Finlandia y Rusia: dos vecinos que ya no van de la mano
“Cualquiera que conozca cómo funcionan los estados sabe que dejan huella hasta mucho después de su final: las lenguas, el estilo de los edificios administrativos y educativos, la infraestructura y el trazado de las líneas ferroviarias, formas de trato, modelos formativos, y biografías adoptados de tiempos anteriores, odio o apego sentimental a los amos del pasado (…) Sus huellas seguirán siendo visibles –fìsicamente y en los mapas mentales de los habitantes de este mundo posimperial y poscolonial– cuando la URSS como Estado ya haya caído en el olvido”.
Karl Schögel, El siglo soviético
Todo ha cambiado. Tal vez estas palabras describan mejor la situación actual en el lado finlandés de la frontera entre Finlandia y Rusia. Los turistas rusos son casi inexistentes, los negocios fineses están cerrando o experimentando considerables dificultades, y la sociedad finlandesa ya no ve a los rusos como buenos vecinos que se escapan de fin de semana a dejar su dinero.
En una cálida tarde dominical de agosto, hay una pequeña cola de un par de docenas de coches en el principal paso fronterizo del sureste de Finlandia, Vaalimaa. No hay viento y, como hace bochorno, las ventanillas y puertas de los vehículos están abiertas. Al fin y al cabo, hay que apagar el motor antes de la frontera, lo que significa que no se puede utilizar el aire acondicionado. Los rusos que regresan a casa están tranquilos y ensimismados. Tanto, que no se oye ni el vuelo de una mosca.
Esta tranquilidad supone un gran contraste con los tiempos de la preguerra y la pandemia. En verano, los domingos por la tarde podía haber colas kilométricas, con gente caminando de un lado a otro, niños corriendo… Mientras, los supermercados, cafés y pescaderías fronterizos hervían literalmente, llenos de vida.
A finales de septiembre, con el anuncio de la movilización general en Rusia, unos 50.000 rusos, en su mayoría hombres en edad de reclutamiento, cruzaron la frontera en coche. Una parte de ellos continuará su huida viajando inmediatamente en avión. Se trata de un éxodo desesperado de personas más o menos pudientes: Finlandia es un país caro como para esperar en él a la movilización, y no digamos a la guerra.
En la noche del 29 al 30 de septiembre, los finlandeses cerraron oficialmente la frontera a los turistas rusos. Así, más de 30 años de interacción abierta entre los dos vecinos han llegado a su fin.
El vacío ruso
El primer desvío desde la frontera conduce al outlet que abrió en 2018 con el pretencioso nombre de ZSAR (“zar”), construido especialmente para los rusos. Reúne todo lo que le gusta al turista ruso: imita una antigua ciudad europea, con sus casitas bajas adosadas; tiene tiendas de marcas caras con vendedores atentos y serviciales, así como cafés de moda con el indispensable capuchino en el menú; es Tax Free (devuelve el IVA para las compras en la UE, un bonito ahorro de hasta el 20% del precio si se traen productos nuevos a Rusia) y hay un trono real para fotos y selfies, porque a los rusos no les importa sentirse como zares.
Hoy en día, el outlet está desierto, y solo lo visitan ocasionalmente consumidores finlandeses. Cuesta encontrar a turistas rusos. “La mitad de las tiendas están cerradas”, me informa con pesar una joven pareja de San Petersburgo, que no quiere revelar su identidad.
Vaalimaa siempre fue el paso fronterizo del tráfico más denso. Otro punto que vale la pena mencionar es Nuijamaa. No solo los turistas y los propietarios rusos de dachas finlandesas frecuentaban este paso, sino también los autobuses conocidos como “lanzaderas”, llenos de personas que iban a Finlandia en el mismo día, para hacer compras. Por lo general, llegaban a los grandes supermercados colindantes o hasta Lappeenranta, a unos 10 km de la frontera, donde compraban alimentos, productos químicos para el hogar, ropa y otros artículos que podían revender en San Petersburgo o adquirir para su uso personal. Los precios de determinado tipo de productos eran más bajos en Suomi que en Rusia o, en otros casos, era mejor la calidad de los artículos finlandeses.
Sin ir más lejos, el detergente Fairy causaba un furor inexplicable. Se creía que los productos comprados en Finlandia desinfectaban y limpiaban mucho mejor que los vendidos en Rusia. Muchos habitantes de Piter o San Petersburgo siguen convencidos de que el mismo Fairy, si es finlandés, tiene propiedades mágicas.
Finlandia tiene un total de nueve puestos de control en la frontera terrestre con Rusia. El resto de pasos gestionaba sobre todo el tráfico local, es decir, los desplazamientos efectuados por los habitantes de las regiones limítrofes. En un principio, su número era escaso. Tan solo se podía viajar a Finlandia o a Rusia a través de ellos, y únicamente utilizando un vehículo como medio de transporte: coche, autobús y demás. Si bien los países tienen una extensísima frontera de 1.272 kilómetros, esta en su totalidad atraviesa la taiga o tundra del norte de Europa: hablamos de zonas deshabitadas y poco transitables, en medio de bosques de coníferas y pantanos con lagos. Directamente no existen otros caminos.
Aparte de Vaalimaa y Nuijamaa, los otros diez puestos de control operaban principalmente para el tráfico local, es decir, facilitando los desplazamientos a los escasos habitantes de la zona. Uno de dichos puntos coincidía con las vías del ferrocarril, por donde circulaban los trenes de San Petersburgo y Moscú a Helsinki antes de la pandemia.
“Prepárate para salir en un día”
El 23 de febrero Roman, Nadezhda y su hija pequeña recibieron las llaves de su nueva casa, en una tranquila ciudad al sureste de Finlandia. En Rusia ese día es festivo, debido a una celebración militar que hemos heredado de la época soviética. De hecho, los demócratas intentan no celebrarla.
En cualquier caso, esta pareja de Piter decidió aprovechar su día libre para recoger las llaves. La familia tenía previsto regresar a San Petersburgo el 24 de febrero, a hora temprana. Pero la mañana del 24 el teléfono de Roman recibió tantos mensajes y notificaciones que casi revienta: Rusia había atacado a Ucrania.
“Decidimos quedarnos” –dice Roman–. A pesar de que no nos habíamos llevado nada, literalmente. Hasta la ropa era solo para dos días. Teníamos unos mil euros en nuestra tarjeta de crédito. Tuvimos que retirarlos y aguantar con esa cantidad dos meses y medio, mientras se tramitaba el permiso de residencia y aún no se nos permitía trabajar. En general, ahorrábamos todo lo posible y procurábamos no enfermar, porque no podíamos permitírnoslo.
Roman ha creado una pequeña empresa informática en Finlandia. Él representa así el principal gremio de la actual emigración rusa: los informáticos. Todavía no está claro cuántas personas han abandonado Rusia tras la invasión de Ucrania.
Diferentes expertos dan cifras que varían entre las 100.000 y 500.000 personas. A principios de octubre podemos añadir a estas cifras que oscilan entre 250.000 y 300.000 personas que huyen de la movilización forzosa para la guerra contra Ucrania. La gran mayoría son hombres de entre 18 y 50 años. No se había producido un éxodo semejante de Rusia desde el final de la Guerra Civil entre 1917 y 1921, cuando los vestigios de los “blancos” –la resistencia armada de los monárquicos y republicanos– huyeron del régimen comunista.
Entre ellas, a día de hoy una parte importante está relacionada con el sector de las tecnologías de la información, porque a estas personas no les importa la ubicación, sino que pueden trabajar desde cualquier sitio. Es cierto que se conoce mejor a los activistas políticos y periodistas: ellos tienen más presencia en los medios de comunicación, aunque su número no sea precisamente el más elevado.
Aparte de ser informático, Roman ha participado en mítines de la oposición y en los últimos años no se sentía cómodo en Rusia. En 2021, la pareja compró una pequeña casa en Finlandia. No obstante, los trámites fueron lentos, pues estaban vigentes las restricciones propias del covid.
“En enero, cuando solo nos faltaba conseguir las llaves, le dije a Nadezhda: ‘prepárate para salir en un día’. Los medios de comunicación occidentales advertían que la guerra era inminente, aunque yo no creía que pudiera ser de tal magnitud”, afirma Roman.
En su negocio, Roman ha contratado a otros informáticos de ideas demócratas que ya no querían ni podían vivir en Rusia. La empresa no trabaja con clientes rusos. Ahora es una compañía informática finlandesa con raíces rusas.
Tras el anuncio de la movilización, más de diez personas se presentaron en casa de Roman, evitando luchar en el ejército de Putin. Se trata tanto de familias con niños como de matrimonios. Los fugitivos no saben aún qué harán en el futuro.
En el sureste de Finlandia, los emigrantes obligados a abandonar Rusia, como Roman y Nadezhda, se relacionan con los refugiados ucranianos. No tienen desavenencias, sus hijos van a las mismas clases de las escuelas finesas, e incluso organizan conjuntamente los días festivos y otros eventos en común.
“No volveremos hasta que Putin sea derrocado”
Ksenia y Mijaíl son los típicos representantes de la juventud urbana. Hay cientos de miles de ellos en Rusia. Crecieron en un país relativamente libre, no se les adoctrinó con ninguna ideología en la escuela, navegan en internet desde la infancia y, a diferencia de la generación anterior, no ven la televisión de Putin con sus constantes mentiras e incitación al odio.
Mijaíl es tatuador profesional, mientras que Ksenia ha trabajado en el sector de ventas.
Hace ya unos años, Ksenia participó en las protestas vecinales contra el hiperdesarrollo de su barrio. En las grandes ciudades, las grandes empresas constructoras, en connivencia con los burócratas, suelen atentar contra el derecho de los residentes a vivir en un entorno confortable: construyen edificios de gran altura en cualquier parcela vacía, aunque sea un jardín o una plaza. Para los habitantes, luchar contra este tipo de desarrollo se ha convertido en una auténtica escuela de protesta durante los últimos 15 años.
Con el estallido de la guerra, ambos jóvenes experimentaron estrés, miedo y confusión. Dos semanas después decidieron huir de Rusia. De hecho, en marzo todavía circulaba un tren directo de San Petersburgo a Helsinki, la capital finlandesa.
“Nada más bajar del tren en Helsinki, vimos una multitud de periodistas y cámaras –dice Ksenia–. Los reporteros se nos acercaron y dije que, en mi opinión, Rusia había iniciado una guerra, con una invasión. Cuando mis familiares se enteraron de mi entrevista, se pusieron muy nerviosos y dijeron que no debería volver jamás”.
El tren que menciona es el expreso San Petersburgo-Helsinki, que se denomina Allegro. También era uno de los símbolos de la especial sintonía entre las dos capitales. En la época pre-covid hacía cuatro veces al día el trayecto en ambas direcciones. Los trámites aduaneros y fronterizos se realizaban directamente en el tren. Se tardaba entre 2,5 y 4 horas en llegar cómodamente a la capital finlandesa o a San Petersburgo. El Allegro lo utilizaban fundamentalmente tanto los turistas como los ejecutivos. A finales de marzo, el tren fue suspendido por la guerra. Y en los últimos días de agosto, el operador finlandés de Allegro declaró a los medios de comunicación que había dado por perdido todo el material ferroviario.
Incluso hoy, el relato de Ksenia sobre su huida a Finlandia no es fácil. Se nota que revive la situación en bucle, una y otra vez.
La pareja decidió solicitar asilo en Finlandia. Es un proceso largo; ahora la pareja está aprendiendo el idioma finés, mientras cursa la educación secundaria para luego encontrar trabajo. “Hasta que este gobierno no sea derrocado, no queremos volver a Rusia”, dicen.
Cerca de Europa
¿Qué es Finlandia para Rusia y, especialmente, para la segunda capital del país, San Petersburgo, que está a sólo 200 kilómetros de la propia Vaalimaa? En 2018, por ejemplo, los finlandeses emitieron casi 800.000 visados turísticos Schengen a los rusos, más que a ningún otro país de Europa. Más del 80% se destinó a San Petersburgo, donde viven 5,5 millones de personas. Casi toda la población activa de la ciudad tenía un visado finlandés.
En nuestro Piter, Finlandia es conocida como Finka, con un tono entre cariñoso y ligeramente despectivo. Se consideraba algo propio, un anexo a la gran ciudad de San Petersburgo, la antigua capital imperial. Ir a Finka a pasar un fin de semana o unas vacaciones era muy habitual.
Cuando estalló la pandemia, se cerraron las fronteras por el coronavirus. Tanto San Petersburgo como todo el noroeste de Rusia esperaban ansiosamente la reapertura de la finlandesa. Pero el alegre reencuentro con Europa no se produjo: estalló la guerra.
La sociedad finesa en su conjunto se vio conmocionada por la invasión rusa de Ucrania. No obstante, hasta mediados de julio no se palpó el rechazo hacia lo ruso. De todas formas, los finlandeses cambiaron rápidamente de opinión sobre su ingreso en la OTAN y el país inició el proceso de adhesión a la alianza militar en mayo.
El presidente finlandés, Sauli Niinistö, explicó en agosto las razones por las que Finlandia se incorpora a la OTAN: «Es muy poco lo que queda de la antiguas relaciones entre Finlandia y Rusia» (Noticias | Yle Uutiset). En las circunstancias actuales, poco queda de la antigua relación entre Finlandia y Rusia. La confianza ha desaparecido. Y no hay un terreno común para un nuevo comienzo. La pertenencia a la OTAN no significa que podamos empezar a prescindir de nuestra propia defensa nacional. Todo lo contrario”.
El 15 de julio, Rusia levantó las restricciones a los turistas que viajan al extranjero en coche; la parte finlandesa las había levantado incluso antes, el 30 de junio. Así, los turistas volvieron a ir a Finlandia, pero su flujo no es comparable al que había antes de la pandemia; son pocos, pero aún siendo contados generan descontento.
Esto se debe probablemente a que, tras las turbulencias económicas de los años del covid, los medios y la posibilidad de viajar a Europa han quedado casi restringidos a los rusos adinerados. San Petersburgo los tiene. Pero no se trata en absoluto de la minoritaria clase media urbana ni de los jóvenes, que se opusieron a la guerra y fueron objeto de una oleada de represión. Los rusos más acaudalados tienden a ser ostensiblemente apolíticos o apoyan de forma igualmente ostensible a Putin.
Finlandia ha resultado ser una especie de punto de tránsito entre Rusia y el resto de la Unión Europea para los rusos acaudalados con visados Schengen de entrada múltiple y expresiones faciales impenetrables. Los aparcamientos del aeropuerto de Vantaa, en Helsinki, comenzaron a llenarse de Mercedes, Lexus e incluso Bentleys con matrículas rusas. Los nuevos ricos rusos, como suelen hacer durante la temporada estival, volaron a sus queridas Italia y Francia para pasar las vacaciones.
Evidentemente, a los finlandeses no les gusta esto. De ahí que su política de visados esté cambiando gradualmente. Ya a finales de julio la mayoría de los partidos parlamentarios fineses demandaron una política de visados más estricta para los ciudadanos rusos. Siguiendo la estela de los Países Bálticos, Finlandia empezó a imponer restricciones a los visados turísticos, aunque no tan severas como aquellos. Además, los comercios finlandeses se negaron a vender los productos sancionados si pensaban que los clientes eran turistas rusos, que luego exportarían la mercancía en Rusia. Todos los bienes con un valor superior a 300 euros por artículo estaban sujetos a las sanciones, excepto los smartphones, los instrumentos musicales y los coches, para los que se fijaron precios máximos más altos: 750, 1.500 y 50.000 euros por artículo, respectivamente.
Hasta la fecha, Finlandia no ha suprimido los visados turísticos para los ciudadanos rusos, pero ha restringido severamente el tiempo para solicitar documentación nueva a un día a la semana. También ha recomendado que no se expidan visados múltiples, es decir, de varias entradas.
Hay una lista de espera electrónica, por lo que ahora es necesario inscribirse con casi seis meses de antelación. También se han restringido los puntos de expedición de visados, que se limitan a Moscú, San Petersburgo, Petrozavodsk y Murmansk.
Las aduanas finlandesas dijeron que hasta finales de julio habían inspeccionado a más de 2.500 turistas que se dirigían a Rusia. Se descubrió que algunos turistas tenían artículos de uso múltiple que podían utilizarse con fines militares, como los drones. Además, los funcionarios de aduanas detectaron productos de lujo sancionados con destino ruso. Las aduanas y el Ministerio de Asuntos Exteriores incoaron una veintena de procesos, varios de ellos por violaciones de las sanciones.
Una historia en común
En su época de esplendor, el Imperio Ruso poseía no sólo los Estados Bálticos y gran parte de Polonia, sino también toda Finlandia.
La parte sureste de Finlandia, donde se encuentran Vaalimaa y otros pasos fronterizos, es la que está más conectada con Rusia. Fue la primera en formar parte del Imperio Ruso en 1743, como provincia de Vyborg. Y durante más de 160 años ha pertenecido a Rusia. Comerciantes, artesanos y campesinos rusos del interior vinieron a vivir aquí permanentemente. El resto de Finlandia pasó a formar parte de Rusia en 1808, tras la secesión de Suecia. El país obtuvo la independencia en 1917.
Durante la época soviética, la inmensa URSS declaró la guerra invadiendo a la pequeña Finlandia en 1939. Esa guerra se compara ahora a menudo con los primeros meses de conflicto armado en Ucrania. Los soviéticos también avanzaron en largas columnas, a lo largo de las pocas carreteras asfaltadas por entre los bosques y pantanos finlandeses. Las unidades móviles finesas atacaron las lentas columnas soviéticas, quemando sus equipos. No fue posible capturar Finlandia rápidamente: el pequeño país se resistía a la URSS con una perseverancia extraordinaria. Exactamente como hoy hacen los ucranianos.
Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, Finlandia tuvo que ceder cerca del 20% de su territorio a la URSS, además de aceptar la implantación de bases militares soviéticas en su suelo. Así comenzó la simbiosis –forzosa para los finlandeses– entre ambos países, que duró hasta el colapso de la Unión Soviética en 1991.
La URSS y Finlandia hacían hincapié en su relación especial. Se consideraba que, de todos los países capitalistas, Suomi era el más pro-soviético, el más cercano en espíritu. Los políticos finlandeses de la segunda mitad del siglo XX trataban de apaciguar al gran vecino, es decir, mantuvieron un perfil bajo en su política exterior y no hicieron nada que no le gustara al Kremlin.
Es indudable que los finlandeses, por su parte, se beneficiaron económicamente de su cooperación con el país más extenso del mundo, donde tenían grandes mercados para sus productos. Yo mismo recuerdo que, cuando era niño, la mejor salchicha de la tienda era la “cervelat finesa”, y las mejores botas femeninas se fabricaban también en Finlandia.
Tras la caída de la Unión Soviética, la relación de buena vecindad era real: se abrieron las fronteras y la cooperación económica se hizo cada vez más estrecha.
Finlandia ha seguido siendo un vecino amistoso de Rusia hasta la guerra con Ucrania. En la misma frontera sureste, ahora tranquila y desierta, estaba en marcha un ambicioso proyecto para un corredor de transporte terrestre que uniese Escandinavia con Eurasia, por ejemplo. También se construyó una autopista hasta la frontera con Rusia, a la que debía llegar otra similar desde el lado ruso, que incluso tiene nombre y se denomina “Escandinavia”. Ahora es improbable que este proyecto se lleve a cabo, aunque está muy avanzado.
La economía finlandesa actual no depende tanto de Rusia como en la última etapa soviética. En 2021, Rusia representaba el 12% de las importaciones de Finlandia. El 62% de ellos eran productos energéticos. Pero con el estallido de la guerra, el país decidió en principio dejar de importar gas ruso. Los proyectos de cooperación en materia de energía nuclear también se han paralizado.
Los propios finlandeses, en las zonas fronterizas con Rusia, intentan hablar de la nueva realidad hacia su vecino oriental con calma y moderación. Esto se debe a que los finlandeses evitan tradicionalmente las valoraciones duras en público, a que la presencia rusa en la economía y la vida locales es palpable, y probablemente también al hecho de que, a diferencia de lo que ocurre en Europa del Este, no hay una gran crisis de refugiados procedentes de Ucrania.
“Aquí todo está en calma” –dice Kalle–. Hay una isla no muy lejos, Suursaari, que pertenece a Rusia y tiene militares. Antes solía haber muchos helicópteros, pero ahora no se ve ninguno. Seguramente se los llevaron todos a Ucrania”.
“Los rusos son muy suyos, como cualquier otro país” –dice Eiya–. Quizá Putin no escuche a nadie”.
El sureste de Finlandia no tiene una gran huella soviética, a diferencia de los Países Bálticos. Por lo visto, la excepción es el monumento a Lenin ubicado en el centro de Kotka, un regalo de la Estonia soviética para resaltar la relación especial entre la URSS y Finlandia. El monumento sigue en pie, pero la ciudad ya ha decidido trasladarlo a un museo local. No obstante, aquí sí hay mucha huella imperial rusa, que lleva mucho tiempo integrada en la cultura local.
La provincia de Kymenlaakso, fronteriza con Rusia, alberga varias antiguas fortalezas rusas, la arquitectura del siglo XIX en las ciudades es a menudo indistinguible de la de la época rusa, y en la desembocadura del río Kymi se encuentra la casita de madera del emperador ruso Alejandro III, donde le gustaba pescar en verano.
Los ucranianos en Finlandia
Hay unos 40.000 refugiados ucranianos en el país. Reciben un permiso de residencia temporal de un año, con derecho a un trabajo. Pero el mercado laboral de Finlandia no es muy grande; además, el finés, que es obligatorio para la mayoría de los trabajos, es bastante difícil. Otro factor es el clima. El tiempo aquí es mucho más frío que en Ucrania.
Por tanto, Finlandia no es el destino migratorio más popular entre los ucranianos. Al principio de la guerra proliferaron los desplazamientos por desastre, como dicen los sociólogos. La gente huía de la guerra y de los bombardeos sin haber pensado bien el destino. Pero muy pocas personas de este tipo llegaron a Finlandia, porque el país está relativamente lejos de Ucrania. Los demás refugiados ya habían decidido.
Por ejemplo, mi amigo Ilya y su familia huyeron literalmente de los tanques rusos en su avance a Kíev. Cuando ya estaba en Berlín y podía pararse a reflexionar, se debatía entre dos destinos posibles, Finlandia y Reino Unido. Le gustaba Finlandia por su buena cobertura social, la tranquilidad y la excelente escolarización infantil; de Gran Bretaña le atraía la ausencia de barrera lingüística –sabe inglés– y un clima más cálido. Al final ganó Londres; a Iván y a su mujer les resultó demasiado difícil aprender finés, y el invierno finlandés se hace demasiado frío, oscuro y largo.
Hacemos las maletas y nos vamos. Mi historia
El sol brillaba en el patio, imbuido del olor a arena de mar. Es un olor típico del verano, pues tiene algo de viaje remoto, como una travesía en barco. ¡Qué bien huele! A mediados de marzo, cuando todo lo rodea la nieve, no suele hacer acto de presencia. Sin embargo, el día que salimos de Rusia nos acompañaba.
Empaquetamos febrilmente las fotos de los niños y algo de ropa. Mientras, debatíamos sin parar qué parte de nuestras vidas podíamos meter en nuestras escasas maletas.
A última hora de la tarde estábamos en Finlandia, con las maletas llenas y a salvo. Yo había trabajado en los medios de comunicación de la oposición durante más de 15 años. Durante aquellos días, mis colegas fueron evacuados uno por uno. Todo el mundo comprendió que, con la guerra y la represión total hacia los vestigios de prensa independiente, ya no sería posible trabajar legalmente en Rusia. Así que la elección era obvia.
Me hubiera gustado terminar este artículo con una nota optimista, escribir algo corto y rotundo al final, como “¡volveremos!”. Y sin embargo, no sé si volveremos. ¿Qué puedo afirmar con certeza? Como periodista, sé que hay mucha gente en Rusia crítica con el gobierno de Putin. Quizá ahora mismo no sean mayoría, pero están ahí. Son los futuros lectores de los medios independientes en lengua rusa. Para ellos sigo trabajando en Europa.
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Traducción del ruso al español: Amelia Serraller Calvo
Fotos: Edu León, Emilia Lloret, Denis Vejas y Nasta Zakharevich
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