(Inglaterra, enero de 1940)
Esta mañana me agaché para ver de cerca el primer capullo de flor que se había abierto camino a través del helado suelo, un botoncito redondo y firme, de un amarillo muy puro cercado de un collarín verde. Al tocar los pétalos fríos pensé, y el pensamiento fue como un golpe: pronto florecerán los almendros en España –mi almendro en el Parque del Oeste ya debe estar lleno de pimpollos. Volví a casa, caminando lentamente por este jardín inglés. Tres plumitas blanco-humo cayeron, girando y flotando, de lo alto de un espino negro. Sabía que se habían desprendido del pecho de una paloma silvestre. Pero sentí el acre humo de pólvora y el perfume levísimo de la flor de almendro, como lo había sentido hacía tres años. Y, como entonces, hubo en el aire un zumbido lejano de pesados aviones de bombardeo.
Entonces también hacía mucho frío. Envueltos en nuestros gruesos gabanes atravesamos el laberinto de las nuevas trincheras bajando la cuesta del Parque de Oeste de Madrid. La tierra estaba helada, los árboles desnudos. Nuevas heridas en sus troncos, largas desconchaduras en sus cortezas, exhibían la madera blanca, amarilla, roja. Unas semanas antes, este terreno había sido reconquistado por el batallón vasco en largos días de lucha con granadas, morteros y minas. Los otros estaban ahora establecidos al pie del talud y disparaban desde un edificio que allí había, hiriendo los árboles cuando no herían a los hombres. Innumerables muñones de troncos deshechos alargaban astillas como lenguas o cuchillos. El túnel que conducía a la primera línea de fuego tenía un techo de ramas con hojas de un verde oscuro invernal, de laureles o lo que fueran. El jefe de los vascos, hombre de cara pesada y petrificada, estaba muy orgulloso de todo aquello. Cada hoyo en la cuesta del cerro, cada tronco destrozado, significaba para él parte de la victoria por la que se había peleado, y no nos perdonó un solo detalle.
—Y allá arriba está el tanque que les quitamos. Miren.
Estábamos en el fondo de un diminuto valle, a cincuenta metros de la línea enemiga. Arriba en la ladera empinada, en medio de un césped carcomido por la escarcha y al abrigo por de un árbol solitario, estaba la ruina de un pequeño tanque italiano. El comandante empezó a trepar la cuesta y me llamó, entusiasta e impaciente:
—Venga, venga, le va a interesar. No se preocupe, esos tíos no saben nada de puntería.
Le seguí mecánicamente, tratando de no escuchar los primeros sordos estampidos de balas que daban en los arboles ladera arriba. El capitán ayudante, joven pintor de viva imaginación y además un valiente, nos gritó desde la trinchera:
—¡No sigáis, volveros! Ya os han visto… Balas explosivas…
Me daba cuenta de que era una tontería seguir camino arriba, pero me faltaba valor para hacer algo que el comandante iba a considerar una cobardía. Además quería acostumbrarme. Seguí subiendo. Di unos pasos más sobre la hierba corta, resbaladiza. La sangre cantándome en los oídos hacía que el silbido de las balas me sonara tenue y lejano. Me puse a cubierto detrás del tanque. Sí, los de enfrente no sabían apuntar bien.
Entonces, de repente, me entró el miedo de la vuelta, del descenso. Mientras el comandante me explicaba muchas cosas sobre el tanque, que no me decían nada, me quedé mirando las oscuras ventanas del edificio, roto por la metralla, que servía de fortaleza a los otros, y me pregunté si los tiradores de allá serían moros. Hacía mucho frío. Una ametralladora matraqueaba en la cercanía. A pocos metros de nosotros, hacia la izquierda, una rama de pino se abrió de golpe en una florecilla blancuzca con astillas por pétalos. Llegó a mí un ligerísimo olor a miel, traído por la leve brisa helada. Levanté la vista y vi, en la rama más próxima del solitario árbol al lado nuestro, unos tallos finos que llevaban flores, pocas, de un color rosa pálido y uniforme con un corazón de vivo carmín. El almendro había abierto sus capullos más tempranos.
Me adelanté y arranqué dos brotes como dos varillas. Recuerdo que uno tenía cinco flores, el otro, siete. Y ya que había salido a descubierta, bajé la cuesta cuidadosamente, sin darme demasiada prisa. Los tiradores seguían disparando. Cuando llegamos a la trinchera, la cara del ayudante expresaba una mezcla de amarga censura y de alivio. Procuré no mirarle. Me volví hacia el hombre que amo y cuyos ojos se clavaron en los míos, llenos aún de impotente terror, y toqué su mano. Sentía vergüenza y gratitud. Hubiera querido darle una de las ramitas de almendro.
Florecieron sobre mi mesa de trabajo durante diez días, cerca de aquella ventana que miraba hacia el frente.