Home Acordeón ¿Qué hacer? Feminismos polifónicos: a vueltas con la violencia sexual

Feminismos polifónicos: a vueltas con la violencia sexual

Llevamos varias semanas con banderas feministas desplegadas, lemas que se agitan con pancartas, alguna dosis de atención mediática y un descubrimiento súbito de que la violencia de género (tal como está tipificada en nuestro país) no es la única violencia de la que deberíamos ocuparnos. En todo caso, aunque hay de trasfondo un runrún clamoroso de malestar y de objetivos comunes, lo cierto es que detecto discrepancia en las sensibilidades y no digamos en los códigos.

 

Y quizá no haya consenso porque se detecta un exceso de debate sobre la base de los derechos (que ya se ha convertido en una distorsión ante tanto derecho sobrevenido) y muy poco sobre la dignidad. Porque la violencia, a la par que daña el cuerpo, la mente, la propia vida… atenta sobre todo contra la dignidad. Una distinción técnica necesaria: la dignidad atañe a la esencia de toda condición humana. Los derechos son una estructura montada sobre esa base para proteger y garantizar algo que no necesariamente es la propia dignidad. La humillación, por poner un ejemplo, es una herida profunda en el rostro de la dignidad. Por ello deberíamos devolver el debate al terreno filosófico, ético.

Uno de los problemas a la hora de sincronizar debates y sensibilidades es que una consigna transfundida en los fluidos sociales por procedimientos tales como la repetición o la altisonancia, no se convierte en verdad. Todo lo más en dogma de fe. Tampoco ayudan los linchamientos indiscriminados en nombre de una justicia universal, poética e histórica contra ese ser difuso y de contornos mal definidos que se ha dado en llamar heteropatriarcado: es como matar moscas a cañonazos.

 

En esto, como en casi todo en nuestra sociedad, nos sobran opinadores y nos faltan analistas. Porque si no llega un momento en que nos aturde el ruido o zumbido permanente de las opiniones que se vierten en millones de gigabytes en las redes sociales, donde predominan las subjetividades heridas y airadas y la palabra afilada en la zona más oscura de la conciencia. Las opinadoras señalan enemigos, los marcan. Las analistas indagan en las causas y proponen soluciones.

 

Otro de los problemas del debate tiene que ver con la naturaleza misma de sus contenidos. Cuando se creó la ley de la violencia de género se privilegió a las víctimas de violencia a manos de sus parejas o ex parejas, y dejó fuera de ese contorno jurídico y emocional a las víctimas de asesinos anónimos, de depredadores sin escrúpulos y espontáneos, de matones organizados que entienden el ataque sexual como parte de sus entretenimientos colectivos. Entre otros. En 2002 se creó en RTVE un manual, en el que fui partícipe, de cómo tratar mediáticamente los casos de violencia de género. Ante mi estupor por que se dejaran de lado los acosos sexuales en los lugares de trabajo, las violaciones perpetradas por desconocidos, etcétera, se me objetó que lo importante era la violencia doméstica. Y de esos polvos estos lodos: un caso como el de Diana Quer queda fuera de la cuadratura de ese círculo. En su defecto, se va en busca de la agresión sexual. Y sin embargo, desde un sentido etimológico, rapto y violación van de la mano (en inglés, de hecho, todavía se aúnan en un mismo término: “rape”). El rapto es, por sí mismo, de naturaleza sexual, con independencia de que haya o no penetración.

Yo fui (de)formada en los análisis que se vinieron haciendo desde finales de la década de los 80, años en que la fórmula “crimen pasional” compraba conformidad, silencios y complicidades, porque lo privado era lo privado, y si un varón se excedía hasta cometer un asesinato había que cuestionar a la víctima, propiedad inalienable del agresor. Además, se entendía que actuar en nombre del amor era humano y se convertía en un eximente sentimental y obligado. El acoso sexual en esos años no aparecía ni por asomo. Baste recordar que es en 1989 cuando la prensa española recoge el primer caso de acoso sexual en el lugar de trabajo, y si fue noticia es porque el juez se despachaba a gusto diciendo que la chica llevaba minifalda y que por lo tanto se lo había buscado. Poco importaba que fuera menor (en esos años ni se contemplaba; solo su categoría laboral: empleada subordinada). Tampoco importaba que la agresión fuera doble porque resulta que su indefensión también lo era. La feministas Sue Wise y Liz Stanley hablaban de los “Romeos de oficina”: esos jefes turbios que, bajo la máscara de la cercanía, usan su prepotencia y su superioridad para consumar el abuso. La víctima en general calla, por vergüenza o por miedo a perder el trabajo. Además, desde el olimpo de las jerarquías… ¿quién tendría más credibilidad en una sociedad todavía escandalosamente sensible a la autoridad, al privilegio, al poder y, en general, a todo aquello que relumbra?

 

Y ya que estoy “mirando hacia atrás” aprovecho para otro inciso. En los albores de la ley de violencia de género el feminismo más institucional empezó a dejarse tentar por la cosmogonía. Y así, se estableció que la muerte de Ana Orantes, cuyo marido la asesinó después de que ella denunciara en un programa televisivo los malos tratos de que era objeto, parece marcar un inexorable punto de no retorno. Y es posible que sobre el papel sea así.

 

Pero lo malo del mito fundacional es que tritura, paradójicamente y por su propia condición de mito, su razón de ser y el pasado del que procede. Y es que poco antes de Ana Orantes estuvo Mercedes Colado, funcionaria de prisiones, y ejecutada por su marido en un parque de Cuenca. Y antes aún, unos reality-shows (recordemos las niñas de Alcásser) descubrieron que el dolor tenía un valor mercantil y en especias –de audiencia–, síntoma de la reconversión de lo privado en público. Lo privado vende. Es un artículo de consumo con su nicho de mercado.

 

Pero incluso antes de ese antes, hubo una guerra en Europa, en los Balcanes, que desamordazó a los medios de comunicación, en concreto a los franceses, que decidieron llamar a las cosas por su nombre y aclararon, como si fuera novedad (y sí, detrás de la venda de nuestros prejuicios lo era) que la violación era un arma de guerra, de limpieza étnica, y que se buscaba la humillación de la víctima. ¡Hizo falta una guerra aquí al lado para separar conceptualmente la violencia sexual y la sexualidad consensuada!

 

Admitamos que nunca es tarde. Esto me trae a la cabeza la idea irónica de Susan Brownmiller cuando afirmaba que la “mujer es violable por naturaleza”: la eventualidad biológica perfecta para que el instinto y la depravación de los machos alfa hallen lugar y justificación; en el contexto bélico, resulta innegable que “disponer de vagina” es lo que marca la diferencia entre ser objeto de horror, sujeto de castigo, o no serlo. Actos que comprometen la dignidad hasta aniquilarla, actos donde la violencia y la humillación son indiscernibles. Por eso se hace urgente trasladar el debate a dependencias epistemológicas.

 

Anhelo reflexión sobre todo aquello que hemos ganado supuestamente y que está dejando entrever todo aquello que, en verdad, perdimos. Haber minimizado las agresiones sexuales cometidas por desconocidos ha puesto al pairo a sus víctimas, que son muchas. Además, la realidad demuestra que no hemos dejado atrás elementos atávicos que atañen a la actitud, apariencia o atuendo de la víctima. Y que, además, hay una presión social para que la víctima demuestre que lo es, porque, como la mujer del César, no basta con ser víctima sino que hay que parecerlo. La dignidad es merecer vivir sin interferencias impuestas, sin contaminaciones por las expectativas ajenas. Por lo tanto llegaríamos a un tema nuclear: el respeto. Y eso nos llevaría muy lejos en este artículo. Tanto, que la parte educativa y de sensibilidades la dejaremos para otro momento.

 

 

 

 

Natalia Fernández Díaz-Cabal. Profesora universitaria de comunicación internacional/intercultural en el contexto China-UE, y de negociación y resolución de conflictos, en el contexto de los países del Mediterráneo. Doctora en Lingüística y en Filosofía de la Ciencia es traductora de nueve lenguas y articulista en varios medios de comunicación internacionales. En FronteraD ha publicado La alternativa de la nada, o la experiencia catalana.

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