historiador fascista y la frase es reduccionista”. No dijo nada más. Ese era el profesor Félix Pons en una asignatura –Derecho Político– donde sus alumnos aprendimos democracia mientras la dictadura daba sus últimos coletazos y la democracia era una aspiración noble. La de las ideas y la de sus aplicaciones jurídicas. La primera parte –las ideas– la daba el periodista Andrés Ferret, con sus camisas de seda, el rostro encendido y la palabra apasionada. La segunda, su aplicación jurídica, la daba Félix Pons, de traje gris, discurso monocorde y una parquedad gestual que no le permitía ir más allá de alzar las cejas y poner cara de sorprendido ante cualquier anomalía. Era su forma de ganar tiempo y en ella se encerraba su particular sentido de la ironía, es decir, de paradoja inteligente y distanciamiento práctico. Porque el profesor Félix Pons –hablo del curso 73/74– necesitaba de cierta distancia en su relación con el mundo. Y esa distancia tenía que ver con la timidez, pero también con la educación y con el respeto. Hacia sí mismo y hacia los demás. Educación y respeto, que son imprescindibles bases civiles de la democracia. Que siguen siéndolo aunque ahora apenas se vislumbren.
Después de sus clases llegó esa democracia. La real: el sistema político, no su teoría, y Félix Pons dejó de ser profesor para pasar a ser uno de sus representantes más destacados. Primero en casa, derrotado electoralmente por políticos de nuevo cuño para los que la democracia era un medio coyuntural de poder, no necesariamente un fin en sí misma. Después, en el Ministerio de Administraciones Territoriales del gobierno de Felipe González. Luego, en la Presidencia del Congreso de los diputados, convertido en la tercera autoridad del Estado. Ahí se produjo una metamorfosis. Su rostro adquirió un aire radiante, pariente de la felicidad. El traje gris fue sustituido por cierto colorido –discreto siempre, pero algo más iluminado en corbatas y tejidos– y un estilo personal exento de rigidez. La ironía fugaz, que no abandonó, se vio veteada de un humor más abierto, ya sin necesidad de distancia pero igualmente respetuoso. No necesitaba ganar tiempo: era dueño del suyo, como lo es un hombre cuando lo es del todo. Tanto que hasta le vimos fotografiado sobre una plancha de windsurf en aguas de Portals. Madrid -como a Maura- le sentó estupendamente bien.
Mossén Llorenç Riber decía que el mallorquín es un ave con las alas demasiado grandes para su nido -lo que le produce torpeza de movimientos en su medio-, pero que si se le dan espacios abiertos, su vuelo alcanza cotas muy altas y es plácido y majestuoso. Algo así decía Riber y Félix Pons había leído a Riber. Como había leído toda la literatura mallorquina, con la que estaba entroncado familiarmente. En los 60 fue una de las voces de las Rondaies radiadas por F de B. Moll en Radio Popular: los de mi generación las escuchábamos de niños sin saber que una de esas voces era él. Le apasionaban el pensamiento político y la novela norteamericana, se adentraba en el ensayo científico y te sorprendía con una finta que relacionaba a Nabokov con un pequeño detalle villalonguiano. La verdad es que ninguno de los que le conocimos imaginábamos que pudiera irse tan pronto: tenía madera para llegar a ser uno de esos ancianos de la tribu a los que se acude a pedir consejo por su sabiduría y buen criterio. Sabiduría y buen criterio que eran de dominio público sin necesidad de ser anciano. La verdad es que cualquiera de los que le conocimos es hoy más huérfano que ayer: saber de su presencia era un consuelo en medio de todo lo que no nos gusta de la política de ahora. Pero pese a su autoridad moral –que la tuvo siempre–, pese a su triunfo político, pese a su carácter de hombre que supo hacer consigo lo que debía hacer, hay una parte de Félix Pons que la sociedad mallorquina no pudo disfrutar nunca. Un déficit que ha marcado –parece que irreversiblemente– la vida pública.
¿Qué hubiera sido de la democracia autonómica de haber ganado él las elecciones? ¿Dónde estaríamos ahora? ¿Qué clase de sociedad seríamos? ¿Qué habría sido de nuestra vida pública con Félix Pons de presidente autonómico y Jeroni Albertí primero, y Gabriel Cañellas después, en la oposición? No hablo de partidos, no voy por ahí; hablo de Félix Pons. Hablo de sentido cívico, honestidad, ausencia de intereses privados, concepción cristiana de la vida, conocimiento de las reglas más nobles del juego democrático, visión urbana del mundo sin olvidar la tierra de donde se es… Hablo de una Mallorca democrática que no llegó a ser como hubiera podido ser. No al menos como nos enseñaron él y Ferret, juntos de nuevo ahora, sin asignaturas que valgan, ni alumnos impertinentes como lo éramos algunos de nosotros por pura juventud. Que su benéfica sombra siga protegiéndonos a todos los que creímos en aquello que nos enseñaron. Esta era la misión de los dioses lares; la nuestra es recordarlos y más aún en tiempos desbaratados.
La última vez que comimos juntos -Ramón Aguiló era el tercer comensal- nos habló de su padre y del aprecio que le tomó uno de los policías franquistas que lo vigilaban en su destierro canario. Él tuvo, en cierto modo, que sustituirlo en casa y la sombra del padre –y también aquí digo sombra en sentido contrario a la oscuridad– fue como una parte de su destino. Félix Pons Irazazábal hizo todo lo que Félix Pons Marqués –político democristiano en tiempos del franquismo– no pudo hacer: ésta era una idea –cierta o no– que te venía a la cabeza cuando estabas con él. Recuerdo ahora que aquel día también hablamos de Saúl Bellow y de nuestra preferencia por Mort de dama sobre Bearn. Cuando escribí En la ciudad sumergida, pensé en él y eché mano de la frase de Paretto que nos había enseñado en clase, para el capítulo dedicado a la nobleza local. No pude llegar a decírselo, pero sé que lo supo.