Las reediciones de libros suelen ser infelizmente comerciales o patéticamente celebratorias. En ocasiones, solo buscan suplir las demandas de bibliotecas o del mercado. No es este el caso de El mono del desencanto: una crítica cultural de la transición española (1973-1993), de Teresa M. Vilarós, que acaba de ser reeditado en vísperas de su vigésimo aniversario [1]. Pionero en los estudios culturales hispánicos, El mono es uno de los textos imprescindibles sobre de la transición política española a mediados de la década del setenta y cuya consolidación se fraguó a partir de su inserción en los flujos del mercado internacional. Este libro construyó, entre otras cosas, una manera de resistir (siempre en clave psicoanalítica) la conmoción entusiasta de un despliegue cultural dispuesto a dar un salto adelante con el propósito de hacer narrable y consumible una gestión de época que ha sido cifrada como la CT o Cultura de la Transición [2].
Cuando se publica El mono en 1998 (ahora parece una obviedad, aunque antes no lo era), su postura consistió en tomar una distancia infranqueable de la seducción del consenso del régimen de 1978. El mono escarbaba debajo de las buenas noticias y de los estallidos espectaculares de una presumida liberación patriótica, para así preparar un éxodo de las tribulaciones ideológicas, culturalistas, e identitarias sedientas por trivializar una “historia maloliente” y tapar los “agujeros negros” que carcomían el relato oficial. Este agujero negro había sido calado por la muerte del caudillo Francisco Franco, cuerpo místico-político del catolicismo hispánico, que ahora despejaba un horizonte sensible a una apertura democrática, pero también al desencanto y a las múltiples latencias reprimidas de los ciudadanos y sus élites políticas. El mono quería llamar la atención no sobre cualquier lugar, sino sobre ese lugar donde se asienta lo reprimido como “retorno de lo mismo”, esto es, una democracia a media y los saberos de nuevos imaginarios complacientes. Desde el exceso denegado por la letra de la ley se desprendía ‘otra historia’ como trazo y fisura en un cuerpo enquistado que añoraba la integración a los mercados comunes de la globalización.
Entender la transición como “fisura” suponía, entonces, tomar distancias de este nuevo pacto social que hacía del pasado borrón y cuenta nueva desde los más diversos mecanismos psíquicos. Mientras, la pulsión de muerte agujeraba la Historia Oficial que debía ser narrada y transmitida. Por eso “el mono” que aparece en el título y que emerge diseminado como tropo, figura que abjura del concepto, a lo largo del libro, daba cuenta de ese exceso desligado de cualquier sintaxis histórica consagrada por los nuevos comodines políticos, así como por los confines de la cultura tenuemente desplegada en el cine y la literatura, en los tebeos y en los performances, en las revistas y en las columnas periodísticas de opinión. Todo esto constituyó una serie de ramificaciones de “deseos imposibles de escritura” ante la catástrofe del pasado y la apertura hacia lo ‘nuevo’. Una pulsión de escritura fisurada que la propia Vilarós autográficamente también hacía suya: “…por mi propio compromiso autobiográfico con lo que tengo que decir, y en segundo lugar porque me falta todavía la distancia necesaria, la fisura u olvido temporal que me permita realmente entender lo que a mí no me concierne directamente y acordarlo con lo que sí es, o puedo pretender que sea mío. En otro sentido, sin embargo mi historia sí es Historia, mi historia se escribe ahora y aquí…” [3]. Por supuesto, el trazo autobiográfico operaba como toma de distancia del nuevo monumentalismo histórico, pero más importante aún, desistía en capitalizar sobre el lado de los supuestos ‘valores’ de sus objetos de estudio. De ahí que para Vilarós el campo cultural ofrecía un lugar idóneo para pensar las contradicciones, desencuentros, y tensiones latentes del trauma. En realidad, la escritura autográfica de El mono ensancha sobre la brecha de ese “pacto de olvido” que la cultura posfranquista había abonado desde las encandiladas firmas de la democracia.
Debajo de la fisura, una historia contaminada y contaminable, sucia, adictiva, e infecciosa. El mono arrastraba con estas transfiguraciones de un cuerpo cultural cuyos restos desvelan una comunidad sumida en la conflagración y las inconsistencias de la constitución nacional. No uso el término “constitución” ligeramente. Permítanme varios matices. Por un lado, la constitución remite, en un primer nivel, a la Constitución de 1978 que ha sido el único momento en la historia de España donde el poder del Estado se dotó de la legitimidad del poder constituyente en condiciones de convocar a una gran mayoría social [4]. La Constitución de 1978, aunque pactada entre las élites políticas y la monarquía, supuso la institucionalización de un nuevo contrato social que buscó dar rienda suelta a horizontes políticos alternativos al de la razón imperial española que gobernó el país, con distintas mutaciones, al menos desde el siglo XVI. Pero la constitución también se refiere al temperamento del sujeto moderno, en sus capacidades de ciudadano, consumidor y partícipe de la historia. Esta subjetividad constituida desde y para una nueva fase posfranquista daba por concluida la parálisis edípica a partir de la fuerza notarial del nuevo estado de derecho [5].
La constitución de la subjetividad posfranquista no podía encarar a su ‘mono’, que para Vilarós es la figura de un exceso fantasmático que acechaba a la naciente época. Al contrario, el sujeto posfranquista, heredero de sujeto sacrificial, buscaba a toda costa discantarse de la Cosa –ese lugar imposible que constituye el síntoma originario y traumático de cada ser vivo para el psicoanálisis– en un movimiento que amortizaba la pulsión de muerte en la propia temporalidad de vida. La ruina de la vida finita es lo que Vilarós analiza con un cuidadoso recorrido por las producciones de escritores como Jaime Gil de Biedma, Miguel Espinosa, Gabriel Ferrater, Manuel Vázquez Montalbán, o la escenografía corporal de ‘La Movida’. La cultura, en efecto, aparece como la subtrama sucia que desdoblaba los pliegues de la constitución (del 78, del sujeto de la historia, del nuevo consenso político). La dificultad recaía en la descarga de la “deuda” de la herencia del Padre (Franco como representante del arcana imperii hispánico) que declinaba hacia un momento sin posibilidad de ser verdaderamente relatado, sin metáfora que sirva de referencia ni soportes absolutos.
Los límites de la expresión literaria arrastraban, a su vez, una profunda crisis de la política del futuro en tanto utopía entendida como relato del progreso. Esto representó una suerte de tajo, de abismo, para los hijos. Las malas noticias que trae El mono residen no solo en el hecho de que la transición española habría sido subsumida por la despolitización de su aventurado ingreso en los mercados –un mercado común que Jacques Lacan ya en los años sesenta asociaba al fin del contrato social soberano, y al comienzo de un nuevo tipo de segregacionismo en tanto administración del deseo del otro [6]– sino en la clausura de un horizonte político que supusiera una auténtica emancipación. En efecto, la crisis de esta simbolización se anunciaba como performance y simulacro estético, tal y como nos dice El mono a propósito de La Movida [7].
El brillo de La Movida madrileña fue compensatorio de la imposibilidad de trazar con claridad una historia legítima para los hijos desaparecidos del pasado y los que aún estaban por nacer en el futuro. Por eso, nos dice Vilarós, no sorprende que la historia haya sido escrita “con la tinta blanca de la adicción y que sólo puede reproducir ahora atendiendo al abismo que le sirvió de pantalla” [8]. Esa tinta blanca era también era compartida por el artista plástico Herminio Molero, para quien “en la movida hay siempre un problema de vacío. Por donde tires te encuentras con la nada, con eslabones que no existen” [9]. Ese vacío volvía perceptible la fisura de la transición contra una activa gestualidad sonámbula de quienes celebraban la fiesta de la democracia. De ahí que el “desencanto” que Vilarós lee metonímicamente desde la película homónima de Jaime Cháverri confirma la ruina de la identidad (el “no sé quién soy”, de Leopoldo Panero) incapaz de construir sujeto, nación y familia como nudo de una consumación edípica que fracturaba el interior de la transición. El “desencanto” no develaba su agujero por la fuerza de la despolitización de la cultura, sino como traza de la opacidad del futuro.
Si ya la filosofía de la historia aparecía deslegitimada como performance estético, ¿cómo hablar de la utopía de los hijos? ¿Cómo no producir violencia desde ahí? Y, por lo tanto, ¿desde dónde trascender (dialécticamente) el vacío de un tiempo presente que había sido constituido como cementerio, donde yacían los hijos que tan solo podían ser enunciados bajo la promesa de un futuro improbable? [10]. Lo que por los mismos años se vino a llamar el ‘fin de la historia’ ya aparecía aquí bajo el signo de la falsa promesa de un futuro dibujado para los hijos. Este límite anuncia la enajenación de la historia, y por lo tanto fisura, sentido común de futuro orientado para el nuevo sujeto ciudadano de la democracia. Vilarós lo llega a decir con claridad. En medio del bullicio y la cháchara transicional emergía:
“…un agujero de luz negra donde, en éxtasis negativo, van a quedar cegados nuestros ojos; al hábitat donde aquello reprimido, aquel mono siniestro, retorna y apunta con su dedo el corazón de la nueva España y la rasga en dos, recordándonos el pago de la deuda, recordándonos que, al fin y al cabo, Goya y la guerra civil cuelgan todavía a nuestras espaldas” [11].
La Guerra Civil o stasis no es un punto fijo en la historia de la transición, sino la brecha en la narración de la historia como imposibilidad entre el estado y la nación, el pueblo y el territorio, entre los padres y los hijos y los hermanos [12]. Para usar una imagen pictórica: estamos ante la dimensión goyesca de la historia hispánica que revela la esencia política en el sentido schmittiano –esto es, de unidad máxima entre asociación y disociación de amigo y enemigo– como drama al que aún convocaba la razón imperial de la historia.
Fotograma de «Jamón, jamón» (1992), de Bigas Luna
Vilarós retoma la latencia goyesca al final de El mono, cuando analiza Jamón, jamón (1992), de Bigas Luna, y escribe: “El siniestro garrote español, el instrumento de muerte por excelencia dentro del marco del ritual espiritual/sacrificial del aparato franquista es una imagen recurrente en el cine oposicional de los años de la dictadura, como lo es también en aquel cine que, en los primeros años de la transición, todavía arrastraba en su cuerpo los modos y maneras de un estilo anterior” [13]. El franquismo, el posfranquismo, y el sujeto de la contracultura insertos en el poder hegemónico hispánico no serían instancias excepcionales de la historia, sino transformaciones de un fratricidio en curso del cual somos enérgicos espectadores. El trabajo inagotable de la hegemonía (aun cuando ésta es producida con los mejores propósitos y desde las voluntades más cándidas) no tiene como finalidad el consenso, sino una guerra sin tregua que busca saltarse el agujero que constituye al sujeto de la libertad. La cultura de la transición como fundamento de la hegemonía padece esta incurable pulsión como un dios invisible que le ha fijado una sintaxis a la turbulencia de la historia.
Quizás ahora estamos en condiciones de preguntarle a El mono, después de veinte años, qué puede ofrecer a nuestras capacidades reflexivas sobre la cultura y la política en una España contemporánea que ha vivido al menos desde el 2008, una transformación radical en los modos de convivencia y en las relaciones entre estado y sociedad. En cuanto crítica de la construcción histórica de la transición posfranquista, El mono es un libro ineludible y un hito en el pensamiento hispano de las últimas décadas. Es el gran libro que no podemos dejar de leer y releer y cargar a cuestas como un mono singular. Sin embargo, las gramáticas políticas de los últimos años han sido substancialmente trastocadas. La llamada Cultura de la Transición ha sido sistemáticamente cuestionada por una nueva generación de intelectuales, filósofos periodistas, y activistas tras la irrupción del 15M en el 2011. También hemos sido testigos a partir del 2014 del ascenso de un partido populista de izquierdistas, Podemos, que acentuó el quiebre del bipartidismo con claras capacidades de hegemonizar la crisis de régimen hasta llegar a alcanzar representación parlamentaria y varias administraciones locales. Y más recientemente, sobre todo a partir del referéndum llevado a cabo el primero de octubre de 2017 por el president Carles Puigdemont en alianza con los partidos independistas del Govern catalán, se ha producido lo que algunos han llamado la más severa crisis territorial del país que aún no encuentra los cauces democráticos para llegar a una solución pactada entre la Moncloa y la autonomía catalana [14]. Dejamos muchos otros momentos fuera, pero creo que estos son suficientes para reconstruir una imagen parcial de un momento completamente desigual y fluctuante.
Si el mapa de 1973 a 1993 se rubricó bajo la ilusionada historia del consenso democrático, el nuevo mapa apunta a un deterioro final del ya empobrecido federalismo español y de la continuación del conflicto interno (lo que hemos llamado la guerra civil o la stasis). Contra los consensos de la cultura de la transición que El mono percibió con agudeza, ha aparecido un ‘intruso populista’, como lo ha llamado el psicoanalista argentino Jorge Alemán. El populismo surge como el síntoma ante el malestar político de la fase terminal del régimen del 78 [15]. Ante esta novedad, es importante recordar que El mono ofrece dos formas principales de comprensión de la dos textos vinculantes de la transición: un primer texto que pertenecería al orden del relato oficial y de los púlpitos públicos; y un segundo texto sería aquel que, subterráneamente, inscribe el tiempo lapseado en la primera síntesis histórica. No son textos divergentes, ya que ambos se complementan. El primer texto es oficial y transparente y mantiene la lógica maestra del progreso. El segundo texto emerge en los márgenes, desde performances que desmetaforizan el cuerpo y que esparce una escritura desligante. Esta tropología posmoderna de la écriture como segunda opción de emancipación cultural ha sido hoy desbordaba por el momento político. Un momento político cuyo golpe de suerte lo encontramos en la quiebra de un régimen de partidos y su cultura, así como en el ascenso de la movilización política urbana de los últimos años, y también en la articulación de un partido político, Podemos, compuesto mayormente por intelectuales y profesores que han sabido sustituir con astucia la crisis epocal del marxismo con una renovada teoría de la hegemonía posmarxista para generar política ganadora [16].
En el mapa contemporáneo la cultura ya no puede pretender ser el eje central ni de análisis ni de proyecto político alternativo de larga duración. Si en la época de El mono la historia era maloliente ahora la cultura es la que apesta. El culturalismo, entendido como paradigma identitario heredado de los Cultural Studies, es hoy insuficiente para dotar de productividad teórica al momento de la crisis política del presente. Esto no quiere decir que la cultura ha desaparecido o que haya que renunciar al estudio de artefactos culturales. Todo lo contrario. La expansión de los regímenes culturales y sus gramáticas coincide hoy con una crisis de simbolización que ya no puede disociarse de la hegemonía en la colonización de todas las facetas de la vida. Por esta razón, mi tesis es que no honraríamos a El mono si nos aferramos a leerlo como baúl de figuras culturales o como candil contracultural para favorecer una hegemonía de segundo grado, a partir de un nuevo suplemento político. Es curioso en este sentido que en algunas intervenciones más recientes sobre la Cultura de la Transición se piense que una operación “crítica” o “contracultural” puede enmendar las fisuras. En realidad, la crisis y la ilegitimidad del régimen político que El mono estudiaba en 1998 daba por cantado el fin de operaciones que desde “la crítica” suturarían las deficiencias del culturalismo [17]. La crisis de lo político vendría a poner también en aprietos al marco del aparato crítico por el cual es juzgado. En su ensayo Concepto de la CT el ensayista Guillem Martínez concede que la cultura ha estado en función de la hegemonía bipartidista, y sin embargo, luego define el 15M como “pequeño milagro cultural” o como acontecimiento de una ‘no CT’ [18]. Según Martínez: “La no CT es la posibilidad de miles de culturas horizontales. Lo no CT es posibilidad de robarle al Estado el monopolio cultural” [19].
Sabemos, sin embargo, que ningún robo es perfecto y que termina solo desplazando la propiedad que ha sido hurtada. ¿Hasta qué punto disputarle la cultura hegemónica al régimen no termina subscribiendo una contrahegemonía que abiertamente ignora la borradura del mono? ¿Por qué pensar que la diferencia tendría que darse en la cultura como un conflicto central contra el estado? Pelear por el “monopolio de la cultura” es entrar a la absurda pelea de jamones como una repetición goyesca de la historia como guerra. La apuesta de una contracultura que se quiere “ingobernable” solo es posible como apego afectivo por un futuro sin posibilidad de experimentar nuestro síntoma singular.
Como ha visto el psicoanalista Lee Edelman, cada vez que se solicita un “futuro” suplementado desde la “cultura” (o desde el “pluralismo cultural”) en realidad se está registrando la denegación freudiana (verleugnung) como reacción ante una figura acreciente y excesiva que desborda la diferencia [20]. En otras palabras, todo conflicto hace del ‘futuro’ la promesa de una resolución del conflicto en nombre de un “bien común”. Pero, ¿por qué hemos de creerlo? Hablar de un “futuro de miles de culturas horizontales” (la expresión es de Martínez) termina siendo un agregado particularista que ampara al esqueleto de Cultura de la Transición sin ofrecer nada a cambio. No sorprende que el mismo Jorge Alemán en la ya citada conversación con Germán Cano se muestre sospechoso de lo que él llama la “ilusión de futuro” articulada desde la profanación que vendría a suturar de una vez por todas la crisis de régimen [21]. La insuficiencia de la ‘contracultura horizontalista’ (entiéndase aquí la apuesta de culturas locales en nombre de comunidades identitariamente definidas), instalada en las buenas bondades del municipalismo de ayuda mutua o de un comuntarismo piadoso, reproduce los modos consensuales de la hegemonía hacia un cierre circular que nos pide que creamos en su futuro como algo dado de antemano [22]. Aquí las latencias psíquicas y los malestares que traen consigo la pulsión de muerte son denegados a cambio de una comunidad sin fisuras.
He querido leer en esta última parte El mono de la mano de Del desencanto al populismo (2016) porque me gustaría sugerir que el momento populista anuncia la posibilidad para una reforma política democrática que vuelve a abrir, en palabras de Alemán, “un espacio importante para plantear lo más difícil de pensar, a saber, la cuestión de la igualdad” [23]. Pero la igualdad democrática es siempre la separación desde nuestro propio síntoma, y nunca su entrega comunitaria. La posibilidad de construcción de esta igualdad no se encontraría en el goce de la movilización horizontalista o comunitaria, ni tampoco en un nuevo caudillismo contrahegemónico (apuesta por una cultura no-estatal) de los márgenes, sino en el cuidar del vacío somático que nos define como singular irreducible a una forma comunitaria o bien a la subsunción del capitalismo financiero.
El momento populista estará en condiciones de preparar una irrupción democrática solo si es capaz de multiplicar el conflicto en la política en lugar de traducirlo a una mutación de la guerra [24]. El populismo es hoy una condición primordial para la reinvención de todo régimen democrático. Esta instancia del síntoma no puede significar una añadidura en la equivalencia que se limita a unir voluntades bajo el mando de un líder carismático. La irrupción igualitaria, como lo ha visto el propio Alemán leyendo a Lacan, estaría asociada a la sexualidad femenina en cuanto experiencia mortal y finita que necesitaría de un segundo momento que yo llamaría la poshegemonía instituyente. Decimos poshegemonía no para indicar que la hegemonía en política no exista, sino para indicar que el síntoma singular es la marca del vacío en todo contrato social irreducible a la estructura de la equivalencia. Y llamamos instituyente a las condiciones materiales de una gran política democrática de larga duración –que puede subscribirse desde principios como la transversalidad, la irreversibilidad de las conquistas de derechos, o lo que Clara Serra ha llamado una ‘libertad en distancia’– a la cual ya no le interesarían hacer promesas mesiánicas ni insistir en demandas o voluntarismos comunitarios [25]. Estamos tocando uno de los límites y posible recomienzo para pensar más allá del texto de Vilarós. En un momento de El mono Vilarós nos dice que las ‘plumas críticas’ del posfranquismo evitaban cualquier “forma institucionalizada de participación política” [26]. Para producir una liquidación efectiva de régimen del 78 hoy, debemos insistir en una poshegemonía como proceso instituyente. Y esto significa ampliar las voces de la participación política, reduciendo la lógica de sometimiento y subordinación por quienes se creen estar “del lado correcto de la Historia”.
Leído desde nuestro actual momento populista, El mono ya no invitaría a un refugio de la écriture como performance delirante que goza su descomposición. Y por otro lado, el momento populista tampoco puede entregarnos una transformación democrática profunda desde la formalización de la equivalencia como agregado de subordinación de voluntades populares. Hemos sido testigos de las limitaciones del progresismo español desde el 2015. Y también hemos visto cómo el sistema bipartidista ha persistido, como un arlequín zombi, día a día gracias a las piruetas de sus propios fracasos y de la plusvalía del espectáculo.
Para generar una política deseable (ligada al deseo singular de cada persona), republicana, no basta con apelar a la contrahegemonía comunitaria ni al verticalismo hegemónico cuya catexis regula el significante vacío desde liderazgos autoritarios e imprescindibles. La poshegemonía instituyente en realidad se propone buscar una mediación el deseo propio (ese vacío singular que nos constituye según El mono) que ofrece otra vía para renovar los lazos de un contrato social que hoy solo tiene cabida por fuera de los regímenes culturales. A veinte años de su publicación, El mono nos convoca a esta tarea que es a la vez imposible y necesaria.
Notas
1. Teresa Vilarós. El mono del desencanto (Siglo XXI 1998; Siglo XXI/Akal, 2018).
2. Ver, entre otros, El precio de la transición (Akal 2015), de Gregorio Morán; El PCE y el PSOE en (la) transición. La evolución ideológica de la izquierda durante el proceso de cambio político (Siglo XXI, 2015), de Juan Andrade; CT o la cultura de la transición: Crítica a 35 años de cultura española (DeBolsillo, 2016) editado por Guillem Martínez, y más recientemente Culpables por la literatura: imaginación política y contracultura en la transición española (Akal, 2017), de Germán Labrador.
3. Ibíd., 59.
4. Este argumento es desplegado con fuerza histórica por José Luis Villacañas en Historia del Poder Político en España (RBA, 2014). 570-595.
5. Vilarós., 192.
6. Jacques Lacan. ‘Proposal of 9th October 1967 on the psychoanalyst of the School’ (Analysis, 1995). 1-13.
7. Vilarós escribe sobre las contradicciones de La Movida: “La movida quiso el fin de la representación y buscó el silencio de la palabra para que el cuerpo hablara. Si la movida precisó de una absoluta resistencia a la simbolización, del simulacro estético, si la movida quiso fundamentalmente literalizar y “desmetaforizar” la existencia en un esfuerzo casi desgarrado de alcanzar un grado cero de práctica cultural, ¿cómo ahora pretender representar, simbolizar, constituirla en una más entre prácticas posibles, someterla a la trampa de la dialéctica?” 99.
8. 99.
9. Ibíd., 86.
10. Ibíd., 76.
11. Ibíd., 88.
12. Ibíd., 145.
13. Sobre el concepto de la stasis, ver Stasis: la guerra civile come paradigma politico (Bollati Boringhieri, 2015),
14. Vilarós., 302.
15. Sobre la crisis catalana, he consultado entre otros libros Largo proceso, amargo sueño (Tusquets, 2018), de Jordi Amat; Crisis constitucional e impulso constituyente: Diálogos sobre España (Editorial DaVinci, 2018), de Javier Pérez Royo, y Esperando a los robots: mapas y transiciones políticas (Icaria, 2017), de Enric Juliana y Roger Palà.
16. Jorge Alemán & Germán Cano. Del desencanto al populismo: encrucijada de una época (NED Ediciones, 2016). 198.
17. El mismo Íñigo Errejón reconoce la influencia de la teoría de la hegemonía de Laclau en su diálogo con Chantal Mouffe, Construir Pueblo: hegemonía y radicalización de la democracia (Icaria, 2015). Sobre la hegemonía de Laclau en Podemos, también ver ‘Plomo hegemónico en las alas, I. La hipótesis Podemos’, de Alberto Moreiras. https://infrapolitica.com/2017/04/09/la-hipotesis-podemos-borrador-por-alberto-moreiras/
18. Es lo que estaría en juego en la fisura de la dialéctica de parte de Vilarós. 106-111.
19. Guillem Martínez. ‘El Concepto CT’, en CT o la Cultura de la Transición (DeBolsillo, 2016). 13-24.
20. Ibíd., 23.
21. Lee Edelman. No Future: Queer Theory and the Death Drive (Duke UP, 2004). 59.
22. Jorge Alemán & German Cano. Del desencanto al populismo: encrucijada de una época (NED Ediciones, 2016).
23. En el seminario XXIII, Jacques Lacan asocia la figura del círculo y del movimiento circular con la función de la policía. Ver Le Sinthome (1975-76) (De Sueil, 2005). 16.
24. Alemán., 214. Sobre la propuesta del municipalismo como ayuda mutua, véase El poder de lo próximo: las virtudes del municipalismo (Catarata, 2016), de Joan Subirats.
25. En realidad esta última parte de mi comentario sobre poshegemonía y sexualidad femenina le debe mucho a un intercambio reciente con el politólogo catalán Adrià Porta Caballé, que ha resultado en el intercambio ‘A Debate: Hegemonía y Poshegemonía. Diálogo entre Adrià Porta Caballé y Gerardo Muñoz’ (de próxima aparición, 2018). También ver el importante texto de Porta Caballé ‘Dos riscos i una tasca pendent de les esquerres en la construcció nacional-popular de Catalunya’, en el cual se hace cargo de las recientes derrotas de las confluencias de izquierdas, haciendo notar los límites de la subordinación verticalista y del esencialismo identitario: http://revistatreball.cat/dos-riscos-i-una-tasca-pendent-de-les-esquerres-en-la-construccio-nacional-popular-de-catalunya/
26. En su libro Leonas y zorras (Catarata, 2018), Clara Serra define la libertad como distancia que dejar ser el deseo femenino hacia una “posibilidad de tomar una distancia, que no se abre individualmente, no es proeza individual, es una conquista colectiva… Y cuanto menos hegemónicas sean la maternidad o la feminidad tradicionales, cuanto más emerjan otras opciones, más podremos considerar que las mujeres eligen libremente su maternidad”. 156-157.
27. Vilarós, 247.