Mira fijamente. Es la forma de educar la retina, y más. Mira fijamente, curiosea. Escucha, espía. Muere sabiendo algo. No estás aquí para siempre.
Lo dijo Walker Evans, fotógrafo y compañero de James Agee en el periplo sureño estadounidense de los años 30. Él lo dijo y lo puso en práctica. Agee fue más allá. Hundió estas palabras en su cuerpo y él, en sí mismo, se convirtió en una retina andante que se asombraba, igual que Evans, ante la cotidianidad de tres familias de arrendatarios de Alabama. Los reyes del costumbrismo. Y así, dieron a luz –sin epidural– a Elogiemos ahora a hombres famosos, un animal que proviene de dos especies: la novela y la crónica, y que no deja –para bien o para mal– indiferente a nadie. Toca elogiar ahora a los genios de lo cotidiano.
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La sobredimensión de James Agee
James Agee, escritor, periodista, poeta, guionista, crítico. Y sin embargo, lo que más le define es la frase con la que finaliza el libro: “Todo lo que existe es sagrado”. Él mismo escribe que, en esta novela, una casa o una persona sólo tienen su significado más limitado a través de él. “Es porque existe, vive realmente, como ustedes y yo, y como no puede existir ningún personaje de la imaginación”, relata. Por ello, el estadounidense se convierte en un ilusionista que con pequeños trucos estira el tiempo y los detalles, los magnifica. Pero, como un buen mago, detrás de sus trucos sólo se esconde la realidad y un brutal escrutinio de ella.
Agee supo captar esos detalles que pasan inadvertidos para la mayoría: “Su piel era de aquel negro de hollín que ninguna luz puede hacer brillar y con el que los dientes son azules y los globos de los ojos dorados”, escribe en la página 50. No dice cuán negra es su piel, no habla en abstracto. Agee no bordea, va al asunto y describe aspectos en los que, aparentemente, no reparamos, como el tono dorado del globo ocular de alguien cuya piel es tan negra como una noche sin luna. Pero son esos mínimos aspectos los que, en definitiva, definen la escena de una Norteamérica que había relucido como una manzana hasta la Gran Depresión, momento en el que se descubrió que estaba podrida. El periodista irrumpe en esa podredumbre, bucea en el interior de las familias de blancos pobres. Parafraseando a Bessie Smith en referencia a su sureña voz, una situación “demasiado áspera para la gente del norte”. Nuestro narrador no la observa desde la lejanía, sino que llega a formar parte de ella en las ocho semanas que dura su estancia.
Tal es la precisión de sus palabras que el periodista hace gala, a pesar de su juventud, de un implacable uso de la razón literaria. Su mirada se convierte en una lupa que magnifica todo aquello que ve. ¿Se puede decir, entonces, que es fiel a la realidad? Agee sobrepasa el marco en el que, supuestamente, se encuentra el periodismo.
El escritor Pedro Sorela compara esta escritura experimental, de taller, con las grandes pinturas de flores ampliadas a una escala gigante de Georgia O’Keeffe, esposa del fotógrafo Alfred Stieglitz. A simple vista, las flores resultan irreconocibles. A una escala sobredimensionada es casi imposible adivinar de qué se trata. De esto mismo se le acusa a Agee: su sobredimensionada descripción de los detalles es la técnica que emplea O’Keeffe, y también su lirismo puede resultar un material vacío, abstracto, sin forma, que no dice nada concreto, cuando en realidad se trata de ladrillo: pesado, duro, difícil de masticar. Es a esta escala cuando conseguimos percibir la “belleza exacta” –que diría Agee– de algo.
Quizá el error esté en el modo de mirar. De leer. La costumbre nos mata, y este libro no es un vaso de leche antes de dormir. Tenemos tan interiorizado que la lectura es para disfrutar y que el disfrute sólo puede ir asociado a emociones positivas que nuestra abnegación es justificada cuando se trata de sufrir y estar incómodos con los libros, las fotografías, o el arte en general. Sin embargo, también cabe preguntarse si en el periodismo actual –plagado de panorámicas superficiales– podría emplearse un zoom que en ocasiones es abusivo y que podría ser mejor digerido por un lector de la época que por un supuesto lector eterno.
Elogiemos ahora a hombres famosos pone de manifiesto esa incapacidad para reconocer nuestra culpa. Es común escuchar que si un libro no gusta, el libro es malo, o si una obra no gusta, no es arte. Pero la novela de Agee y Evans es para subrayar, para buscar en el diccionario, para reflexionar, para sentir asco, pena o deseo sexual. Para volver sobre lo leído e irte a la cama sin haber cumplido el cupo de páginas propuesto.
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En el libro Conversaciones con fotógrafos, el artista Chema Madoz mantiene un diálogo con Alejandro Castellote en el que le cuenta lo siguiente:
Recuerdo una anécdota graciosa de cuando era muy pequeño. Mi madre me había llevado a una clase para niños que todavía no teníamos edad de ir al colegio. Era en una casa particular. La daba una señora del barrio en el que vivíamos, y había que llevar una banqueta. Me acuerdo del detalle de la banqueta, y de que el primer día llegamos tarde. Todos los demás niños estaban ya sentados alrededor de una mesa grande en la cocina, y no había espacio para mí. La profesora me dijo: “No te preocupes, ahora mismo te preparamos un sitio” y, sin pensárselo dos veces, abrió la puerta del horno para que me sirviera de pupitre. Me senté en mi banqueta con mi cuaderno sobre la puerta abierta, mirando el interior del horno negro. Supongo que entendí pronto la posibilidad de que algunas cosas pueden cambiar de uso y apariencia muy rápidamente.
De la misma manera, Agee desnuda los objetos de miradas contaminadas de rutina y los reviste de un sinfín de particularidades que cambian la percepción habitual de los objetos. Pero ¿eso es periodismo o arte? Cuando James Agee supone lo que los arrendatarios están haciendo en la habitación contigua, ¿es realidad o ficción? “Conozco la profundidad de su cansancio, como si estuviera en cada uno de esos siete cuerpos cuyo sueño casi puedo tocar a través de esta pared y que en las tinieblas veo con tanta claridad” (página 79). ¿Es lícito en periodismo convertir un horno en un pupitre, aunque sea momentáneamente? “En la línea de este posible arte y actitud hacia la existencia, nada de lo que sigue puede pretender ser algo más avanzado que una serie de versiones vacilantes, toscamente experimentales y fragmentarias de algunos aspectos sobresalientes de una experiencia real”, escribe Agee en la página 268. Él mismo reconoce que se trata de un híbrido, una especie de periodismo de riesgo, que bien podría ser un deporte o una absoluta locura.
Es interesante que lo que un periodista actual de cualquier medio de comunicación liquidaría en una página –con suerte, en una doble–, Agee lo hace en todas las páginas que considera necesarias. Se extralimita sin censura. Y sin culpa. Pervierte los pilares y los axiomas defendidos por los actuales gurús de la profesión: inmediatez, sencillez, lenguaje común, comprensible para todo el mundo y con una extensión más liliputiense que napoleónica.
Por una vez, el espacio se adapta a él, y no al contrario. Agee se convierte así en un hombre famoso, igual que los personajes de su historia, en tanto que es una persona representativa o trascendente en un lugar y una época –ya sea en los campos de algodón del sur o en el periodismo narrativo–. Thoreau decía que todas nuestras vidas quieren un respaldo apropiado (All our lives want a suitable background), y el periodista norteamericano dota las vidas de los jornaleros de este respaldo hasta en el más mínimo elemento.
Sin embargo, tal y como explica Antonio Lastra en el libro Estudios sobre cine, algunos lectores se sienten decepcionados con Elogiemos ahora a hombres famosos. En parte se debe a que la narración de la novela destila carácter cinematográfico, “como si Agee hubiera desperdiciado un talento original, póstumamente reconocido, para dedicarse a otra tarea parcial de adaptación”. Como la escritura. Es algo que el propio autor reconoce al comienzo del libro: “Se pretendió, asimismo, que el texto fuera leído de manera continua, como se escucha música o se ve una película, con breves pausas sólo cuando son manifiestas” (página 13).
Al final, lo que sucede es todo esto. Una religión, el periodismo, un dios, la palabra, y un libro que es un catecismo sobre la misma: qué es y qué no es nuestro oficio, forma, estilo, contenido, poesía, licencias admisibles y marco. Las filias y fobias al emplear la palabra, que es, ni más ni menos, que la hacedora de nuestro universo literario.
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La huida de Walker Evans
Paula Susaeta escribe en Coleccionar el mundo un acercamiento a la vida y obra de Walker Evans. Él quería ser escritor y lo intentó. Vivió la experiencia de la bohemia parisina como cualquier intelectual o artista de la época que se preciara, influido por Baudelaire y Laforgue.
Pero la pluma le traicionó y su vista se agudizó. Llegó a la fotografía, cuenta Susaeta, “en el momento en que La Nueva Visión, propugnada por Lázsló Moholy-Nagy, estaba en boga (ángulos forzados, múltiples exposiciones, fotogramas, juegos con la luz y el obturador, experimentos como los rayogramas de Man Ray…). Los propugnadores de esta nueva tendencia le ayudaron, por oposición, a encontrar su propio camino”. Un camino que iba más allá de la búsqueda de lo estético o artístico. “Frente a las cámaras pequeñas que facilitaban la inmediatez y la velocidad, Evans era más amigo de la cámara pesada y el trípode”. Buscaba lo real, lo crudo, lo insondable y recóndito. Y lo encontró en Alabama, en los zapatos, las sillas, las mesas, la decoración; los rostros arrugados, tristes, indiferentes y cansados de los jornaleros.
Y así es como Evans emprende una huida de lo superficial y artificioso hacia la austera, pero tierna, observación del drama de una sociedad que intenta reponerse pero que está agotada. Las instantáneas de Evans se apartan de lo trivial para retratar lo trascendente. Las filias y fobias de un fotógrafo sin pretensiones.
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Está bien. Elogiemos ahora a hombres famosos. Pero no les adulemos.
Noemí López Trujillo es periodista
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