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Fervor de Buenos Aires

 

Busco, y no encuentro, la estatua de Borges en los jardines de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. Frente a la fachada principal hay, sin embargo, un grupo escultórico que parece extraído de un monumento fallero. Sentados en un banco, sonrientes, Juan Domingo Perón y Evita de la mano, con su caniche blanco. Obra de Fernando Pugliese, fue inaugurado hace un par de meses por un grupo de dirigentes peronista que recordaron que en el mismo solar estuvo la residencia presidencial donde falleció Evita. Hay que rodear la biblioteca para descubrir la presencia recóndita de un Borges pensativo, apoyado en su bastón, al que nunca gustó el edificio de nueva planta (inaugurado en 1992). Le recordaba a una máquina de coser, una imagen nada metafórica: sólo falta la aguja.

 

 

 

Siempre prefirió Borges la vieja sede de la biblioteca en la calle México, en el barrio de Montserrat, que aún conserva el nombre en la fachada y desde donde oía tocar el bandoneón en sus tardes plácidas sentado en el despacho de director. Un viajero insistente logra traspasar la entrada de lo que es hoy Centro Nacional de Música y Danza y toparse con una imagen sobrecogedora. Los anaqueles de la gran sala de lectura están vacíos, polvorientos y arrumbados. Un tapiz en el que ensayan los bailarines cubre el suelo de madera crujiente en el que estuvieron los pupitres y una malla de cuerda a lo alto parece aislar la cúpula de otros tiempos. Por la galería superior, entrevista, paseaba el director ciego que se alimentaba del aire denso de la biblioteca.

 

El peronismo que le despojó de su trabajo de bibliotecario en los años cuarenta y le invitó a jubilarse de su puesto de director en 1973, está en los jardines y en todas partes, con una Cristina Fernández Kirchner desatada y algo histérica en sus últimos meses de mandato. Como Tippi Hedren en Los pájaros, CFK –según le dicen aquí– vive obsesionada con los buitres que rondan por todas partes. De momento, el malvado juez Thomas Griesa –el Hitchcock de esta película– ha dado un respiro a los argentinos dejando que paguen los intereses de los bonos en el extranjero, si bien –ya es la segunda– “sólo por una vez”. Contra los buitres y otros pajarracos que llenan los periódicos con páginas pagadas en las que proclaman sus derechos (la prensa cierra filas, en general, con las tesis oficiales), la presidenta ha iniciado una cruzada.

 

La delegación argentina aterrizó la semana pasada en Roma atiborrada de regalos y prebendas. De allí a Nueva York, con la bendición papal que Cristina sobreinterpretó de nuevo y que ha causado malestar en la siempre prudente diplomacia vaticana. Ante las Naciones Unidas, puso en un brete al mismísimo Obama, que la televisión muestra desentendido del pinganillo traductor, mientras la presidenta le explica que está desarrollando una mala política contra el terrorismo. “Al próximo gobierno le llevará un buen tiempo reparar los desarreglos que provocó en los últimos meses Cristina Kirchner con su política exterior”, analiza Ignacio Miri en Clarín el pasado viernes, “o más bien con la falta de ella. La escalada con Alemania –un país que la propia presidenta había elegido como modelo en el inicio de su primer mandato– es el último, aunque no el único, de los conflictos que se generaron con palabras de Cristina”.

 

Entre los múltiples presentes que llevó la delegación argentina a su compatriota en el trono de San Pedro –vinos, remeras, cuadros, “infaltables alusiones al San Lorenzo [el equipo del papa, que perdió este domingo] y hasta salames mercedinos”, detalla la prensa– se contaba la nueva edición conmemorativa de los treinta años de la primera publicación de Nunca más, uno de los libros más estremecedores del siglo xx. El prólogo de Ernesto Sabato mantiene su fuerza política y literaria: “Y, si bien debemos esperar de la justicia la palabra definitiva, no podemos callar ante lo que hemos oído, leído y registrado; todo lo cual va mucho más allá de lo que pueda considerarse como delictivo para alcanzar la tenebrosa categoría de los crímenes de lesa humanidad”.

 

La casa que habitó Ernesto Sabato en Santos Lugares –en la periferia de Buenos Aires– fue inaugurada hace diez días como un centro de “memoria viva”. Vivió allí desde 1945 hasta su muerte en 2011 y en ella escribió casi todos sus libros. La casa se deterioró mucho en los años noventa cuando enfermó Matilde, la esposa y compañera del escritor, y Mario, cineasta e hijo de la pareja, pidió una subvención para mantenerla en pie. No fue suficiente y tuvo que recurrir a las donaciones. Hoy presenta a través de treinta años de filmaciones de su padre a un autor distendido y hasta juguetón, lejos de la imagen torturada que siempre le acompañó. Tiene una biblioteca de 7.000 volúmenes –que incluyen la colección completa de la revista Sur– y desde la ventana del estudio se ve la estatua de Ceres del Parque Lezama que aparece en Sobre héroes y tumbas y que la ciudad le regaló.

 

 

También de un gran escritor, de Julio Cortázar, presenta el Museo de Bellas Artes una buena exposición en el centenario de su nacimiento. Los otros cielos exhibe fotografías, manuscritos, filmaciones pero sobre todo ese universo de objetos tan cortazianos, de la guitarra desvencijada a su inseparable máquina de escribir o sus pipas. La muestra logra penetrar en los diversos mundos de este escritor tan poco argentino; o tal vez, por su desarraigo, el más argentino de todos ellos. “No nos une el amor sino el espanto / será por eso que la quiero tanto”, escribió Borges en Fervor de Buenos Aires.

 

Los libros y las librerías siguen formando el mejor paisaje de Buenos Aires y hay más por habitante que en Madrid o Barcelona. En los últimos tres años se han abierto 100 nuevas y ya hay cerca de 400. En la avenida Corrientes, sólo entre Junín y 9 de julio, hay 30 locales, informa este sábado la prensa. “El libro sigue vivo porque es un artefacto fenomenal, casi tan contundente como un tenedor”, señala Ecequiel Leder Kremer, gerente de la librería Hernández.

 

 

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