Flojillo

 

Suena Fools Gold,

de Stone Roses

 

Reconozco que me divierten mucho los habituales cuadros críticos que aparecen en las revistas cinematográficas especializadas a pesar de ser consciente de la simpleza y la injusticia que produce cualquier intento de conclusión una vez consultados. Sin embargo, ese ejercicio innoble de tener que adjudicarle una puntuación –que suele llevar su correspondiente calificativo- a modo de evaluación, en forma de dígito, estrellita o lo que sea, parece ser un imperativo al que todo crítico debe someterse si es una de las firmas reconocidas de la publicación. Todos lo hemos hecho, de forma pública o privada. En mis inicios cinéfilos, recuerdo haber hecho listados de películas que había visto, o que tenía pendientes de ver, y anotar junto al título una puntuación que iba normalmente del 0 al 5, aunque luego viniera ese ridículo ejercicio de precisión e indecisión consistente en añadir asteriscos o símbolos positivos o negativos porque la valoración que hacía uno de la película en cuestión no alcanzaba el 5 pero tampoco era como para ponerle un 4; o sea que no era para considerarla una obra maestra, pero casi. Vamos, una forma como otra de perder el tiempo.

 

Es este ejercicio, consistente en evaluar una película,  un ejercicio que a priori tiene algo de académico, cuando se trata de valorar, por mucho que no lo consideremos como tal, una obra artística, y por tanto de juzgar algo que supuestamente debe discutir el academicismo, el adocenamiento. También hay en él un gesto de arrogancia, la propia de alguien que se considera adecuado para evaluar una obra cinematográfica como si se tratara de un trabajo de ciencias naturales o un ejercicio de comentario de texto. Sin embargo, cuando observo el cuadro crítico de alguna revista y aparecen las puntuaciones otorgadas por algunos críticos, a algunos de los cuales tengo en alta estima y admiración, me entretengo por la cantidad de interrogantes que me suscita.

 

¿Qué significa que el mismo crítico le ponga un 10 a Boyhood (Idem, 2013), de Richard Linklater, un 5 a Jersey Boys (Idem, 2014), de Clint Eastwood, y un 7 a El amanecer del planeta de los simios (Dawn of the planet of the apes, 2014), de Matt Reeves?; ¿en relación a que se ponen esas notas, qué referencias se toman si tenemos en cuenta que es imposible, y estúpido, valorar una película de forma absolutamente aislada e independiente?; ¿es el mismo 10 el que yo le pondría, por ejemplo, a la citada Boyhood y el que le pondría a Holy Motors (Idem, 2012), de Leos Carax); consistía la cosa en resolver el mismo problema de matemáticas?; ¿y qué ocurre cuando años después volvemos a ver una película a la que habíamos puntuado con un 3, por ejemplo, y entonces nos damos cuenta de que merece un 6?; ¿podemos cambiar la nota?; ¿y ese cambio a qué obedece?; ¿y cuántas películas hemos visto o vuelto a ver –y hemos puntuado y vuelto a puntuar- desde aquel primero visionado hasta el siguiente? Y así, hasta que digan basta.

 

 

Recuerdo un día que hablando sobre cómo evaluar a los alumnos, sobre qué criterios y métodos seguir, Marta me explicaba que ella tenía un profesor que había decidido que aquellos exámenes o trabajos que fueran inferiores a lo que el consideraba un 3, les ponía como nota “flojillo”. No había puntuación. La idea me pareció brillante y humilde, y aunque he estado tentado de aplicarla, no lo he hecho. En relación a ello, también recuerdo otra noche, anterior, en la que compartía mesa con mi amigo Jaume Vidal y en la que supongo que discutíamos en torno a cuestiones relacionadas a la forma de valorar alguna película. El asunto nos llevó a comentar el hecho de ponerles calificaciones a las películas.

 

Entonces, animado supongo por unas cuantas copas de vino, que debían haber maridado un cordero a la griega, propuse la creación de un nuevo cuadro crítico en el que alejados de lo categórico, y a la vez ambiguo, de la puntuación ortodoxa, se llevara a cabo una valoración de la película que atendiera a determinados sentimientos o, en todo caso, impresiones iniciales. De esa manera, alegué que habría que incluir cada película en una categoría que correspondiera a la sensación que nos había causado a la salida del cine. Así pues, podríamos decir que lo que habíamos visto nos había dejado “decepcionados”, “frustrados”, “indiferentes”, “satisfechos” o “entusiasmados”. Entonces, con la misma brillantez que aquel profesor que había tenido Marta, pero sin su humildad, el camarada Vidal me advirtió y me dijo que me había dejado una categoría. “¿Cuál?”, le pregunté. “Salí antes”, me contestó. Reímos.

 

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