La primera sonrisa es una sorpresa, la segunda parece sincera, la tercera se revela como una gran mentira. Una veintena de niños han salido disparados desde detrás de unas miserables casas de barro. El taxi acaba de abandonar a su suerte a los primeros turistas de la mañana en las llamadas casas colmena, en medio de la polvorienta llanura siria.
Es un lunes cualquiera de un noviembre cualquiera. Una niña de no más de diez años me tiende una flor de papel de color violeta. Su despeinado pelo moreno recogido en una trenza ondea al viento. Sus dientes blancos relucen en el rostro oscuro. Me agarra de la mano para llevarme a su casa. A su lado, otra niña más pequeña, intenta captar mi atención con otra flor de tonos más llamativos. En menos de cinco minutos las flores y las sonrisas se han multiplicado milagrosamente.
Me cuesta entender, al principio, que me están pidiendo bolígrafos. No tengo nada para ellos. Nadie me dijo que había que traerles cacahuetes a los monos… Ellas se saben diferentes, llamativas, todo lo que un aficionado espera inmortalizar con su cámara, quieren ser fotografiadas practicando su mejor pose: un poco de exotismo barato tiznado de amable miseria.
Los niños de la aldea también merodean por allí, a la caza del turista solidario y compasivo con el prójimo. Los mayores, tan solo adolescentes, pronto toman las riendas de la situación, librándose a empellones de los más pequeños. Su petición de bolígrafos no tarda en convertirse en exigencia, el tono zalamero se ha visto sustituido por uno más insistente que empieza a exigir dinero a cambio del espectáculo ofrecido.
No puedo soportar a aquellos niños. Preferiría enterrarlos, eliminarlos de mi vista para siempre. No es pena lo que siento sino asco. Asco de todo. ¿Hay algo que pueda pudrirse más fácilmente que un ser humano?.
Alguien es empujado contra mí, todavía me asombro, estúpida inocente, mientras los niños se culpan unos a otros, se pelean entre ellos ante la indiferencia de unas madres doblegadas sobre un huerto. Otro empujón, manos extendidas en busca de dinero, los mayores reprenden a los pequeños para a continuación repetir la misma pantomima. Me marcho de allí cometiendo el mayor error del mundo, darle unas monedas a las niñas que me escoltan a pesar de mi evidente cabreo. Es cuestión de segundos que la jauría furiosa se agolpe a mi alrededor reclamando su parte del botín y yo deserte como la peor de las mierdas.
En Beirut preparo un café, sintiendo nostalgia de algo grande. Algo grande que me haga creer que la dirección tenía un sentido… La cuchara da vueltas en una taza humeante, quiero algo más trascendente que el café de la mañana y que los gritos de los niños del colegio que se cuelan a través de la ventana. En el silencioso pasar de los minutos soy consciente de que la vida, la simple vida, me resulta insuficiente; me atrevo, soberbia, a dudar de mi fortuna, porque el rumor del cauce de la vida fluye lejos…
Quisiera conducirme hacia algo más grande, poder respetarme en la rutina de un hombre ordinario que se considera a sí mismo heroico solo por vivir, pero deseo más, más y más, mil veces más, no sé cómo no soñar, miro el mar fundiéndose con el horizonte, y a mi mente regresan los niños. Embrutecidos, podridos, envidiosos, egoístas, tan fáciles de quebrar como un junco, con una vida tan inútil y prescindible como la de una piedra lanzada a la lejanía en el desierto. Y me pregunto cuantas toneladas de tierra han hecho falta para que, sobre eso, la rama de un anhelo irracional y apasionado haya podido nacer….