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Feria Internacional del Libro en Combitrópolis

 

Libros

 

El señor Sumalavia ha vivido durante años en París y este mes ha decidido mudarse a Lima, radicar en el territorio que habitaron sus abuelos. Ha elaborado una antología del cuento peruano que ha puesto al ataque, defensa y contraataque a los escasos peruanos a quienes nos interesa el cuento peruano.

 

La señorita Diaz, que vivió también entre A Coruña y Madrid, que buscó alguna vez la posibilidad de reestablecerse entre sus ancestros genoveses, consideró las desventajas de estar lejos y se embarcó en el vuelo de retorno. Se ha dedicado a hacer películas en Lima y hoy, varios inviernos después, sobrevive entre las mafias de la cinematografía peruana y un club incondicional de admiradores.

 

El señor Iparraguirre, confrontado con un grupo de la intelectualidad limeña, con una Maestría completa y un Doctorado a medias, vuelve todos los inviernos desde Nueva York a ver sus padres. También a juzgar el centralismo, a criticar la falta de oportunidades para todos, la concentración de la discusión sobre la literatura en una ciudad. Es de suponer que en cada visita a Lima consigue aliados y renueva enemistades. Ciertas rencillas y actitudes de su pasado (más reincidencias en criticar a quienes hacen lo que a él no le gusta) lo enfrentan en cada regreso a Lima con los demonios de aquello que creyó dejar atrás.

 

El señor Trelles Paz vuelve también a Lima desde París porque tiene allí a su familia, amigos, y porque lo que más le interesa es lo que sucede en ese pequeño cielo o ese pequeño infierno (todos coinciden en que tiene de ambos y en que es pequeño, si lo comparamos con otros rumbos), porque allí siente que tiene un trabajo y una misión. Sabe de mafias, chantajes, actividades delincuenciales, medias verdades. Tiene buena memoria y eso le permite enfrentarse a los deshonestos que abundan en el mercado editorial, en la prensa, en los jurados de novelas, con la memoria en la mano. Mucha de esa gente lo detesta, no le cabe en la cabeza que a Trelles Paz no se le haya ocurrido la idea de largarse a París y cerrar la boca.

 

El señor Gonzales, a quien solo lo conocen quienes hacían historietas en los 90s, que publicó en 2010 una novela que nadie ha leído, que organizó una publicación en Nueva York dándose tiempo entre su trabajo de profesor y empleos eventuales que ya viene haciendo hace 15 años ─porque sino cómo pagarse la vida cómoda que lleva con su esposa─ también regresa cada año a la ciudad de Lima, a adquirir y a leer esos libros que le recomiendan en Internet. Escucha las rencillas de escritores, editores, impresores, correctores, dibujantes, poetas, cineastas y la música de fondo y se pregunta por qué nadie ha escrito todavía una novela acerca de ese caldero en permanente ebullición donde sobreviven─con los centavos que producen sus libros y otros empleos que, con suerte, algo tienen que ver con la carrera artística─aquellos personajes.

 

«Ya se ha escrito», se apura a decir un poeta-editor, entre los libros de unos escaparates que son asaltados por las hordas de lectores que avanzan sobre esos libros recién impresos, traídos desde Mangomarca hacia Jesús María, entre el tráfico demoníaco de Combitrópolis, entre los millones de limeños que se preguntan «¿Qué pasa dentro de ese toldo que se ha levantado en el parque?¿Por qué hay tanta gente en los alrededores de la Avenida Salaverry?». Tan cerca del hospital donde murió mi abuelo, aquella noche en que me levantaron para ir a vestirlo a la morgue. Y Lima se reescribe cada vez que uno la camina. No te extrañe forastero que haya tanto cuentero metido entre sus muros, tanto poeta aspirando la garúa frente a su mar.

 

«También quiero ir a la Feria del Libro» dice un taxista. Maneja un Corolla rojo 2012 que limpia todos los días. Me muestra las calcomanías de la ciudad de Lima y del Callao que le garantizan un seguro médico más completo que el de esos informales que ponen su cartel y se echan a taxear por la ciudad. Él también formará parte de esa jauría de compradores hambrientos que llegarán el último domingo hasta el Parque Matamulas (así se llama el pobre lugar donde funciona la Feria), entre escritores que se quejan de que no hay sitio para pasar, que mis primos se dieron media vuelta porque la cola le daba la vuelta a la manzana, y lectores que critican que así con tanta gente no se puede leer nada. Es impresionante ver que tantos limeños compran libros. Los pasillos de la FIL tienen más gente que Ripley y Saga Fallabella. Y allí están Trelles Paz y Sumalavia, Yrigoyen, Ángeles, Thorndike, Yushimito, Iparraguirre, entre los pasillos de una Feria Internacional del Libro que despega desde las cenizas, compitiendo para convertirse en las estrellas del infiernillo literario peruano. Y emociona. Cómo no se va emocionar usted cuando identifica a un peruano anónimo, ciencuentón, que toma desde un estante «Un capitán de quince años» y lee con cuidado la contratapa para saber de qué se trata.

 


 

 

El taxista ─que le pide a Gonzales que se encomiende a Dios y que todo cambia cuando te encuentras con el Señor─ quiere escuchar recomendaciones. Piensa ir con la familia el domingo. «Adormecer a los felices», le recomienda Gonzales. Es una buena colección de cuentos. Lo tiene en la mochila, le enseña la tapa. Y si le gusta la historieta peruana: «Barrunto». Y si quiere una gran novela peruana: la reeditada «La iluminación de Katzuo Nakamatzu». ¿Una buena antología del cuento peruano?: «El fin de algo». ¿Quiere conocer a un gran autor peruano que ya se murió?Cómprese esos dos libros de Eielson en el puesto 56. ¿Y libros para niños que recién empiezan a leer?: los que escribió José Watanabe, con ilustraciones de Eduardo Tokeshi, Leslie Umesaki o Issa Watanabe.

 

La Feria embarca por algunos días de invierno, bajo una misma carpa, a todo el circo: hijos y padres, libros y lectores, escritores residentes y viajeros. La ciudad que nunca lee se reinventa. Detrás de cada micrófono y de cada piedra, el público descubre a un gran escritor. Y los grandes escritores levantan la piedra y se la tiran a otro gran escritor.

 

Desde Newyópolis, a mil metros de la playa, respiro con nostalgia recordando mis mañanas, tardes y noches en mi segunda FIL. Me doy cuenta que me he escrito en tercera persona, de que he dejado de lado muchos diálogos. Lo que no quede escrito se irá borrando: como aquellas confesiones en una casona de Miraflores, esa taza de café en San Isidro, ese cebiche en Magdalena, esa media jarra de chilcano de pisco en Pueblo Libre. Soy consciente de que los libros que leo me definen, pero no tanto como los abrazos de la familia y de los amigos.

 

Me definen también aquellos limeños que me observan cuando camino con desconfianza, cuando pido rebaja y miro los asientos antes de subirme a un taxi, cuando me abro paso hasta el fondo en una de sus combis, cuando protesto porque me llevan de madrugada por un camino que no reconozco, cuando los miro a los ojos y ellos identifican en mi ─quisiera creerlo─ a uno de ellos.




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