Si non è vero, è ben trovato. Cierro el volumen que lleva por título Rimbaud. Biografía, escrito por Graham Robb y publicado por Tusquets, y queda en el pensamiento una sonrisa, un cierto regusto de travesura y una se pregunta: ¿Cómo habría explicado James Bond la vida de otro, ese otro antagonista que siempre es un adversario temible que dispone de los medios pérfidamente obtenidos para acabar con el orden del mundo? ¿Cómo habría explicado quién era una vez neutralizado su poder ofensivo? Seguramente de la misma manera que lo ha hecho Robb: utilizaría toda la información disponible en el mercado, la que está al alcance de cualquiera en forma de libros publicados, y también la más oculta, esa que reposa en documentos de archivos y en la memoria de algunos testimonios dispuestos a la evocación si el incentivo para pulsar las teclas del pasado atusa su vanidad. Sin embargo, disponer de todos los recursos no basta, pues lo principal es tener una perspectiva de conjunto y un criterio que escape olímpicamente de los lugares comunes. Hemos visto muchas veces cómo James Bond explica quién hizo qué y con qué fin y nos gusta la ironía que rezuma y su aire de estar por encima del bien y del mal; nos gusta también que sus sentimientos desobedezcan las premisas y los valores de la clase media. En realidad, es su talante aristocrático lo que nos lleva a seguir sus aventuras. Bien, pues Robb es en la biografía de Rimbaud del año 2001 el James Bond de las pesquisas literarias. Ni que decir tiene que el Rimbaud (Charleville, 1854 – Marsella, 1891) que él describe no se parece a nada de lo hasta ahora conocido y no porque desmienta el periplo abisinio del que fuera el poeta que inauguró la poesía moderna, sino porque arroja una luz distinta sobre su trayectoria y su personalidad, también sobre la mayoría de los personajes secundarios que lo rodearon (la madre, la hermana, el poeta, amante y cobarde Verlaine, los profesores, la cohorte de parnasianos, los colegas en Adén), y es una luz tan potente que alcanza hasta los momentos más confusos e inexplicados. La diferencia, sin embargo, no está ahí, que es un punto al que podría llegar cualquier investigador minucioso, está en el tono. El tono es el que responde a cualquier pregunta escéptica: ¿por qué una nueva biografía de Rimbaud después de la de Starkie?
Enid Starkie escribió en 1962 el libro canónico sobre la vida del poeta porque se aventuró a tratar la época abisinia y a recuperar la otra cara, la del silencio de la poesía y su transformación en una prosa áspera y gruñona, que se pretendió era un fiel reflejo de la nueva vida del joven prodigio convertido en traficante de armas y tratante, se decía, de esclavos. A la vez, Starkie ofrecía una lectura sobre las influencias de todo tipo que nutrieron la poesía rimbaudiana, por lo cual su interpretación desvelando las claves inspiradas por la alquimia que subyacían en los poemas más herméticos contribuyó a trazar esa imagen transparente que todo biógrafo persigue. Starkie abordó también los aspectos peliagudos de las andanzas del muchacho de los ojos azules en compañía de Verlaine por Inglaterra, Bélgica y París y el desenlace de la relación en el conocido como “drama de Bruselas”, rememorado luego hasta la saciedad, cuando un desesperado Verlaine dispara contra Rimbaud, es denunciado a la policía y termina cumpliendo dos años de cárcel y con su reputación por los suelos. Como se sabe también, sólo la pirueta de una conversión religiosa permitirá a Verlaine lo que hoy llamamos reinventarse e iniciar una nueva vida, por supuesto sin su compañero. En definitiva, la vida del niño prodigio de la poesía moderna contiene tantos detalles jugosos que no extraña que sean tantos los que acudan a abrevar su currículum en ella. Sin embargo, se ha dicho tanto y desde tantas perspectivas, se han inventado incluso continuaciones en las que no moría a los 37 años de un cáncer de rodilla, que de alguna manera convenía zanjar ese tráfico de imágenes y de fantasías de sordidez para escalofriar sensibilidades de solterona.
En resumen, tanto como la de Enid Starkie, y de la misma manera soterrada, esta biografía de Rimbaud es deudora de su tiempo y tanto como la época descrita, refleja nuestra época y la personalidad de su autor. El personaje biografiado resulta ser siempre un espejo del biógrafo. Una vez llega a esa conclusión, a cualquier lector desinteresado le asalta la sospecha de que quieren llevárselo al huerto y empieza a oponer diques a la credulidad en la que navega desde la página 15, por poco persuasivo que sea el relato. Si la suspicacia persiste, lo más sensato es acudir a un lector veterano y a un conocedor de poesía simbolista. Yo sólo tenía a mano a Pere Gimferrer.
Gimferrer dijo al teléfono, con su voz insistente, aguda y monótona: “Enid Starkie era lesbiana y en la época en que escribió la biografía de Rimbaud, ¿en qué año era?”. “En 1960. Siruela la publicó aquí en 1990”, respondo yo aplicadamente pero con el tono levemente zumbón que siempre ha marcado mi trato con Gimferrer. “Pues en 1960 en Inglaterra la homosexualidad todavía se consideraba delito y era perseguida por ley, de manera que ella no podía declararlo abiertamente. Al tratar la vida de Rimbaud era una manera de reivindicarla”. Gimferrer siempre está enterado de esos aspectos colaterales que terminan explicándolo todo. Pero yo dudo sistemáticamente de las explicaciones redondas. “¿Y no será que cree el ladrón que todos son de su condición? Robb habla de un periodo homosexual con Verlaine, pero afirma que en Abisinia tuvo una mujer y luego nada”. Al otro lado de la línea hubo un breve silencio. Estaba claro que Gimferrer considera determinadas observaciones publicadas como una provocación a la inteligencia. Sin duda cada uno de sus despachos, siempre pequeños y atestados de libros, y hasta su apariencia, la indumentaria de invierno en que se envuelve, la bufanda blanca, el bastón y el sombrero, terminan revelando lo que son: trincheras. Sin embargo, también en esos momentos sale a flote su punch en la forma de una letanía de frases, que él repite como si creyera que así puede disiparse la absurda contumacia del contrincante, que por suerte no era exactamente yo, aunque en este caso parecía a su juicio estar actuando como su ingenuo vocero: “No, no, no, no. No cabe duda de que era homosexual. Hay testimonios de que en Abisinia iba a todos lados con un joven”. Total, Rimbaud está muerto, ¿qué puede importarnos lo que le gustara en la cama?, pensé. Con Gimferrer los diálogos adquieren un giro absurdo, un pulso inesperado sobre una mesa inclinada. Por supuesto, ninguna interpretación es inocente y obstinarse en redimirlo de su perversión homosexual, cuando deja de hacerse una lectura inocente que proclame el carácter simbólico de las imágenes, es propaganda ideológica. Traté entonces de vadear el escollo introduciendo nuevos datos. “Lo más interesante del libro es que dibuja un personaje fuerte: asegura que las cartas abisinias son una patraña, que a su madre no le contaba de ninguna manera la verdad y que mentía en todo lo que se refiere al dinero que ganaba. Resulta de lo más convincente”. “Bueno, por definición a los padres se les cuenta mentiras”. “Es verdad, la madre es siempre un interlocutor erróneo. Pero en este caso le sirve para hacer plausible ese otro personaje de triunfador en los negocios. Asegura que ganó una fortuna”. Si Gimferrer estaba con las piernas estiradas encima de la mesa y recostado en el respaldo de la silla, como solía, en aquel momento tuvo un pequeño sobresalto. “¿Dónde lo dice?”. “Ahora no le voy a encontrar la página, pero, vamos, una fortuna”, respondí regodeándome en mi carta marcada, seguramente solo un farol. “Pero ¿cómo lo prueba?”. “Dice que hay documentos de depósitos y que el futuro podría deparar algunas sorpresas”.
Entonces me gustó la posibilidad de que se tambaleara la imagen inamovible que pudiera haberse formado de Rimbaud, ya que ése era para mí el quid de la cuestión: sembrar dudas más que despejarlas sobre los aspectos herméticos de su personalidad, devolver el individuo a su propio enigma irresoluble mejor que transformarlo en un autómata de pasiones y vicios transparentes. Sin duda se pueden trazar algunas coordenadas para explicar por qué creemos que hizo esto o aquello, coordenadas más complejas y sugestivas en función del valor que atribuimos al sujeto (nunca mejor dicho, pues está sujeto también a nuestras inercias de pensamiento). Gimferrer depuso las armas en ese momento: su sensatez y su experiencia le impedían pelear con el futuro. Tomó otras: “Lea la Correspondencia. Lea la Correspondencia. Está en la Pléiade, la tienen en el Instituto Francés. Ahí está todo. Lea las cartas a su madre, a Izambard, las cartas abisinias, las cartas que escribieron su madre, su hermana. Ahí está todo”. “Lo haré, sí que lo leeré. Iré al Instituto francés y cogeré el Gallimard”, prometí zumbona. Una parte de la correspondencia abisinia, la traducida por Francesc Parcerisas, ya la había leído; sabía que buscaría el resto y no estaba muy orgullosa de ser tan curiosa y leer más sobre sus atribuladas y patéticas relaciones con la madre y el aborrecimiento a su provincianismo. “Pero dígame, ¿por qué cree que Rimbaud dejó de escribir? Tengo mi teoría, pero ¿usted qué cree que le pasó?”. “Mire, esto es algo que he explicado muchas veces y que voy a explicar la semana que viene en una conferencia”. La voz de Gimferrer, sin perder su timbre un poco agudo, tomó otro color. Me di cuenta de que no me había equivocado al consultar con él mis dudas sobre Robb. Digan lo que digan unos y otros, de un poeta quien puede hablar mejor es otro poeta, de un poeta sólo se puede hablar desde la poesía y desde la ambición poética. “Él creía que cuando fuera a París con su poesía iba a ser como si se hubiese encendido la luz. Que todo iba a cambiar, que todo iba a verse distinto. Y no pasó nada”. Éste es a mi juicio el retrato más pertinente. Si Rimbaud era un poeta, durante aquellos años toda la construcción de su personalidad y de su futuro giraban en torno a esta imagen unificadora: era la magia de su talento lo que fundaba el futuro. Del mismo modo, cuando consideró que esa fuente no traía la riqueza que esperaba, buscó la fortuna en los negocios sin dejar de recorrer el mundo, descontento en todas partes, tanto al principio de su vida como al final. Lo que nunca cambió fue el grado de ambición: muy alto, que era una manera de estimar sus posibilidades. Debido a su inteligencia prodigiosa, hizo en Etiopía lo que había hecho antes siendo un escolar: primero exploró el terreno con los instrumentos más perfeccionados disponibles en la época, conforme a un plan lleno de coherencia que sólo podían comprender quienes lo trataron de cerca, primero sus profesores y luego quienes lo emplearon. Sólo porque los datos que se conservan ofrecen múltiples lagunas da la impresión de que fue una personalidad tan errática mentalmente como geográficamente. Pero también su errancia se explica desde la poesía –la suya– o en voz de otros que son como él: el fotógrafo francés, Raymond Depardon reproduce en su libro Errance (2000) las palabras de un psiquiatra experto en personas que escapan, en errantes y diferencia al psicótico del artista mencionando que precisamente Le bateau ivre (El barco ebrio) habla de una errancia que acaba bien: “Es privilegio de los artistas, de los creadores de religiones y quizá de algunos individuos que eso pueda acabar bien. (…) Los errantes son personas extraordinariamente seductoras, quiero decir que tienen algo especial… Viven a la vez en la fascinación, son deslumbrantes, y tienen miedo…”. Depardon cita más adelante a un tal Laumonier, autor de Errance ou la pensée du milieu [Errancia o el pensamiento del medio]: “La errancia suele estar asociada al movimiento y singularmente al caminar, a la idea de extravío, a la pérdida de uno mismo. Sin embargo, el problema principal de la errancia no es otro que el del lugar ‘aceptable’”. Curiosamente, será también el fotógrafo Depardon –y no olvidemos cuánto le gustaba a Rimbaud la fotografía– quien ofrezca una clave de lectura para las Cartas abisinias, que tanto insisten en el aburrimiento, una forma de spleen baudeleriano en el desierto: “Aunque pasé por momentos de cólera, de desánimo, de alegría, de increíble entusiasmo, también conocí momentos comunes, sin grandes impresiones, dirigiendo mi mirada sobre las cosas de una manera lo más natural posible, lo más banal, lo más cotidiana posible. Es eso lo que yo quería de hecho. El antimomento excepcional. (…) Ésa es un poco la idea de la errancia: que no haya más momentos privilegiados, instantes decisivos, instantes excepcionales, sino más bien una cotidianeidad”.
Esta idea precisamente, al margen de lo que se diga de la existencia de inéditos o de otros afanes publicitarios al final de su vida que puedan atribuirse al homme des semelles de vent, el hombre de las suelas de viento, como Verlaine llamó a su amigo, es la que Graham Robb elude. Al mejor estilo norteamericano, prefiere crear un héroe a la medida de las fantasías de su país: el poeta que deja la riqueza de las imágenes y los símbolos, que da la espalda al fracaso, a la miseria y al hambre, en pos de riquezas tangibles, y en el continente africano se transforma en el otro opuesto del que era en Europa: es un negrero, un traficante de esclavos, un científico, un explorador, un soñador que ama a alguna jovencita, o a muchas jovencitas, de piel oscura, sueño trivial de exotismo erótico de esa masa de lectores que se abonan a la revista National Geographic desde sus orígenes y desdeñan el viaje interior, tan repetido por otra parte, que propicia el viaje al desierto.
Lea la Correspondencia, insiste Gimferrer, “ahí está todo”. Para Gimferrer todo Rimbaud está en el texto, porque para él el texto lo es todo. No para mí: el misterio Rimbaud persiste y sé que convendría leer además a Victor Segalen, quien rastreó sus huellas en Yibuti y publicó Le double Rimbaud. Y, por supuesto, hay que leer a Pierre Michon, Rimbaud el hijo, y volver a pasar por La temporada en el infierno, donde si no está todo, está mi Rimbaud.
No hay que decir que hasta la fecha, 2016, nadie ha sacado a la luz las prometidas pruebas de esa fortuna que Graham Robb atribuía al negociante Arthur Rimbaud, en pago a sus desvelos, como redención a la gangrena y a la amputación, a la muerte en el hospital tras la penosa travesía mortal desde África. Porque no, no se puede fracasar una y otra vez.
María José Furió (Valencia, 1962) es escritora, traductora, crítica literaria y aficionada a la fotografía. Licenciada en Filología Hispánica, especialidad Literatura, cursó el Doctorado en Literatura Comparada en la Universitat Pompeu Fabra, en su primera edición, dirigida por Claudio Guillén, pero no pudo terminar porque éste dio la espantada y no quedó ningún especialista en Literatura española al que confiar su futuro en los siguientes cinco años. Trabajó en la CCRTV (Tv3) y colaboró en el suplemento Culturas de La Vanguardia. Ha publicado la novela La mentira (Mondadori) en 1997. Desde entonces ha publicado ficción y crítica literaria en las revistas Renacimiento (Sevilla), Letra Internacional (Madrid), Turia (Teruel), La Tempestad (México) y las revistas digitales MundoCaribe (Milán), Otrocampo (Argentina), Numerocero Periodismo Humano, Liberia y El Rinconete del Instituto Cervantes. En Estados Unidos ha publicado en la revista Galerna (Universidad de Montclaire) y Dissidences (Bodwoin Collage). Es miembro de la Asociación de Traductores Literarios de Francia (ATLF). En FronteraD ha publicado Fernando Blanco. Del exilio francés a Calaceite.
Notas:
1 – Rimbaud, Biografía, Graham Robb. Editorial Tusquets, Col. Tiempo de memorias, Barcelona, 2001, traducción de Daniel Aguirre Oteiza.
2 – Arthur Rimbaud. Una biografía, Enid Starkie. Editorial Siruela, Madrid, 1990 (2007), traducción de José Luis López Muñoz.
3 – Arthur Rimbaud: Obras Completas (edición bilingüe). Editorial Atalanta, 2016. Traducción de Mauro Armiño
3 – Pere Gimferrer, Rimbaud y nosotros. Residencia de Estudiantes, Madrid.
4 – Alain Borer: Rimbaud en Abyssinie, Essai Seuil, París, 1984.
5 – Pierre Michon: Rimbaud el hijo. Editorial Anagrama, 2001, trad. de M. Teresa Gallego Urrutia.
6 – Victor Segalen, Le double Rimbaud, Le Mercure de France, 1906
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