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Flor de utopía

 

No sé si dispongo en mi caja de herramientas de la apropiada para juzgar la muestra de un género que no trabajo. Tal vez mi mirada pueda estar una miaja adiestrada en la percepción incontestable de la belleza, o quizás sea una presunción por mi parte presumir de algo en lo que la razón solo es una acompañante ancilar del corazón, ese pálpito diáfano que no va aparejado a cátedras ni títulos. En fin, como mi don Latino particular me empieza a avisar de que no me ponga estupendo y uno tampoco hace alardes de poseer un cráneo privilegiado, les comentaré que todavía en mi memoria rebosan la emoción y el asombro cuando recuerdo Utopía, el espectáculo que María Pagés presentó recientemente en Madrid. 

 

Nunca había visto a la gran bailarina y coreógrafa en escena. Presencio habitualmente, con denuedo profesional y ejemplar dedicación a la causa, muchas funciones teatrales, y la danza es un lujo en mi menú cotidiano que rara vez me puedo permitir, acicateado por la urgencia y la frecuencia de los estrenos. Pero esta vez alguien me convenció para ver a la Pagés y yo, lo confieso, no me hice mucho de rogar. Jamás me arrepentiré. Esta sevillana de planta antigua, de perfil de cartel de café cantante y poderosa quijada de quien no teme los desafíos, alberga la fascinante hermosura de esas raras mujeres de físico alejado de los cánones que parecen encendidas por dentro, un algo personal, inaudito, tremendo.

 

Sobre el escenario se transfigura en animal mitológico, esfinge sabia que seduce y cautiva con un quiebro, el vuelo de la cola imposible de un bellísimo vestido de baile, un desplante, el taconeo que remite al ritmo del pulso primigenio. Conoce los arcanos del movimiento ancestral, mueve la cintura y a su ritmo gira entero el planeta. Pura flor de utopía que germina y crece en el filo de un latido hecho carne, el verbo insurgente convertido en materia sensible para habitar entre nosotros. 

 

El espectáculo está hecho a su imagen y semejanza. Suyas son la idea, la dirección y la coreografía, la escenografía y el diseño del bonito vestuario, armonizado en una gama de grises, blancos y negros, con el estallido del rojo como contrapunto apasionado. En la escenografía, tres cables grises sujetos por varios tirantes conforman una suerte de pentagrama flexible que sugiere espacios, crea ámbitos, alimenta perspectivas insólitas; una idea sencilla y espectacular que, vestida por la iluminación casi táctil de Pau Fullana, irradia en determinados momentos la serenidad intensa y la intimidad atormentada de una obra de Rothko. Y en otros se entrega a la sensualidad curvilínea de los diseños de Oscar Niemeyer, arquitecto cuya semilla está en el fondo de este proyecto. “Oscar Niemeyer –afirma la bailaora- me recordó que en la humanidad no hay jerarquías, que todos estamos en una misma y única dimensión. Oscar me recordó que en esta igualdad reverdece la esperanza de poder cambiar el mundo. Porque todos reímos y lloramos. Y todos nacemos y morimos…”.

 

No he dicho aún que este es un espectáculo flamenco, pero no de ese flamenco que huele a serrín antiguo, y que es legítimo, faltaría más, allá cada cual con los ingredientes de su puchero. Es un flamenco de calidades contemporáneas, de movimientos que en ocasiones podrían mirarse cabalmente en el espejo de Pina Bausch sin que mengüe su jondura. Un flamenco en el que Ana Ramón y Juan de Mairena, que están al cante, entonan con sentimiento y desgarro letras extraídas de textos de Baudelaire, Cervantes, Machado, Benedetti y Neruda, entre otros, que apelan al idealismo y la imaginación, que reclaman la solidaridad y apuestan por el inconformismo mientras apuran con pasión la fugaz copa de la vida.

 

La compañía de María Pagés es joven y vigorosamente armónica, enredada en una complicidad optimista que se traduce en brío, entrega, búsqueda de la perfección, limpio efectismo, energía caudalosa. Un trabajo formidable. Sí, Utopía me gustó mucho, y al público que abarrotaba el Teatro Español, también. No sé si mis palabras reflejan o no lo que es el espectáculo, ya les avisé de que no trabajo el género. Puedo haberme equivocado con las herramientas, no con el corazón.

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