El día que comenzó la Primera Guerra Mundial Franz Kafka se fue a nadar. Así lo reflejó en su diario: “2 de agosto de 1914. Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar”. El pasado 24 de febrero todo el mundo fue el escritor checo. Nadie dejó de hacer su vida porque Rusia le hubiera declarado la guerra a Ucrania. O, quizás, sí, porque la vida sigue igual, pero ya no es la misma. No es la misma para los hombres ucranianos, de entre 18 y 60 años, que no pueden salir de su país por la ley marcial. Tampoco es la misma para los ancianos, los niños y las mujeres que se han convertido en desplazados de guerra de la noche a la mañana. Ni para los países vecinos que se han visto desbordados por la mayor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial.
El Alto Comisionado de las ONU para los Refugiados (ACNUR) calcula que tres millones y medio de personas se han marchado de Ucrania y Naciones Unidas prevé más de cuatro millones de desplazados durante todo el tiempo que dure el conflicto. Según su jefe de comunicación en Hungría, Zsolt Balla, 400.000 personas han llegado a este país desde que comenzó el conflicto.
A la capital húngara llegó la primera ola de refugiados dos días después del inicio de la invasión, el 26 de febrero. Desde ese día, las dos principales estaciones ferroviarias de la ciudad –Nyguati y Keleti– se han convertido en un punto de movilización de la sociedad civil. Una movilización que, poco a poco, se ha hecho notar en las calles de Budapest. Un día antes de la guerra, la avenida del Museo –una de las vías principales de la ciudad– estaba plagada de propaganda electoral para las elecciones del 1 de abril. Dos días después, el amarillo y el azul tiñeron la mayor parte de carteles como símbolo de apoyo a su país vecino.
A 320 kilómetros de la guerra
En una de las calles aledañas a esa gran avenida, justo enfrente de la famosa galería Párisi, se encuentra Dolce Vita, una boutique de flores cuya fachada está plagada de lazos amarillos y azules. De ella, salen tres clientes con grandes ramos de tulipanes adornados con lazos como los de la fachada y una nota en la que, desde cerca, puede leerse “Дякую”, “gracias” en ucraniano. Su dueña, Marianna Yanochko, de 20 años, abrió la tienda hace cinco meses. En ese momento no imaginaba que un día uno de sus países estuviese en guerra. Ella tiene la doble nacionalidad debido a que el Oblast de Transcarpatia (región situada al norte de Ucrania) antes pertenecía a Hungría. El 13% de los habitantes de esta zona son húngaros.
Hace siete años, Marianna y su hermana gemela vivían en Uzhgorob, un pueblo a aproximadamente unos 30 kilómetros de la frontera noreste con Hungría. “A pesar de que estábamos lejos, mis padres decidieron marcharse porque cuando hay guerra en una parte de Ucrania la guerra se siente en todo el país”. Ellos emigraron por razones de seguridad, pero también económicas. Según los datos del Banco Mundial, el 23% de los ucranianos vivían por debajo de mínimo de subsistencia en 2019. Una situación que se acentúa en las zonas rurales de la región, como la de Transcarpatia, ya que, la mayor parte de su economía está basada en la agricultura, especialmente en los viñedos.
En 2015, los padres de la florista decidieron mudarse a Budapest para darles un mejor futuro a sus hijas pequeñas. Como Marianna sabía húngaro de sus años en la escuela de Transcarpatia comenzó sus estudios de viola en el Conservatorio Bela Bártok y, a su vez, ayudaba en casa económicamente vendiendo ramos de flores a una comunidad de rusos que vivían en la capital húngara. “Las mujeres rusas tienen mayor pasión por las flores, creé un grupo de Facebook y empecé a vender ramos”. Para ella, fue fácil comenzar el negocio porque, en Ucrania, también se habla ruso.
El verano pasado terminó sus estudios de música y decidió que su negocio debía materializarse. Busco diversos locales y, en octubre, abrió Dolce Vita. “Es difícil empezar un negocio con el coronavirus y ahora con la guerra”.
El 24 de febrero Marianna amaneció con tres llamadas perdidas de su mejor amiga, que sigue viviendo en Uzhgorob. “Me dijo, hay guerra en Ucrania”. La florista no sabía qué hacer porque ella se sentía ucraniana también. “Le dije que enviaría dinero, pensé en vender flores y escogí los tulipanes porque se habían vendido fácilmente y son símbolo de primavera. Una primavera que no llegará a Ucrania”. En los tres primeros días, Marianna vendió 300 tulipanes y recaudó 210.000 florines húngaros (540 euros). “La mayoría de los compradores han sido rusos. Somos como hermanos, siempre lo hemos sido. Ellos tampoco quieren la guerra”, cuenta entre lágrimas.
Todo el dinero que reúne es invertido en material sanitario y de primera necesidad para las personas que están llegando a la frontera y para los que aún quedan en su pueblo natal. “Mi hermano sigue allí y, a pesar de que tiene la doble nacionalidad, no quiere salir”. A través de videollamadas, se comunican con él. Les cuenta que no hay ningún negocio abierto, que las calles están desiertas y que ahora se dedica a vigilar el pueblo cuando todos duermen. “Siento impotencia porque, aunque nosotros no somos refugiados, somos migrantes de esta guerra también. Tenemos que hacer algo”. Marianna, con ayuda de algunos amigos, recoge el material que compra con el dinero recaudado y lo lleva al Centro de documentación y de cultura de Ucrania en Hungría, antes utilizado para eventos culturales. Allí, ucranianos, que ya residían en Budapest, y refugiados, que están llegando estos días, trabajan como voluntarios para enviar todo el material a la frontera.
De camino a la frontera
Todo el material recogido por el centro cultural viaja a la frontera a través de varias compañías de autobuses que, antes de la guerra, se dedicaban a realizar viajes turísticos entre Budapest y Ucrania. Sin embargo, las personas que ahora viajan hacia la frontera optan por utilizar el tren. Magyar Államvasutak –la red húngara de ferrocarriles– ofrece trenes desde la estación más al oeste de Budapest, Nyugati, hasta Chop, el primer pueblo ucraniano tras cruzar la frontera noreste con Hungría.
A las siete y media de la mañana sale el tren con destino a la “guerra”. Así prefiere llamarlo Mattia Sorbi, periodista italiano de La Reppublica, mientras habla por teléfono con su fixer, la persona ucraniana que le guiará durante su estancia en Kiev. Ambos hablan de Zelensky o de Putin, de los grandes nombres de la guerra. Además de esa conversación en italiano pueden escucharse otras en húngaro y en ucraniano de jóvenes que se marchan a la guerra como soldados porque se sienten “obligados por su patria” o como voluntarios. También hay algunas personas que viajan simplemente a pueblos del noreste de Hungría. Al fondo del vagón, junto a la última ventanilla, está Rostyslav Popovych, de 38 años. A diferencia de los hombres con los que comparte tren, habla un inglés perfecto. Es ucraniano, pero lleva viviendo más de diez años en Wayne, Estados Unidos. Él se considera un migrante ucraniano en busca de una mejor vida. Sin embargo, habla de su madre, de 82 años, como una refugiada de guerra.
ACNUR define a un migrante como una persona que se marcha de su país de origen para que su vida prospere. En este sentido, Rostyslav está sometido a las leyes migratorias de Estados Unidos y, hasta ahora, ha tenido protección de Ucrania. Según esta misma organización internacional, un refugiado es una persona que se ha visto obligada a abandonar su país debido a un conflicto armado. Aunque según David Moya, profesor de Derecho Constitucional en la Universitat de Barcelona especializado en los aspectos jurídicos de la migración, lo más importante del concepto no es que haya una guerra, sino que esa persona no puede volver a su país de forma segura. “Puede tratarse también de una persecución en su país de origen, como en el caso Snowden”. El analista Edward Snowden, antiguo empleado de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) buscó refugio en Rusia tras desvelar los abusos de la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense. Los refugiados deben acogerse a las leyes de asilo vigentes en la normativa nacional e internacional. Por lo tanto, Viiktoria, la madre del inmigrante estadounidense, estaría dentro de este último grupo.
“No quería volver, quería quedarse para siempre en Kiev”, cuenta Rostyslav enfadado, pero guardando la calma. Habla de su madre, quien prefería no haber abandonado su casa, sus flores ni su vida en la capital ucraniana, a pesar de que las tropas rusas han entrado y bombardeado un complejo de apartamentos de los suburbios, en Chernihiv. “Mi madre ha vivido toda su vida allí, ya ni siquiera salía de casa. Solo abría la terraza para que su perrito pudiese corretear por allí y ella regar sus flores. Imagínate el cambio”. De repente, suena su teléfono móvil y abandona la conversación. Vuelve y habla de la suerte que tiene con sus amigos de la infancia. Uno de ellos se está haciendo cargo del viaje de su madre, ya que ella sola no podía desplazarse hasta Hungría.
El viaje de Viiktoria, de Kiev a Chop, dura más de diez horas en un tren en el que apenas cabe un alfiler. Rostyslav enseña fotos de cómo está siendo el trayecto de su madre. “Gracias a Dios tiene una silla de ruedas y un transportín donde llevar a su perrito. Sé que está bien y está cómoda, aunque molesta conmigo”. Según el viajero, que había aterrizado en Budapest hace cinco horas, su madre se va a ir a casa de su hermano en Valencia por obligación. “Me dijo solo si vienes a por mí, me iré de aquí”. Rostyslav decidió acercarse a la frontera porque seguía teniendo nacionalidad ucraniana y, de cruzar la linde internacional, no podría volver a Estados Unidos. “Allí ya tengo mi vida, no puedo no volver”.
Se refiera a la vida de su madre la de alguien marcado por la historia, como tantos en esa inmensa y conflictiva franja de Europa Central y del Este. De pequeña se refugió en el metro de Kiev para protegerse de las bombas estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial. Dice que, hoy, sin embargo, esos túneles se estaban utilizando para protegerse de sus vecinos, de sus amigos. “En la escuela, toda mi generación aprendía y se comunicaba en ruso. Hemos sido siempre dos países, pero en el fondo uno. Esto no es justo”, reflexiona Rostyslav. Después de casi cuatro horas, el tren llega a la estación de Záhony. En su fachada pueden verse a centenares de personas que esperan subirse al próximo tren con destino Budapest.
A 0 kilómetros de la frontera
Es 5 de marzo, décimo día de guerra en Ucrania. Siguen los bombardeos en Kiev, aunque los ataques rusos se centran en Jerson y Mariúpol. Moscú ha anunciado un alto al fuego que comienza justo cuando el tren llega a la frontera. De 10:00 a 15:00 horas se abrirán corredores humanitarios en varias ciudades del sur del país para evacuar a los civiles. Además, el ejército de Putin ha tomado el control de Zaporiya, una de las centrales nucleares ucranianas más potentes. Y de Zaporiya a Záhony.
Záhony es el pueblo fronterizo situado más al norte y el que tiene conexión de tren directa con las ciudades ucranianas de Lviv y Chop. Esta población de apenas 4.000 habitantes recibió 1.600 refugiados solo en los dos primeros días de conflicto, según el Rendorség (la policía húngara). El interior de su estación ferroviaria se ha convertido en un centro de acogida provisional. La cafetería se ha transformado en una sala para asistir y cuidar a los bebés y la sala de espera sigue haciendo su función: dar cobijo a las personas que esperan la llegada de familiares o amigos. Aquí espera Rostyslav a su madre, cuyo tren llegará dentro de dos horas.
La zona de seguridad es ahora una oficina de inmigración en la que los refugiados que viajan sin papeles deben pedir su documento temporal de estancia en Hungría que les permite permanecer en el país durante 30 días. Después de ese periodo de tiempo pueden solicitar el estatus de refugiado o marcharse del país. A las personas que no tienen alojamiento, Attila Bodnár –el director de uno de los dos colegios del pueblo–, les acompaña a la escuela que será su hogar durante las próximas semanas.
El hall del colegio Kaldó Kalaman parece seguir en carnaval. Todas las paredes están decoradas con caretas y hay guirnaldas colgadas del techo. “El viernes pasado estábamos de fiesta y una semana después tuvimos que volver a las clases en línea. Y no por el coronavirus, sino por una guerra”, cuenta Attila. El colegio ha decidido volver a la enseñanza online durante 30 días. Después de la jornada laboral, tanto profesores como alumnos se han presentado como voluntarios para hacer más llevadera la vida de las 200 personas que se están alojando aquí. “Todo el pueblo trae comida y algunos hasta preparan goulash (típica sopa húngara) para que las personas tengan algo caliente que comer”.
En el gimnasio del centro duermen ochenta y cuatro personas y un número indeterminado de animales de compañía. Elvira, por ejemplo, llegó a la frontera con sus padres ancianos, tres hijas y cinco mascotas. “No podíamos dejarles allí, ya había demasiados animales abandonados en la calle”. Mientras sus hijas juegan con los animales, ella graba un vídeo para su cuenta de Instagram mostrando el gimnasio. “Esta es mi nueva vida”, les cuenta a sus seguidores. Elvira (@elvira_kangoo_jumps) es una blogger que tiene más de 20.000 seguidores en su cuenta de Instagram y, cuando empezó la guerra, recaudó dinero para las fuerzas militares ucranianas. “Empecé ayudando a mis compatriotas de Kiev, pero pronto me di cuenta de que la guerra podía llegar a estar cerca de nosotros”. Las tropas del Kremlin no solo han asediado Kiev, sino también Mariúpol y Járkiv”. Elvira viene de Kryvyi, una ciudad al norte de la península de Crimea, donde aparentemente no había guerra. “Los militares avisaron al pueblo diciendo que habían visto tres columnas de tanques acercándose a la ciudad y que lo más seguro era irse”.
Su hermana emigró a Hungría hace tres años. Está intentando buscarle un trabajo para que empiece una nueva vida con sus padres y sus hijas. “Es difícil pensar que hace una semana retrasmitía felicidad por las redes y hoy solo pido ayuda. Es muy triste”. Elvira piensa también en el futuro de sus hijas pequeñas. Estaban en el instituto y ahora no podrán terminar sus estudios. Pero en quién más piensa es en su marido. Él fue quien condujo durante más de 15 horas para que su familia pudiese llegar a la frontera con Hungría. “Solo espero que algún día pueda llamarle para preguntarle qué tal está y no para comprobar si está vivo”, dice Elvira entre lágrimas.
El futuro de Elvira y su familia es incierto y lo único que tienen claro es que se quedarán en Hungría y pedirán la protección temporal. La Unión Europea es la primera vez que activa la Directriz sobre protección temporal. Esta norma reduce el procedimiento administrativo para beneficiarse de la protección temporal dentro del territorio de la Unión. “Los ucranianos vienen en bloque, es decir, todos vienen del mismo conflicto y para no colapsar los sistemas de asilo se eliminan los procedimientos administrativos”, dice David Moya.
La protección temporal permite a los refugiados residir, trabajar o estudiar en cualquier país de la Unión sin solicitar asilo durante un año, que se puede prorrogar hasta tres. A pesar de que esta crisis de refugiados es un hito sin precedentes en la Unión Europea, Elvira forma parte de un reducido porcentaje. Según el director del Comité de Helsinki húngaro, Gábor Gyulai, solo 8.000 personas han solicitado la protección temporal en el país magiar. “Las personas que llegan prefieren marcharse a Alemania, Italia o Países Bajos”. En su caso, Elvira cree que tendrán mejores condiciones de vida en otros países como Alemania o Francia, pero no quiere irse lejos de casa. “Estoy segura de que volveré a tomarme un café en mi ciudad, a que volveré a ver los tulipanes que están creciendo en mi casa…”.
La espera y la esperanza
Los que han tomado la decisión de marcharse esperan a la llamada de Attila Bodnár, que les indicará qué medio de transporte utilizar. “Cuando llegan al colegio, hacemos un registro de adónde quieren ir. Les intentamos proporcionar un medio de transporte para alcanzar su destino final”. Irina, de 55 años, y su hijo Oleksii, de 7, se montan en el coche del director para regresar a la estación y esperar a su hija y hermana Alina. “Hemos estado un día y medio aquí para que Oleksii recibiera el documento de identidad de las autoridades húngaras. Solo tenía su partida de nacimiento”. Llegan a la estación y Oleksii juega a la pelota con otros niños y con su perrito, Yoshi. “Para él es un viaje. Solo vamos a ver a su hermana”, explica Irina. “Es difícil explicarle a un niño qué es una guerra, cuando ni tú misma lo sabes”. Dice que, a pesar de que era un conflicto que estaba cerca de su casa, nunca lo había sentido así. “Escuchábamos en las noticias cosas acerca del Donbás, pero nunca pensábamos que podía llegar a Kiev”. Allí vivió con su marido y su hijo hasta el 1 de marzo, cuando decidieron poner rumbo a Hungría. “Mi marido pensaba que durarían cuatro o cinco días los bombardeos, pero no”. Desde el 24 de febrero a las cinco de la mañana no hubo ninguna noche con el cielo despejado. “Siempre nos íbamos a dormir con luz roja en el cielo”.
Cuando habla de su futuro no sabe si vivirá en Kiev o en otra ciudad, pero sabe que no será el país magiar. “No quiero quedarme en Hungría. La situación aquí para la inmigración no es muy buena”, cuenta Irina refiriéndose a la política húngara hacia los refugiados. No obstante, la excepcionalidad de la Unión Europea en términos de protección temporal se ha trasladado también al gobierno húngaro. A diferencia de la crisis de refugiados sirios de 2015 y 2016, el primer ministro Viktor Orbán ha abierto la puerta a todos los ucranianos y personas de terceros países que huyen de la guerra de Ucrania. “Se puede pedir asilo en Hungría, como en toda la UE”, afirma Gábor, del Comité de Helsinki húngaro. “Aunque no se está dando demasiada información sobre la protección temporal”, admite. “Hay países que por intereses políticos fomentan la protección y otros, por razones económicas, prefieren que su país solo sea un paso previo”, apunta David Moya.
Por megafonía anuncian la llegada de un tren de Budapest. Irina llama a Oleksii para esperar juntos. Cuando llega su hija se funden los tres en un abrazo. Alina vive en Viena y viene en tren a recoger a su familia. “El día que me enteré que había empezado la guerra no pude dormir, solo atendía las noticias y pedía por favor que no les pasara nada”. Ella estudia en la Universidad de Salzburgo. En Navidad se despidió de sus abuelos. “Siguen en Ucrania, no pueden moverse. Me cuentan que están bombardeando los puentes del río Irpin. Es horrible”. Durante los diez primeros días de guerra Alina donó alimentos para sus compatriotas y fue una de las voces que se escuchó en la plaza Menschenrechte de Viena durante la manifestación pacifista y en contra de Rusia. “Cogí el micrófono y conté cómo estaba mi familia, sentía que se lo debía”. La plaza vienesa, al igual muchos monumentos de todo el mundo, se vistió de azul y amarillo. “Fue emocionante sentir el apoyo de los europeos, especialmente porque suelen creer que Ucrania es Rusia, y no es así”, dice Alina, que celebra ahora que se conozca la guerra que en realidad empezó hace ocho años. Ahora pedirán la protección temporal en Austria. “Solo esperamos que Austria nos dé una nueva vida de forma temporal, porque está no es mi vida. Mi vida está en Kiev”, cuenta Irina.
Adiós a Donetsk, Kiev y Budapest
En la estación, hay también una larga fila de espera de refugiados que quieren llegar a Budapest. Antes de la guerra todos los trenes procedentes de Kiev paraban también en la estación de Záhony. Ahora, debido a la cantidad de gente que quiere ir directamente a la capital solo hacen parada aquellos trenes que vienen “más vacíos”. En realidad, son aquellos en los que los pasillos no se utilizan como asientos y no hay espacio entre los pasajeros. Algunos se pasan en estos trenes abarrotados más de trece horas sentadas en el suelo. Tetyana Dragan lo experimentó en carne propia. “Los tickets eran gratis y todo el mundo intentaba subirse en el tren, imagínate el colapso”. Dice que dejó pasar tres trenes para dar prioridad a personas mayores y niños. Ella viaja sola, con una mochila de mano. No deja de atender a su teléfono móvil. Mientras en El País puede leerse: “El ejército ruso ha bombardeado los puentes que conectan las dos orillas del río Irpin en pleno corredor humanitario”, Tetyana recibe fotos de su barrio (en Kiev) a través de Telegram que podrían ilustrar ese titular.
Tetyana trabajaba como actriz en la televisión YKPIHA, una cadena que empezó cubriendo la información regional de Donetsk. “Mis compañeros de trabajo ahora se han convertido en soldados de verdad. Es inquietante”. Habla de Andriyi, quien, hasta hace una semana, interpretaba a soldados en la televisión ucraniana y ahora es uno de ellos y es el que le envía las fotos. “Son ya dos vidas así, ¿cuándo va a parar?”, se pregunta. Hasta 2014 ella vivió en Donestk. Allí se ha criado con sus padres, se graduó en la universidad y consiguió su primer trabajo en YKPIHA. “Era feliz allí, pero un día todo eso acabó”. Concretamente, el 6 de abril de 2014. Ese día comenzó la guerra del Donbás. “Recuerdo que nos reunieron a todos en el trabajo y nos dieron la oportunidad de rodar en Kiev para estar más seguros”. Cuenta Tetyana que nadie quería irse y que creían que sería una guerra rápida o un ataque aislado. “Mira, llevan ocho años y nadie ha hecho nada”. Las personas que huyen de una determinada zona de un país hacia otra dentro de las fronteras nacionales son considerados desplazados. “Son los grandes olvidados. Ahora también se está dando en Ucrania”, añade David Moya refiriéndose al flujo migratorio que se está dando del este hacia el oeste del país.
Avisan por megafonía de que en cinco minutos el tren llegará a la estación de Nyugati en Budapest. “Quiero irme a España, lo suficientemente lejos para no vivir otra guerra más”, dice Tetyana. Desde Budapest planea coger un billete de avión con destino España para empezar una nueva vida en Barcelona. En el andén número diez –el que está preparado para la llegada de refugiados– hay varias personas con carteles en ucraniano en los que se identifican como traductores voluntarios. Tetyana habla con Sofía Koba, una voluntaria ucraniana de 18 años que también se marchó de Donestk en 2015. “Toda mi familia huyó de la guerra porque la situación se volvía más complicada”. Al igual que Tetyana buscaron estabilidad, pero decidieron marcharse más lejos. Sofía es una de los miles de ucranianos que vivían en Hungría antes de febrero. Forma parte de uno de los grupos principales de extranjeros residentes en el país, según los datos aportados por la Oficina Central de Estadísticas.
Sofía acompaña a Tetyana a hablar con los voluntarios de la Cruz Roja para que estudien su caso. Uno de los voluntarios le pide sus datos de contacto y que espere fuera de la estación, donde puede coger bolsas de comida, bebida y productos de higiene. En los últimos once días, ha llegado aproximadamente una media de 6.000 refugiados cada día. Tibor Nagy, el coordinador de la Cruz Roja en el centro de Hungría, cuenta que la sociedad húngara se ha volcado. “Nos llegan más de dos toneladas de productos al día, es increíble”. Añade que hay casi una treintena de voluntarios de su organización en las dos estaciones de Budapest brindando apoyo. Nagy explica que, si los refugiados no tienen dónde quedarse, les ayudan a buscar alojamiento y transporte hasta su destino final en Hungría o en el extranjero. “Hay autobuses a Berlín, Varsovia o Ámsterdam para recolocar a estas personas”. Solo tienen que apuntarse en una lista y ellos lo organizan todo. Una hora después de la llegada del tren Tetyana cuenta con un billete de avión que la llevará a Barcelona dentro de dos días. Mientras tanto se alojará en uno de los hostales que tiene plazas gratis para los refugiados. “No puedo dejar de dar las gracias. No tengo nada”. Cuenta que todos sus ahorros están en Kiev y que esos bancos están ahora destruidos.
Son muchos los que deciden irse, pero las marcas de la guerra seguirán presentes en Budapest. Cerca de la boutique de flores Dolce Vita, en la plaza de Deák Ferenc, el ayuntamiento ha inaugurado una exposición al aire libre de artistas ucranianos. Pictoric, una asociación de ilustradores ucranianos, busca recaudar fondos con la iniciativa Support Ukraine. Una de sus comisarias, Olena Staranchuk, destaca que participan más de cincuenta ilustradores que ahora mismo están refugiados en distintas partes del mundo. “Nos unimos para que el mundo pueda ver la verdad de la guerra a través de los artistas y en contra de la propaganda rusa”. Ciudades como Bonn, Helsinki o Barcelona acogen exposiciones similares.
Llama la atención un dibujo Oksana Drachkovska. Muestra a niños que salen entre amapolas y sobrevuelan el cielo y la tierra con los colores de la bandera ucraniana. La ilustradora huyó de Lviv y ahora se encuentra en Barcelona. Dice que este dibujo que hoy puede verse en Support Ukraine lo hizo poco después de que estallase la guerra. “Tuve esta inspiración cuando oí por la radio que estaban bombardeando hospitales con niños en Mariúpol”. La artista hace referencia a los ataques rusos del 9 de marzo en los que murieron tres personas, entre ellas una niña.
“Pinté a los niños como ángeles porque tendrían sueños o, simplemente, toda una vida por delante”. Esos niños sobrevuelan grandes amapolas. Cuenta que en Ucrania son muy importantes las flores. De hecho, una de las principales consecuencias que esta guerra está teniendo en España está relacionada con una flor: el girasol. Este bulbo es la flor nacional de Ucrania, con sus grandes campos de girasoles de los que obtiene pipas y aceite. España importaba de Ucrania un 60% del aceite girasol, cerca de 500.000 toneladas al año.
Oksana Drachkovska recuerda que hay una canción sobre la guerra que siempre ha cantado. Sus palabras cobran ahora más sentido que nunca: “Las flores crecerán en el lugar de la sangre derramada”. Cree que esta frase es “optimista. La sangre nos traerá la victoria y nuestro país florecerá nuevamente”. La ilustradora cuenta que los ucranianos utilizan muchas metáforas. Era una forma de sortear la censura durante el régimen comunista que se instaló tras la Segunda Guerra Mundial. “La mayoría relacionadas con flores”. Un claro ejemplo, que atraviesa el papel y las letras de las canciones, son los tulipanes que las hermanas Yanochko venden en su floristería.
La Guerra de Ucrania, un hito en la UE
La primera vez que la Unión Europea reguló en materia de refugiados fue en el Consejo Europeo de Tampere en 1999. Allí se defendió la necesidad de crear un sistema de asilo comunitario. No obstante, los intereses de los Estados miembros han alejado las aspiraciones de la Unión de crear una política de inmigración común. Frente a la inmovilidad del Consejo, la Comisión Europea celebró el Programa de La Haya. Su principal objetivo fue crear una política común de asilo e implicarse en la integración de los refugiados.
En 2008 se alcanzó el Pacto Europeo sobre Inmigración y Asilo que dio lugar al Sistema Europeo Común de Asilo (SECA), que impulsó la unión entre los Estados miembros en términos de protección. Un año más tarde quedó aprobado el Programa de Estocolmo, cuyo objetivo fue promover la solidaridad de los Estados miembros con aquellos más afectados por este fenómeno. No obstante, todo este desarrollo legislativo no dio lugar a una política europea común debido a que cada Estado tenía unos intereses. Ni siquiera se alcanzó un acuerdo común para redistribuir a los refugiados sirios de la crisis de 2015.
La política europea en materia de migración se centra principalmente en favorecer las fronteras externas. El SECA recoge las normas de asilo que se establecen en el Reglamento de Dublín, como que una persona puede solicitar asilo en el primer país que entra en la Unión Europea. Sin embargo, la directriz 2001/55/CE, que se activó con el inicio de la Guerra de Ucrania por primera vez, elimina este sistema y aplica el reparto de cargas permitiendo que los refugiados puedan elegir en qué país solicitar asilo.