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Ferias Americanas. Las hermanas Lola y Angelita rememoran su emporio de ropa usada en Argentina

 

A Lola le habían pintado las uñas de un rojo bermellón, con un esmalte que, a la vista, era un pegote.

 

—¿Sabes las uñas que tenía yo? Media lunita me hacía –dice mostrándome unas manos ya curtidas por los años, por los muchos años que pueden caber en una mano. Tantos como 94.

 

A Angelita la coquetería no la alcanzó, tal vez porque siempre tuvo de su lado la belleza.

 

Lola y Angelita son hermanas, una la más grande y la otra la más chica, de ocho hermanos más. Las dos nacieron y fueron criadas en el campo, bajo los soles y los vientos que inauguran aquellos lugares abiertos, caminando hasta el colegio, o andando en carreta. Una época dónde los vestidos y las telas lo decían todo; donde una mujer que se maquillaba rozaba la línea de la impureza; donde el peinado que más se parecía a caramelo crocante era el mejor. Ellas, dos hermanas, hijas de Don Capel, buenas con los números y habilidosas en descubrir buenos negocios, montaron Ferias Americanas cuando de eso todavía ni se hablaba.

 

—Angelita nunca iniciaba nada, yo gracias a Dios lo que inicié me fue bien –dice Lola–. Cada una tiene sus méritos.

—Pero Angelita dice que ella le pasó la idea de montar una Feria Americana.

—A mí nadie me pasó nada, yo las agarré las ideas –me reta–. El invento fue mío. 

 

Lola está sentada en la terraza, con un jazmín chino que ya se abrió y perfuma todo el lugar. Angelita duerme la siesta, y cuando se levante prenderá un cigarrillo, se hará un mate, y abajo, en el living de la casa contará cómo hizo ella tanto dinero con una Feria Americana. Porque Angelita dirá, hasta el último minuto, que la idea fue suya.

 

 

*     *     *

 

Angelita fuma, fuma mucho y camina como si tuviera un tango sonándole dentro, con la piel hecha un olivo, y el pelo en una cana salpicada de gris. Tiene ojos oscuros –dos almendras tostadas–, una nariz en punta y la cara toda arrugada. Hay fotos, son las que descubren un ayer donde la belleza era su fuerte: melena negra, ondulada, en cantidad, bien larga; una boca fina, pintada de oscuro; y esos ojos.

 

En la década del sesenta Angelita abrió la primera feria en Castelar, provincia de Buenos Aires, y, cuando la feria empezó a funcionar, construyeron un chalet de dos platas, cinco baños y pileta de natación, sobre la avenida más importante. El chalet tenía el frente hecho con piedra Mar del Plata, y además, un cero kilómetro estacionado en la puerta. Pero ahora, de todo eso, no queda nada. 

 

—Un día vi a una chica que vendía ropa. La gente hacía cola para entrar y, a partir de ese momento, le dije a mi marido: nosotros tenemos que hacer algo.

 

Y empezaron a hacer lo mismo. El primer cartelito que pusieron estaba escrito con fibra negra y decía “vendo dos tapados”. Cuando la gente empezó a preguntar por esos tapados, ahí justo ahí, los ojos almendrados de Angelita se incendiaron en suerte, convencida de que el negocio era bueno, que funcionaría, como quién ve brillar en el fondo del río pepitas de oro.  

 

En efecto, el negocio fue creciendo. Vendían remeras, camisas, pantalones, lanas, lanillas, hilo, algodón, sacos, trajes, ropa interior, de chico, mantas, moños, zapatillas. De todo. Y todo usado.

 

El mate lleva azúcar y es cebado con pava, para que no se lave, porque así se toma. Angelita está sorda de un oído hace muchos años, y por eso usa un audífono incrustado en la oreja que hace un chillido seco cuando le regula el volumen. Viste un vestido con flores violetas de seda fría, en esa mañana calurosa. Ella fuma como un bicharraco de selva, me ofrece uno, luego un mate y después arranca.

 

—¡Era muy barata! La gente casi que regalaba la ropa. Pasábamos por las casas y dejábamos una tarjeta diciendo que si tenía ropa usada que nos llame. Antes la gente no le daba valor a la ropa como ahora, estaban contentos de que les desocupábamos los placares, los armarios.

 

Después todo eso se vendía a precios muy baratos, pero que igual rendían. Cuando a las siete de la mañana Angelita abría su local la cuadra ya estaba llena de mujeres con chicos dispuestas a gastarse el sueldo, tiradas en el piso, arrodilladas, hurgando en el bulto que Angelita no llegaba ni a colgar en las perchas. 

 

—Era gente pobre que le gustaba lo bueno. ¡Qué locura que fue ese tiempo! ¡Qué locura! –pita con fuerza, y vuelca el agua hirviendo en el mate–. Acá en la Argentina faltaba ropa de marca, no había, y cuando veían una marca la gente se volvía loca. Por eso le comprábamos a los que tenían un poder adquisitivo alto, sino, no servía.

 

Además se podían comprar container que venían de Estados Unidos con ropa usada. Containers enteros de pantalones, recuerda Angelita, y dice que envuelta en la locura del negocio, puso un aviso en el diario que decía: “compro ropa usada”. Después de eso tuvieron que poner una persona para que atendiera el teléfono, ya que recibían treinta encargos para hacer por día.

 

—Después ya clasificábamos los llamados por la forma de hablar y el barrio donde vivían.

 

Ellas le llaman “direcciones” a los lugares en donde debían ir a hacer la compra. Anotaban el nombre de la persona, qué tenía para vender, su teléfono y el día y el horario en que irían, en un cuaderno Gloria de espiral.

 

—Una chica que limpiaba en mi casa me acompañaba a la casa de las clientas. Era gente rica y buenísima, buenísima, mirá. No nos trataban así nomás, gente muy educada. Departamentos en Palermo, paredes llenas de placares, y nosotras nos llevábamos todo porque iban a renovar la temporada. Yo compré siempre por lote. A veces una sola prenda me pagaba el lote entero. Una vez compré un tapado de nutria, que venían en cantidad porque era invierno y se estaban desprendiendo de ellos y ese tapado, cuando lo vendí, me pagó las doscientas prendas que compré.

—¿Le fiaba a sus clientas?

—No, no había necesidad. Si no tenían, o no les alcanzaba, se les regalaba. El negocio cerraba igual.

 

Ella dice que fueron los primeros en poner la feria, y que después hubo mucha gente que los siguió en la idea, que se avivó, incluso clientes suyos que se iban a surtir a su negocio porque no sabían comprar. Porque el secreto está en la compra, dice, vender, se vende sola la ropa, como el cerdo de navidad. 

 

Revolea un cigarro apagado que tiene en la mano y hace el gesto de fumarlo, hace que sacude la ceniza que no existe. Hace, además, pausas de nostalgia. Dice que un día le dijo a su marido, “vamos a convencer a mi hermana de que se ponga la feria”. Aunque Lola se mantenga en la postura de que nadie le pasó ninguna idea.

 

—Fuimos expresamente a eso –dice Angelita–, a convencerlos, porque veíamos que entraba la plata a rolete.

 

 

*     *     *

 

Lola no vive en Castelar cerca de Angelita y su feria, sino que vive en Martínez, uno de los barrios más pudientes del conurbano. Su marido compró el terreno cuando todavía era solo la promesa de un lote que no se inundaba y levantó la casa donde hoy Lola camina apoyándose en las paredes. Aquí es donde nacieron Carmen y Néstor, sus dos hijos. La casa hoy tiene dos pisos, una terraza y un patio, tres baños, tres habitaciones grandes, un comedor luminoso, dos living –uno “el living azul” y el otro “el living rosa”–, cocina, y un garaje con un deposito que en algún momento funcionó como feria. Pero mucho antes, la casa era solo un piso y tenía una pequeña granja en el fondo, una parra en el patio que manchaba las baldosas con la tinta de la uva y a dos hijos pequeños correteando por ahí. Allí Lola cosía para afuera: hacía fundas, cortinas y ropa también. Un buen día –a diferencia de la versión de Angelita– cuenta Lola que se fue a hacer unos volantes sin decirle nada a nadie –ni a su hermana, ni a su marido– para arrancar con la feria. A la noche, cuando estaba terminando unas cortinas para una clienta, tocaron el timbre: era el hombre con los papeles, era el principio.

 

En Virreyes, San Fernando, en la calle Avellaneda, encontraron un local pequeño que se alquilaba. En aquel entonces la calle Avellaneda levantaba un polvo que despeinaba; pero, había mucha gente caminando por allí, y eso les hizo un guiño de suerte. Lola, se puso con su hijo a hacer los percheros con maderas y a hacer correr la bola de que se abría una feria americana.  

 

La primera ropa que exhibieron fue sacada del Instituto del quemado. Después ella también puso un aviso en el diario diciendo que compraban ropa.

 

—Yo me hice una clientela muy grande y muy linda en la Zona Norte y en la calle Corrientes.

 

Le compraba a familias de mucho poder adquisitivo, eran las que le vendían la ropa importada: viajaban a Miami, se compraban algo, lo usaban un tiempo y después se la vendían casi nueva. Hubo una mujer que le vendió hasta los vinos que le regalaron al marido.

 

Así fue que el esposo de Lola se quedó atendiendo el local, mientras ella iba a comprar ropa a las casas, mansiones, o pisos en Avenida del Libertador. 

 

—Entraba en la intimidad de la casa, me abrían los placares, entraba a las habitaciones. La gente me esperaba a veces con la ropa doblada y planchada arriba de las camas. Todavía tengo direcciones, y teléfonos, gente que puedo llamar y hablar con ellas. Gente muy bien, unos caserones que te caías de espalda.

—¿Cómo era negociando?

—Aprendí a manejar al cliente para que no me dijera que no. Nadie me decía que no, todos me daban la ropa. Yo pagaba barato, después ellos se tiraban de los pelos. También hubo una época… –arranca y para, mira al piso, y suelta– no lo voy a decir, es política.

—¿Y no habla de política?

—No.

—¿Pero que pasó en esa época?

—Se vaciaban muchas casas porque estaban los viejos viviendo hacía veinte años y tenían que desocuparlas, así que me llamaban para venderme los muebles, porque se iban a vivir con los hijos.

 

De lo que Lola no quiso hablar es del congelamiento de los alquileres. En 1943, frente al problema que representaba en aquella época la escasez de viviendas y el hacinamiento de los inmigrantes, el gobierno de Castillo, tomó dos decisiones: congelar los alquileres y prohibir los desalojos. Ambas medidas fueron sostenidas por medio de prórrogas hasta 1955.

 

—Las mujeres lloraban diciendo “nos tenemos que ir, hace veinte años que vivimos acá”, sin pagar el alquiler. Mi marido tenía que ir los domingos a hacer asado a las casas para conseguir plata y nosotros teníamos una casa alquilada y no nos dejaba nada.

 

Perón mantuvo las políticas adoptadas y, entre 1943 y 1955, los alquileres subieron solo un 27%.

 

Esto fue hasta que en 1966 el gobierno de Onganía impuso nuevas medidas: una devaluación del 40%, un congelamiento salarial, una suspensión de los convenios colectivos de trabajo y la modificación de la ley de alquileres, permitiendo los desalojos.

 

Ahí fue que el negocio de la Feria Americana se amplió a muebles usados, y todo lo que la gente tuviera para vender: vajilla, mantelería, joyas, artefactos de baño, objetos de decoración. Todo.

 

Lola me dice que su casa esta amueblada enteramente con los muebles de la feria, que no compró ni uno. 

 

—Me cambié el juego de dormitorio. Con la ropa igual, siempre me vestí con la ropa de la feria, todos: mi familia y la empleada.

 

Con el tiempo, Lola tuvo que alquilar un local más grande, lo haría también sobre la calle Avellaneda.

 

Ese local tenía al fondo una gran cortina que cruzaba todo el ancho del espacio y si se abría aparecían, como en un cuento de Narnia, ropa que no estaba exhibida, gorros o boas plumosas que nadie compraba, pelucas despeinadas. Si se movían algunas cajas o se corrían paraguas rotos aparecían las muñecas: duras, de porcelanato, sin ojos, manchadas.

 

Ese último gran local de la calle Avellaneda tenía una buena mesa de madera en la entrada –también venida en la feria– donde “Don Tito”, el marido de Lola, se pasaba las mañanas y las tardes cobrando y custodiando la caja que contenía todo el efectivo. Un día casi lo matan cuando entraron a robarle, dándole un culatazo en la cabeza y amenazándolo de que le cortarían el dedo sino le salía la alianza.

 

En ese local fue la gloria de la feria de Lola. La gente entraba a todas horas, incluso cuando escuchaban el sonido pesado de la cortina de hierros que se bajaba manualmente las mujeres se apuraban para comprar lo último del día.

 

Se corrió la bola rápido y muchas personas pusieron feria también: enfrente, a la vuelta.

 

—Pero yo me las devoré a todas –dice Lola con gesto imbatible.

 

Las personas que compraban en su feria vivían en las villas, la mayoría empleadas domésticas. Después, dice, vino gente de otro nivel, gente más exigente en la marca y en la calidad.

 

—Antes, la gente que iba a comprar a ferias era muy pobre. Los chicos andaban descalzos por la calle y se metían en la feria y se llevaban todo. Yo agarraba las mangas de los tapados de piel y, con esas mangas, les ponía un elástico y los vendía como pantalones para bebes. Ahora no, ahora no se venden, ahora no le compran ropa a los chicos en la feria. Antes compraban los pulóveres de chicos con los codos rotitos y les hacían, con la aguja, un tejido y los usaban –dice enojada–. Ahora no se vende más, ahora están todos más ricos, esa ponela bien. 

 

Con la ropa que vendía pagaba el alquiler, comía y compraba más ropa hasta que la diferencia fue mayor. Ganaba por prenda tres veces más de lo que la había pagado. Las vacaciones: todo el mes de febrero, a un residencial en Villa Gesell, los cuatro integrantes de la familia, y dos amigos de los chicos, con todo pago.

 

Angelita optaba por el casino de Mar del Plata, cinco veces por año o más.

 

—Estábamos cenando, por ejemplo, y decíamos vamos al casino y agarrábamos el auto e íbamos –dice Ángela–. La feria nos permitió eso.

 

Y mucho más: sentarse en el restaurant que se le cantaba, tener un sueldo propio, criar a sus hijos bien de cerca, salir como no lo haría otra vez.

 

La plata dulce había llegado.

 

 

*     *     *

 

Angelita no tuvo conciencia de la pequeña fortuna que amasó. En cambio Lola se regaña no haber tenido la voz más firme para ser escuchada: ella quería comprar dólares, su marido poner el dinero en un plazo fijo que con la inflación se consumía solo. Siempre se lo criticó, en cuanta oportunidad tuvo se lo dijo. 

 

—Nos entraban treinta, cuarenta mil pesos [unos 2.500 euros], de ahora, por mes, tal vez más –dice Angelita–. Nunca se contaba la plata no estábamos acostumbrados a tener tanta y gastábamos, gastábamos… creímos que no se terminaba nunca.

 

Lola, escucha a Angelita con la mano apoyada en la barbilla, hasta que toma la posta y habla.

 

—Nosotros el último año ya no pudimos ir de vacaciones –dice como si sus éxitos y fracasos se midieran en eso.

 

Este es el momento en el que las voces se apagan, dejan de chirriar como dos campanas gastadas pero con fuerza, y se hacen bajitas. Es que Lola tuvo que cerrar su Feria Americana en Virreyes y mudarse a una más chica, en el garaje de su casa. Allí formó una nueva clientela con las vecinas del barrio. Varias devinieron en amistades, luego.

 

Lola está buscando en algún recuerdo el momento en que la feria dejó de dar lo que daba.

 

—La ropa no se vendía, ya eran todos más ricos y los alquileres subían. Yo tenía una ropa de chico buenísima y no vendía un trapo. Venían las madres y decían “yo a mis hijos no les compro ropa usada” –hace burla con la boca, con bronca–, gente que en la re puta vida se podía poner una prenda así. Porque la ropa que yo tenía era buena y de marca y súper. Porque yo clasifiqué mi clientela para comprar mejor. La tristeza más grande fue dejar a esa gente –dice y hecha al aire un suspiro cargado de cuchillos que se le clavan en la garganta–.

 

Angelita se prende un pucho y cuenta que cuando Nora, su hija, cumplió los quince años empezó la carrera hacia abajo.

 

—La decadencia fue nuestra, no del negocio.

 

La tarde suena en esa terraza a la que Angelita llama “la placita” y sentadas, oliendo jazmín, seguiremos hablando: de que en los sesenta ellas comenzaron con las ferias; de que en los ochenta todo comenzó a desmoronarse con la subida de Menem al poder y la apertura a las grandes marcas; de que en los noventa la gente podía comprar las marcas que siempre soñó; de que en el 2001, con la crisis, las nuevas ferias emergieron como botellas de vidrio en el mar.

 

Y hoy, con la ola del reciclaje, con la movida vintage, las Ferias Americanas se imponen. 

 

Pero, para Lola y Angelita, esas, no son ferias.

 

 

*     *     *

 

Con la crisis del 2001 surgen nuevas Ferias Americanas, con un nuevo modus operandi y redefiniendo el concepto. La devaluación del peso hace también crecer a la clientela: la clase media y la clase alta.

 

La ropa en estas ferias se encuentra impecable, ya no hay ropa sucia, ni rota, ni manchada. Antes, en las ferias de Lola y Angelita, todo lo que compraban en ese estado, iba a parar a un canasto, donde se vendía como trapo de piso, o como telas para los vestidos de las muñecas.

 

Hoy, las Ferias Americanas son mucho más que el simple comercio de ropa usada, los locales son más glamorosos y buscan ofrecer originalidad, diseño y buena calidad. Que es lo que busca, en definitiva, el cliente: algo exclusivo, buenas telas, con un buen valor económico y el gusto por el detalle, desde los géneros hasta los botones.

 

Antes, las clientas compraban camisas muy antiguas, o feas, o gastadas, solo para sacarle los botones. Antes la ropa usada era comprada por personas que no podían o no querían gastar mucho. Hoy, la industria creció y el mercado se disparó, principalmente porque es moda. Antes las camisas se colgaban de a cuatro en cada percha, los trajecitos con cintura de avispa marcaban otros cuerpos y se vendían hasta las bombachas usadas. Hoy la ropa de marca se vende más cara. La marca sí importa. Y solo toman prendas modernas o vintage, no antiguas. En estas ferias la ropa no se compra, sino que se toma en consignación.

 

Angelita dice sobre tomar en consignación:

 

—Yo antes decía te pago dos pesos y no te quiero ver más.

 

Lola dice lo mismo, en otras palabras, un poco más determinante: “nunca, ni un trapo tomé a consignación. La ropa que estaba en mi negocio era mía, adentro de mi negocio no me iba a mandar nadie”.

 

Un miércoles decido tomar una campera de cuero que tengo hace años –y ya no va conmigo– y llevarla a una feria cercana. Me dicen que me la toman en consignación y me entregan un papel que enumera ciertos requisitos para dejar las prendas: que tiene que ser de temporada, estar limpias, que no toman ropa interior, que se puede modificar el precio si uno no está conforme, y que del precio de la venta uno se queda con el 50%.

 

Llego a mi casa y enseguida veo un mail de la feria que dice: “Hola Laura: Te enviamos los precios de los artículos que nos dejaste. 001 campera dama las pepas de cuero rosa oscuro, c/botones t.xl $280 [unos 17 euros] rayón de lapicera. Esperamos tu conformidad, ¡Saludos!”.

 

Pienso: maldito rayón de lapicera, maldito vicio de la tinta, me tengo que modernizar.

 

 

*     *    *

 

Lola dejó de trabajar a sus 92 años porque no podía salir a comprar ropa, ni cargar los lienzos. Ella misma hacía las bolsas con telas resistentes que luego llenaba de ropa, o usaba estos lienzos que eran telas que tiraba en algún piso de parqué, las llenaba con ropa, ataba las cuatro puntas de la gran tela, cruzándolas por encima de la pila y las llevaba arrastrando algunas y empujando otras hasta el Fiat 600 que tenía estacionado en la puerta. Ya al final, en la última etapa, algunas de sus clientas le llevaban la ropa a su casa donde ella, en el living, la clasificaba y la compraba. Hoy solo pasan a saludarla.

 

Angelita vendió el chalet de Castelar y repartió la herencia entre sus tres hijos. Se fue a vivir con uno de ellos y se dedicó a gastar la jubilación en puchos y bingo. Es feliz, convencida de que nunca le faltó nada y que hoy no necesita demasiado.

 

En el living “rosa” de la casa está Lola, con las manos apoyadas sobre la pollera –siempre usa pollera, nunca pantalones– hablando de las veces que se ha ido de vacaciones, de que los dueños del residencial en donde pasaban un mes veraneando eran, ya, sus amigos.

 

Angelita se ha despertado de la siesta, se prepara el mate y vuelve para participar de la tertulia que se ha generado. Lleva siempre una carterita de cuero cruzada en el cuerpo, dice que ahí lleva los puchos y la plata. Vuelca el agua caliente en el mate, haciendo ese peculiar sonido que hace el chorro cuando golpea la yerba: mates como los de ella no hay más, con ese toque campestre que se hereda. Ahora la tarde está puesta en la ventana y ellas siguen hablando, charlando, riendo.

 

Desempolvando recuerdos de un imperio que no continuó. 

 

 

 

 

Laura San José (San Isidro, Buenos Aires, 1984) es periodista y escritora. Está trabajando la tesina para terminar la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación (UBA). Es directora de un medio en la Zona Norte del Gran Buenos Aires en Argentina, llamado Las Cosas del Decir. Tiene una novela publicada El próximo que conozca. Ha hecho radio y televisión. Da clases de periodismo en la plataforma digital española de Market Cursos. Recientemente ganó el primer premio en el Concurso Federal de Relatos publicando su obra Kuchi´Fest en la revista Anfibia. Está armando una antología de historias de vidas. Mantiene el blog Por curiosa. En FronteraD ha publicado La madre que lo parió. La lucha de Alicia Soria tras el asesinato de su hijo en Buenos Aires.

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