Home Mientras tanto Feliz 2014

Feliz 2014

 

Como la Nochebuena planteé la Nochevieja como otro día cualquiera, en un país sin reminiscencias cristianas y que celebrará su próximo año nuevo allá por el próximo abril. Los calendarios, como los idiomas y los enchufes, siguen sin ser unificados para placer de una población mundial que se gasta demasiado en fiestas, academias de idiomas y adaptadores. Curiosamente lo que sí es inamovible es la factura de la luz, que crece más que la esperanza de vida, y eso de meter gasolina a unos coches que siguen siendo, por mucho que los filósofos nos intentaran ayudar en un pasado ya remoto con advertencias que nunca calaron, los juguetes de unos adultos que nunca llegaremos a ser.

 

Me tomé las doce uvas a las seis de la madrugada, que aquí ya son de la mañana porque la luz ya atravesaba mis cortinas, por esa ridiculez de vivir, a veces, y sobre todo en estos días tan trasnochados, tan cerca de una España que si no me queda tan lejos es por culpa de internet, la globalización, el idioma y esa parte decreciente de cooperantes que en nombre de la izquierda dan lecciones de vida sorprendentes si tenemos en cuenta que los que las reciben –generalmente el pueblo camboyano– no entiende de posturas sino de billetes. Que aquí abre Botín un banco y se forra.

 

Y lo que decía, que a eso de las seis, borracho como dos cubas, me tendí en el sofá con un plato colmado por una docena de uvas chilenas mientras la pantalla de mi portátil, que estaba conectado a Radio Exterior de España, emitía unas campanadas absolutamente previsibles. Porque en estos momentos históricos navideños, cuando nadie se espera más que el mensaje del Rey y un carnaval televisado de varietés y horteras, deberían producirse cambios drásticos; algo así como tsunamis en la Puerta del Sol o la caída por error de una bomba atómica en Murcia que transportaba un obsoleto avión americano con matrícula de la base de Rota.

 

Adormecido y exhausto, recibí el tono de un mensaje en mi móvil, hecho éste que me hizo saltar del sofá como si en vez de irme a dormir tuviera que largarme a trabajar. Y así fue. Porque Donatas, aquel lituano con problemas de adaptación al medio, si es que no somos el resto los que tenemos problemas de adaptación a este mundo con medida, requería de mis servicios que aunque fueron en principio advertidos de que no podrían ser al final fueron contratados.

 

–Una nigeriana, Aspersor. Y su hermana. Ven rápido. Doce botellas de Taittinger, que espero sea de tu agrado.

 

Taittinger es uno de mis champanes favoritos; lo que pasa es que si te lo ofrecen en esas cantidades sueles hacerte preguntas parecidas a las que te harías si tu pareja te exigiera estar las veinticuatro horas del día contigo, incluyendo visitas a baños cuando defecas, a bares cuando espera turno en la tragaperras, y cuando te conectas a internet con ánimos aliviadores. Pero bueno, tampoco me lo debí pensar mucho ya que antes de renunciar estaba subido en un tuk-tuk con dirección a su casa. Creo que por primera vez desde que resido en este país el aire, y sobre todo el que aún es medio fresco del amanecer, no olía a lo de siempre, ya que aquellas nigerianas imaginarias turbaron mi cerebro hasta tal punto que modificaron mi olfato. Aunque debo reconocer que tras mi primera visita a Donatas era receloso de aquella segunda llamada que pudo haberse realizado nuevamente bajo los efectos de las mayores cantidades de alcohol y drogas jamás narradas. Y acerté. Y digo si acerté.

 

–Donatas, no. Que no es que sea supersticioso pero quiero empezar el año de otra forma.

 

–¿Es que no te parece mejor forma de hacerlo que follándote a dos nigerianas mientras yo me masturbo?

 

–Hombre, la verdad es que hay maneras más apacibles.

 

–Te estoy invitando al mejor champán, a cocaína, a tirarte a dos nigerianas y te he prometido doscientos dólares.

 

–La oferta pierde su suculencia en el momento en el que sé que saltarás sobre mí espalda.

 

–Átame al pomo de la puerta. Tengo cadenas.

 

Fue recordar que tenía cadenas y aquello tomó otra nueva dimensión; que antes de que me diera cuenta las dos nigerianas estaban atadas entre sí mientras yo contaba los segundos para que la policía secreta tirara la puerta abajo y nos detuviera no por depravados sino por secuestradores. Mientras intentaba bajarle el nivel de vicio saque otros temas a relucir.

 

–¿Y tu mujer? ¿Y tus hijos? ¿Cómo es que estás aquí pasando las navidades y no en Lituania?

 

–Llegué esta mañana. Tantos días con ellos me enferman. Y mira que los quiero.

 

Una de las nigerianas, a la que le brillaba más la piel, pidió explicaciones.

 

–¿Cuánto tiempo debemos estar encadenadas? Es que sufro claustrofobia.

 

Y Donatas, poeta del asfalto, casi provoca una riada de sangre: aquella que generan los que en pleno jet-lag tras un extraño vuelo Vilnius-Phnom Penh y puestos hasta las cejas de la cosa colombiana, se meten entre pecho y espalda un par de botellas de champán y catorce chupitos de vodka. Sus ojos incrustados en sangre advertían de lo que se nos podía venir encima. Y entonces, medié.

 

–Donatas, amigo. Estate tranquilo. Si tiene claustrofobia las soltamos. Debemos ser todos felices, no sólo nosotros.

 

–Ya, pero yo soy el que pago y el que pone la casa. Y ellas y tú os dedicáis a esto.

 

–Ya, pero te repito que si no hay buen rollo lo pasaremos todos mal.

 

–¿Y quién te ha dicho que yo no disfruto viendo sufrir a las personas?

 

Aquella frase de Donatas sonó a manotazo, a colleja y a garrote vil. A secuestro premeditado y descenso a unos sótanos donde pasaríamos años hasta reproducirnos entre nosotros mismos, viviendo como cobayas y no pudiendo leer más que la mente de la que tuviera enfrente. Me vi bebiéndome mi propia orina, desahuciado por una sociedad que no busca a parias que se han hecho prostitutos en el culo del mundo, con mis padres amputándose sus jubilaciones por dar con mi paradero, cuando nadie podría pensar que iba a estar en manos de un empleado de la ONU con desviaciones poco medicables que creció en un puerto del este de Europa cargando y descargando lo que esparcían las grúas.

 

Donatas, por supuesto, colaboró con la asociación mundial de cardiólogos, metiéndose entre pecho y espalda dos raciones de Cialis como el que se calza dos pictolines. Su cara, fuera de toda guía de gestos, apuntaba tan alto que llegué a plantearme una huida por la puerta de atrás. Pero antes de satisfacer al resto de mi vida me vi en la obligación de desatar a las hermanas nigerianas: una, la del curioso brillo en su piel, agonizaba; y a la otra, Donatas, le hurgaba su sexo con una botella de champán recién descorchada. No sé Donatas a qué puesto llegará en esta fatídica ONU pero no me imagino a Kofi Annan o a Ban Ki-moon vestidos con tanga y corpiños mientras se introducen en un jacuzzi hasta los bordes de tinto de verano, habiendo perdido el sentido de la realidad que casi nunca está dentro de esas oficinas de la ONU donde su personal es adiestrado para salvar al mundo cuando Superman era ficción y a sabiendas de que cuando se bajó al mundo de los mortales se quedó tetrapléjico y hasta palmó.

 

–¡Déjame que se la meta antes de que se marche! –gritaba un Donatas al borde de la repatriación cadavérica a Lituania sino apuntando maneras para ser detenido por un par de equipos de Geos.

 

–¡Por favor, Donatas! ¡Déjala marchar!

 

En menos de sesenta segundos el vilo de la situación tornó en el mayor silencio jamás escuchado; porque cuando aquellas puertas se cerraron, dejando tras de sí a esas dos putas nigerianas que decían ser hermanas, Donatas rompió a llorar y yo me abrí un agua con gas Paradiso que aunque picara en la garganta al pasar me lo bebí de un tirón. Tras la desbandada negra quedaban diversas posibilidades a cual más peligrosa: la primera –que era la evidente y probable– que o las nigerianas o algún vecino, aterrado por el griterío femenino mucho más que ensordecedor, hubiera llamado a la policía; la segunda, que Donatas, que en esos mismos instantes lloraba a moco tendido, hubiera sentido una sensación irrefrenable de apuntalarme por las razones que te ofrecen dos Cialis a capón; y para terminar, que por tanto ajetreo, droga, vasodilatador y champán a espuertas, alguien hubiera caído fulminado por un buen infarto. Nada de esto se produjo y yo intenté marcharme no sin antes cobrar esos doscientos dólares que se introdujeron en mi bolsillo gracias a la deformación física de un Donatas que hasta temblaba.

 

–No me dejes Aspersor, no me dejes. Que no he podido empezar el año de peor manera.

 

–Qué va Donatas, si lo has empezado con mucha suerte. Créeme. Yo hace diez minutos nos veía o muertos o encarcelados hasta el nuevo siglo.

 

–¿Qué va a ser de mí?

 

Cerré la puerta que todavía olía tras de sí a nigeriana asustada. El ascensor, apestaba a lo mismo. Ya en la calle soñé con una de esas posibilidades que rara vez se producen; de hecho muchas más veces a lo largo de mi vida había soñado con ser Superman: que la ONU me nombrara algo en algún país que ustedes elijan, siempre bien lejos, en una perfecta media aritmética de tu dulce hogar y de cualquier atisbo de primermundismo. No sé, ¿sería capaz de reconducir mi vicios insolubles? ¿Cómo aceptaría mi cuenta corriente nóminas de ocho mil eurazos? ¿Poseería, al fin, armario climatizado con capacidad para doscientas botellas de los mejores caldos del mundo?

 

Antes de caer rendido, porque soñar despierto te aporta un nivel de depresión inigualable –entre otras cosas porque el sueño dormido se esfuma a las primeras de cambio pero el sueño despierto te persigue hasta tu muerte–, me abrí un Gran Coronas que me dejó la boca como la seda. Serían las once de la mañana del primer día de un 2014 que se presenta venturoso, y en el que me acordé de ese par de hermanas nigerianas que nunca olisquearon que de la mezcolanza de un lituano diplomático, un español prostituto y una festividad navideña iban a salir escopetadas pensando en qué mal debe estar Nigeria para que nos hayamos venido a Camboya a padecer este tipo de dramas. El Cabernet Sauvignon me supo mejor que cualquier desayuno. Aunque me prometí no repetirlo durante el resto del año. Y apagué el teléfono, no sin antes borrar de la agenda el número de un Donatas del que me temía lo peor. Luego concilié el sueño. Y si soñé, ni me acuerdo.

 

 

Joaquín Campos, 28/12/13, Phnom Penh.

Salir de la versión móvil