Una filípica es una invectiva. El término procede de los discursos que el orador ateniense Demóstenes pronunció en Atenas entre el 351 y el 341 a. C. exhortando a los atenienses y al resto de los griegos a unirse y resistir la amenaza de Filipo II de Macedonia.
Estas ácidas diatribas y la palabra que se acuñó para denominarlas han contribuido a la fama eterna de Filipo de Macedonia, a quien no le faltaban títulos para dicha fama, aunque sólo fuera porque tuvo un hijo llamado Alejandro Magno.
El latín orationes philippicae era la traducción del correspondiente philíppikoi lógoi. En Roma este género tuvo también una fecunda trayectoria. Las filípicas más famosas pronunciadas en Roma fueron las que Cicerón le dedicó a Marco Antonio entre el 44 y el 43 a. C. A este último no le debieron complacer demasiado los dardos oratorios de Cicerón, lo que ayuda a explicar las razones por las que Marco Antonio ordenó que le cortaran la cabeza a Cicerón en su villa de Tusculum.
Una filípica, pues, es una invectiva. Un rapapolvo, vamos. Philippic en inglés es «to give somebody a dressing-down», es decir «echarle a alguien una reprimenda», y es que tanto Demóstenes como Cicerón echaron un buen rapapolvo a los protagonistas de sus invectivas.
Pero filípica, etimológicamente, también podría ser «lo relativo a los Felipes», esto es «lo relativo al que ama los caballos». Una aclaración preliminar para comprender esta frase a bote pronto tan extraña. Filipo, «Felipe» en español y desde los tiempos de Felipe el Hermoso nombre de reyes en España, significa precisamente «amante del caballo». El primer griego que recibió ese nombre a buen seguro se caracterizaba por su estrecha relación con el noble bruto.
El gran Quevedo de vez en cuando decidía hacerse el hara-kiri y asegurarse unas vacaciones pagadas en San Marcos de León, que no era precisamente un parador, haciendo lo que mejor se le daba: tomar papel y cálamo para escribir, precisamente, una filípica contra Felipe IV, a quien llamaba, no sin cierta sorna “El gran Filipo, nuestro señor”.
El castaño de Indias es un tipo de castaño, pero no procede de Las Indias, ni de las orientales ni de las occidentales. Su hábitat originario era Europa sudoriental, sobre todo la península de los Balcanes. El nombre científico de esta especie es Aesculus Hippocastanum, literalmente «castaño del caballo» (en inglés se lo conoce como Horse-Chesnut). Los griegos —y más tarde los pueblos germánicos— no le dieron este nombre porque utilizaran sus castañas como alimento de los caballos domesticados, como sugiere la etimología popular de la palabra. El uso del término «caballo» en su nombre hace referencia a que eran incomestibles debido a su dureza. Vamos, que esas castañas no se las comen ni los caballos, que ya es decir.
Una última filípica, la que le echaron los aqueos a los troyanos con el regalo que se sacó Atenea de su magín para brindárselo al astuto Odiseo, el de múltiples recursos. Esta filípica, es ocioso decirlo, no fue una filípica al uso, pues no la constituyeron palabras sino hechos: en concreto un hecho llamado por Homero doureios hippos, «el caballo de madera» conocido por la posteridad como Caballo de Troya, que pondría fin al reino de Príamo y daría comienzo a la odisea de Eneas y los suyos. Pero esta ya es otra historia, aunque su catalizador fue una filípica un tanto especial.