De tanto darle la vuelta a los argumentos y a las intenciones, como si fueran tortillas, a los separatistas les está quedando un comistrajo que no hay forma de presentárselo ni a un amante de lo kitsch. Pero el asunto va más allá, en una superación (o una degeneración, según se mire) artística tan sin precedentes, que a Artur se le va poniendo cara de Divine y a la Generalidad sólo le faltan en la puerta unos Pink Flamingos a la espera de la repugnante secuencia final.
El president dice que lo que separa a la gente es no poder votar, lo que a lo mejor, en este lenguaje que de tan retorcido ya alcanza la comedia negra, el cine de explotación, significa todo lo contrario, una suerte de cubismo, una glorificación de la fealdad de la que son cómplices los sucesivos gobiernos de España por su irresponsabilidad, el pactismo desenfrenado como el independentismo desenfrenado que se ha ido plantando sin que nadie prestara atención a las cosechas o, lo que es peor, mientras se miraba hacia otro lado.
Ahora viene Aznar como si llegase de pasar cuarenta años en el Tíbet y le dice al gobierno que elimine “la fuerte efervescencia independentista”, igual que si acabasen de echar en el vaso una couldina. Los gobiernos de España son partícipes de la locura, y por tanto de la traición de un Mas que, aparte de ir transformándose en un travesti grotesco, ha abandonado las maneras de la política para adoptar las de la guerrilla.
El president era el elegido para culminar el proceso, la gran esperanza, el Matt Damon de ‘Infiltrados’ o, casi mejor, un Terminator independentista por su disposición a llegar hasta el final, el target que debe aparecerle por dentro de sus gafas, si es necesario arrasándolo todo, liberado ya de su máscara de seny, confabulado, diríase que hermanado con los radicales de la muerte al Borbón, cerrado a las advertencias de Europa, a las de los bancos y a las de las empresas. Y cerrado a los catalanes.
A pesar de la sordidez del envite, el gobierno debiera de resistirse a responder con ella. Quizá sea ese el gran reto y no “eliminar efervescencias” a estas alturas, lograr responder con la naturalidad de la ley y el sentido común que ordena la utopía, la cual sin ellos se convierte en el caballo desbocado sobre el que cabalga el rey Artur desnudo y taimado, empujado y celebrado por esa prole de John Waters que le acompaña, esa casta provinciana con ínfulas de vanguardia artística, las brujas de Macbeth afirmando: “lo feo es bello, lo bello es feo”.