«Si no desaparece la inferiorización de la mujer es posible que se sigan cambiando las formas de explotación del hombre por el hombre, pero no desaparecerán. Por esto sólo el feminismo es la revolución total”. (Victoria Sau).
Victoria Sau afirma que la discriminación es solo una. La desigualdad es una estructura, ideológica, política, económica, cultural, de la que dependiendo del momento histórico. Se amplían más o menos las excepciones. Parece que la clase media de los países ricos y su bienestar era sólo un espejismo del que estamos saliendo a golpe de decreto por urgente y extraordinaria necesidad.
El último de ellos la reforma laboral. Precarización, abaratamiento del factor trabajo: inseguridad, en síntesis, falta de derechos. Y los derechos son un paraguas para los que nacen sin el techo de una herencia económica y de estatus social, que ahora ya nadie llama clase social, término como el de feminismo, políticamente incorrecto. Todos éramos clase media y todos más o menos iguales. O todos nos creíamos clase media y todos razonablemente en igualdad de oportunidades. Pero no por derecho, sino por excedente de un sistema político-económico que no duda en borrar sus mecanismos de solidaridad cuando peligra el mantenimiento de los privilegios de su cúspide.
Temporalidad, parcialidad, salarios en descenso y dinero público para las empresas que producen bienes y servicios privados que adquirirán los que puedan pagarlos. Necesitamos trabajo en abstracto a cualquier precio, como si no tuviésemos necesidades concretas y un capital humano determinado. Y mientras tanto seguimos insistiendo en la formación, como si sólo afectara el desempleo a jóvenes sin estudios. Como si las tasas de desempleo y la condiciones laborales de las mujeres durante los años de prosperidad no hubiesen sido claramente contradictorias con sus niveles de formación, superiores de media a los de los varones.
Las alarmas de la crisis saltaron cuando las tasas de paro masculino alcanzaron los niveles en los que siempre han estado las femeninas. El desempleo, la temporalidad, la parcialidad y el menor nivel salarial femenino contaba con su propio mecanismo privado de rescate: la familia. Pero de repente el mercado de trabajo se feminizó, se precarizó y empezó a discriminar añadiendo a la categoría de sexo otras: hombres jóvenes, hombres mayores, hombres sin cualificar… lo que demuestra la debilidad de nuestro sistema de derechos y su capacidad de mantener neutralizados los mecanismos de consciencia crítica colectiva. «Ahora me llevan a mí… pero ya es tarde».
Igual salario a trabajo de igual valor. Es un principio que daba voz a las reivindicaciones de las mujeres trabajadoras discriminadas en salario y condiciones laborales. ¿Pero cuánto vale el trabajo? Su valor no lo da la experiencia, no lo da la formación, no lo da lo que pueda aportar de bienestar y progreso a la sociedad. No vale lo mismo cuidar diez horas a menores de tres años en escuelas infantiles que arreglar coches en un taller, investigar en un centro público que vender inmuebles en pleno boom de la construcción. El trabajo vale lo que deja de beneficios y si no genera los suficientes no vale nada. Y lo grave es que la gran mayoría de la población lo único que tiene es su trabajo. Quizá para que el trabajo valga tan poco como en estos momentos se nos presenta, confiamos durante demasiado tiempo en el espejismo de los privilegios, de las excepciones, creyendo que se trataba de derechos, y estamos comprobando a golpe de decreto que la sostenibilidad y la solidaridad entre seres humanos, sin distinción de edad, raza, nacionalidad, condición social o sexo eran sólo un decorado de cartón piedra desde el que seguían funcionando, y de qué forma, los mecanismos de exclusión social.
Estoy de acuerdo con Victoria Sau. La discriminación es solo una, y la más transversal, y por eso también la más invisible es la de género. La desigualdad es una concepción del mundo naturalizada, neutralizada, y mientras se mantiene de forma más intensa en ciertas categorías uno siempre piensa que podrá librarse de ella si sigue los pasos adecuados. Pero no es cierto. Y la trampa se descubre tarde, cuando se vive en nombre propio. Cuánto nos cuesta no terminar en nosotros mismos y que caro vamos a pagar nuestra anestesia colectiva. Como tan bien lo expresa el canadiense Michael Kaufman:
“Las sociedades dominadas por hombres no se basan solamente en una jerarquía de hombres sobre las mujeres, sino de algunos hombres sobre otros hombres”.