En 1843, un filósofo le hacía a su editor la siguiente advertencia en plena preparación de la segunda edición de su magnum opus: “Atienda usted escrupulosamente a mi ortografía y puntuación: y jamás piense que le asiste la razón; yo soy el alma, usted el cuerpo”. El editor era Heinrich Brockhaus. La obra, que su autor, en el prólogo, decía dejar “terminada” “no a los contemporáneos, no a los compatriotas”, sino “a la humanidad”, era El mundo como voluntad y representación. Y el filósofo (lo habrás adivinado, lector), Arthur Schopenhauer. Pero no es mi intención perderme en la tormentosa relación del intemperante Schopenhauer con su sufrido editor, una unión, como es sabido, que atravesó un largo y penoso calvario editorial hasta la llegada tardía de la fama (y de las ventas) con la publicación de Parerga y paralipómena. Lo que me interesa es la imagen que emplea Schopenhauer para describir al editor, o, mejor dicho, al cajista a quien en este caso iba destinada la mencionada nota: “cuerpo”, en alemán, Leib. Corpus, en latín. Es un bonito nombre que puede resultar instructivo.
Así, por ejemplo, cuando nos referimos al texto de un libro para diferenciarlo de las notas “al pie”, hablamos del “cuerpo de texto”. Hablamos también del “cuerpo cierto” de un manuscrito objeto de un contrato editorial. Y en el estudio de la lengua se emplea la noción de “corpus lingüístico”. Pero, además, “corpus” es, señaladamente, el conjunto más o menos extenso y ordenado de escritos relacionados con un autor o con un tema, por ejemplo, el conocido como Corpus Hermeticum. Esto es, una colección de textos que supone, para su constitución, determinadas operaciones que, de manera general, cabe designar como “editoriales”. Tratándose de filosofía, tomemos un caso paradigmático: el de Platón.
La obra de Platón tiene el privilegio de haberse conservado completa desde el principio. Aunque ya a finales del siglo IV a. C. se habían perdido los autógrafos de Platón, la incipiente biblioteca de la Academia guardaba buenas copias de los manuscritos originales. Diógenes Laercio cuenta, por ejemplo, en sus Vidas de filósofos ilustres, que Filipo de Opunte, discípulo de Platón, “puso por escrito las Leyes de este, que estaban en cera”. Es cierto que también en el caso de Platón los manuscritos más antiguos que hoy conservamos son medievales (sobre todo, bizantinos), aparte claro está de los numerosos testimonia que conforman la importante tradición indirecta de comentarios, traducciones, citas, etcétera. Es largo e intrincado el camino hasta la edición de John Burnet de las Platonis opera en cinco tomos, que ven la luz entre 1900 y 1907: “Recognovit brevique adnotatione critica instruxit”. Un camino que, en buena ecdótica, avanza volviendo a las fuentes con la intención de restaurar el original (“examinando y fijando”). Pero Burnet mantiene la ordenación canónica de los diálogos platónicos auténticos en nueve tetralogías establecida por Trasilo ya a comienzos del siglo I. Estamos, por tanto, ante una transmisión continuada de textos literariamente muy elaborados y probablemente concebidos, desde su misma escritura, para alguna forma de publicación. Un corpus sólido.
Un caso significativo en otro sentido es el de las obras de Aristóteles. El Corpus Aristotelicum está compuesto, como sabemos, por manuscritos de sus clases y memorandos para uso propio, de los cuales pocos debían de estar destinados a un público lector. En cambio, no se conservan los escritos publicados en vida, por ejemplo, los diálogos a los que Cicerón se refirió como el río de oro de la prosa aristotélica. Es en ese contexto de los círculos cultos romanos, en el siglo I a. C., donde interviene la figura clave de Andrónico, el verdadero “padre” del Aristóteles que hoy conocemos y cuya recopilación, ordenación y establecimiento de los manuscritos constituyó una edición que gozó de pronta difusión. Andrónico agrupó las lecciones de Aristóteles en “libros” (pragmateiai) según la materia tratada, aunque en realidad estamos lejos de escritos unitarios. La anécdota famosa de esta edición es la “creación” de toda una disciplina filosófica, la “metafísica”. Mientras que era más fácil poner un título común, por ejemplo, a los escritos políticos o físicos, Andrónico no lo encontró para los 14 escritos dispares que, sin embargo, Teofrasto había llamado He perí ton protón theoría, o sea, “la especulación que versa sobre las cosas primeras o preeminentes”. Los designó simplemente, por puras razones materiales, como Ta metá ta physiká, literalmente, “los escritos que (en su edición) vienen después de los físicos”. Aristóteles nunca escribió un “tratado de metafísica”.
Valgan estos dos casos eminentes de Platón y Aristóteles para hacer una primera constatación: el cuerpo que el editor aporta a la obra, por seguir con la imagen un tanto mecanicista de Schopenhauer, trae consigo nociones altamente filosóficas como son las de crítica, criterio, método, lectura, interpretación, etcétera. En un segundo momento, podemos preguntarnos si, en vista de estos corpus de textos que llamamos “filosóficos”, el alma de la filosofía no estará inseparablemente unida a la materialidad del discurso escrito, hija de una “revolución” de la que, según Eric A. Havelock, Platón fue “heraldo” y “profeta”. ¿Puede haber una transmisión “filosófica” que no sea, en último término, “textual”, o, dicho de otro modo, que no tenga que habérselas con los problemas de la “literalidad”? Y, podemos seguir preguntando, ¿no son esos problemas justamente los de la “literatur”», es decir, de la litterae cura? ¿Los de la filosofía, pues, como literatura, disciplina y cuidado de la letra? ¿Por qué no idear una “historia literaria de la filosofía”? Y, sin embargo, ¿qué aire de familia nos permite reconocer en formas literarias enormemente disparejas eso que seguimos llamando “filosofía”? ¿O solo lo llamamos así por razones que tienen que ver con la política del conocimiento, la investigación, la organización de las enseñanzas? ¿Por razones institucionales que, a su vez, necesitan de textos que institucionalizar y que, a su vez, instituyan?
Escribía bellamente José Ortega y Gasset en su prólogo a la Historia de la filosofía de Émile Bréhier:
“La filosofía toda es solo una inmensa tradición. El filósofo propende a hacerse la ilusión de lo contrario, porque, en efecto, la filosofía es el esencial intento de existir fuera de una tradición, esto es, de no vivir en forma de tradicionalidad […] Pero la verdad es que la filosofía no es, a su vez, sino la tradición de la in-tradición. Hasta el punto de que la definición más verídica que de la filosofía puede darse –y harto más rica en contenido de lo que al pronto parece, pues parece no decir casi nada– sería esta de carácter cronológico: la filosofía es una ocupación a que el hombre occidental se sintió forzado desde el siglo VI a. C. y que con extraña continuidad sigue ejercitando hasta la fecha actual”.
La edición, si queremos dar este nombre común a prácticas casi tan diversas como la variedad de cuerpos textuales de la filosofía, anda entremetida en ese devenir, ciertamente como soporte y vehículo de una “tradición”, pero al mismo tiempo también como motor de lo que Ortega llama “in-tradición”, de ese tradicional ir en contra de la tradición, renovarla, deshacerla para volver a hacerla. Una cosa muy occidental y muy de “nosotros los buenos europeos”, como escribiera Friedrich Nietzsche, que “no podemos nunca sentirnos en nuestra propia casa”, “nosotros los sin patria”.
Concluyo provisionalmente este apunte con otra cita de Arthur Schopenhauer, el parágrafo 294 de los Parerga, perteneciente a la sección titulada “Sobre lectura y libros”:
“Según Heródoto, Jerjes lloró al ver a su inabarcable ejército, pensando que, después de cien años, de todos ellos ninguno quedaría vivo: ¿quién no lloraría al ver el grueso catálogo de la Feria del Libro, cuando pensara que de todos esos libros no quedará ninguno vivo ya dentro de diez años?”.
Para fortuna de la gloria póstuma del autor de estas palabras y de muchos lectores y aficionados a la filosofía posteriores a él, esta maldad no se cumplió con sus propios libros. Confiemos que unos cuantos libros más, filosóficos o no, sigan incumpliendo la sentencia del tiempo.