Home Mientras tanto Fontana di Trevi

Fontana di Trevi

 

El ‘squirt’ se ha puesto de moda. O eso es lo que dictan las fauces de un internet donde las gentes dicen haberlo probado como los eruditos aseguran haber leído el Ulises de Joyce, obra maldita que hasta yo he tenido que posponer ya que ni soy dublinés, ni nací hace dos siglos, ni era amigo pandillero de James. Y si he llegado a la página 338 es única y exclusivamente porque bebo, y eso te acerca a lo que James Joyce quiso contarnos, que salvo la narración del entierro de ya ni me acuerdo quién sólo me aporta locura y extraños dejes literarios.

 

Sandra, de Nápoles, me llamó con la voz entrecortada. Que tras el asunto de Matilde y su esquizofrenia severa uno ya no sabe si contestar o pedir antecedentes penales por adelantado vía fax.

 

¿As… per… sor?

 

Sí, dígame.

 

–Llamaba por lo del anuncio.

 

Pues no se ha equivocado de número y tampoco le atiende la operadora, sino el mismísimo Aspersor.

 

Cerramos el trato con su continuo tartamudeo que al llegar a su apartamento descubrí que no era natural, sino causado por sus nervios. Era la primera vez que se citaba con un prostituto y su mayor temor era que los vecinos me vieran subir a su casa, como si yo usara minifalda extrema, maquillaje extremo y perfume poligonero. Así que al tocar el timbre me hizo pasar a la carrera de una manera tan violenta que aquello, si de verdad lo hubiera apreciado algún vecino, habría parecido el secuestro de un vendedor de enciclopedias a manos de una futura clienta. Porque me agarró del brazo y me lanzó dentro de su apartamento sin tiempo a saludarla, admirarla y aceptar que de nuevo la cosa no me sonaba a que iba a ser normal. No sé, cada vez que yo me fui de putas, unas 600 veces, el 95% de ellas la cosa no se salió del guión establecido: bienvenida, desnudez, ducha, acto, ducha de nuevo, abono y abandono del terreno de juego. Ahora que lo recuerdo, en Occidente ese abono se realiza por adelantado, como las tarjetas telefónicas de prepago.

 

¿Quieres beber algo?

 

¿Qué tienes?

 

Limoncello y rosado.

 

Pedí rosado, cuando para mí beber es tan importante que al primer sorbo de aquella basura decidí desnudarme y pedir agua con gas, bebida que los italianos gastan por quintales. Porque para un alcohólico empedernido aunque digno salirse de la ingesta por falta de calidad es un paso adelante. Aunque claro, aquella desaceleración alcohólica abrió las puertas de par en par del sexo: porque ya no quedaba nada más por hacer.

 

¿Nos duchamos?

 

Es que me da vergüenza.

 

Nunca he comprendido por qué os da vergüenza ducharos con hombres si luego os los folláis.

 

Y así fue: me tuve que duchar a solas, luego ella, y esperarla en su camastro, que por cierto, apestaba a cremas hidratantes, para recibirla a los tres minutos en pelota picada, como si nos conociéramos de toda la vida. Y fue bajarme al pilón –me lo exigió ella; que yo soy muy poco detallista– y recibir una descarga hídrica que casi me deja tuerto. Por supuesto, ya que yo siempre he sido muy leído y curioso, obvié comentar nada siguiendo con mi cometido que cada vez que más me esmeraba más chorros de su interior salían despedidos. Y hubo un momento insoportable, que fue cuando me puse a toser como un descosido, al borde del boca a boca.

 

Lo siento. Me da mucha vergüenza.

 

No te preocupes. En el fondo este hecho diferenciador te hace fascinante.

 

¿Te gusta?

 

Es bastante más digno que la lluvia dorada.

 

¿A qué te refieres?

 

Tuve que aclararle que ni lo suyo era orina ni a mí me iba el rollo persona-váter. Aunque tardé lo mío en demostrárselo. Porque Sandra dudaba tanto de sí misma que tuve que dar por clausurado el sexo hasta que aceptara que yo aceptaba su diferencia, que para nada era un problema.

 

¿Entonces te gusta?

 

A mí me gusta casi todo… menos los plátanos.

 

¿A qué te refieres?

 

A la fruta, joder. A la fruta. Es el único alimento que no consumo.

 

Entonces, ¿podemos seguir?

 

Y de nuevo me vi allí abajo, ante aquella auténtica Fontana di Trevi, que gracias a mi aceptación aquello se convirtió en el no va más, con Sandra delirando ante lo que yo suponía orgasmos que eran en sí una catarata de flujo, agua o lo que fuera aquello, que en el fondo ya me daba lo mismo. Cuando conseguí penetrarla –nunca fue más fácil horadar a una muchacha– me concentré para mi finalización que no fue del todo fácil ya que aquel surtidor no paraba de expulsar líquido. Hasta temí que se deshidratara.

 

¿Quieres agua?

 

No, ¿por?

 

Volví a su baño, mirándome en el espejo y descubriendo en él a una especie de galán sudado a mansalva, a un ciclista escapado al que la arrecia la lluvia sobre el maillot desabrochado, o simplemente a un puto al que le habían bañado gracias al ‘squirt’, un fenómeno que no inventaron los ingleses o americanos pero que fueron los más rápidos en aceptarlo y bautizarlo. Me hubiera gustado ver como, hace cinco siglos, este hecho acontecía en matrimonios medievales sin que nadie tuviera los huevos de haberlo comentado en público. Porque este defecto grandioso no se generó antes de ayer.

 

Ya en casa buceé por internet buscando razones a aquellas cataratas, dándome cuenta que la información en la red es subliminal y desnortada. Así que, ni corto ni perezoso, llamé a mi Fontana di Trevi particular, con la excusa de que me había dejado algo en su apartamento.

 

Es que me da vergüenza que te vuelvan a ver los vecinos.

 

Al contrario, lo tomarán como una normalidad: su vecina del cuarto se ha enamorado.

 

Y con la misma facilidad que un campeón de billar emboca la bola más cercana al premio me planté en su casa con la idea de averiguar por mí mismo qué era aquel acontecimiento que había sembrado de curiosidad mi cerebro y de líquido cada poro de mi cuerpo así como la totalidad de mis cabellos. Al volvérmela a follar me surgieron ciertas dudas, porque ya no sabía si tenía que cobrar, abonar o asentar una relación preocupante: aquella que interesa a uno de los dos por alguna razón interestelar: que si a mi marido le llamaban poni, que si mi mujer no es muda, sino afónica, de tantos orgasmos jaleados… Que vivir bajo una auténtica fuente también tendría su aquel en cada tarde de domingo, arrastrándome por las barras de los bares mientras los televidentes futboleros prestarían más atención a mis anécdotas con Sandra que a los centros al área del equipo que pierde y se vuelca a por todas en los minutos finales.

 

Que no te dé vergüenza. Explícamelo Sandra, por favor.

 

Es incontenible. Nada tiene que ver con mis orgasmos. Sale cuando sale. No puedo controlarlo.

 

Y se echaba sus manitas blancas como la nieve sobre su cara enrojecida como el cráter de un volcán en pleno orgasmo de lava. No podía soportar la presión de mi curiosidad, infinitamente menor a la del flujo que le salía despedido de su entrepierna en bella estampa que me planteé fotografiar para adecuándola, venderla en alguna de esas fiestas veraniegas españolas donde los pueblos compiten por ver quién hace mejor el chorra. La verdad es que tampoco se lo planteé. Que con mi entrevista ya tuvo bastante.

 

–¿Puedo quedarme a dormir contigo?

 

Te lo iba a pedir.

 

¿Y por qué no me lo has pedido?

 

Aspersor, mi vida no es fácil. Ni tengo pareja ni me atrevo a buscarla. Y hoy es la primera vez que he contratado los servicios de…

 

Dilo, así lo superarás pronto y podrás llamarme todas las veces que quieras. De un prostituto.

 

Sandra, embutida en un pequeño camisón deshilachado, sin sujetador que ayudara a concentrar la mirada justamente en las costuras desatadas, me rogaba silencio, que la abrazara, y que durmiéramos juntos, en posición de cuchara, exactamente la contraria que se necesita para conciliar el sueño y no recaer en más actos fluviales. Porque a eso de la media hora de haber apagado la luz tuve que horadarla de nuevo, con la consiguiente ducha. Me hacía el tonto, pero a la vuelta de la ducha real, apagué el aire acondicionado porque la cama era, literalmente, una charca. Luego la besé a tornillo, tras haber comprendido que Sandra lo que realmente necesitaba era cariño.

 

Si ni siquiera he tenido un solo orgasmo.

 

Bueno, mañana hablamos.

 

Recé para que se pudiera dormir y me escoré en la esquina opuesta a la suya decidiendo que soñar ya era lo único que necesitaba. Al despertar, el milagro: en mi semita de noche del Ikea –la globalización sueca arrastra hasta a las que no salen de casa por miedo a que se les enchufe la manguera sin quererlo en un paso de cebra– me había colocado una bandeja con un zumo de naranja recién exprimido, un cruasán y un café sólo, italiano, perfecto, de aroma majestuoso, que obvié porque Sandra desconocía que café y Cialis es una mezcla superior en peligrosidad a la de bomba atómica y avión militar. Qué quieren que les diga. Me tomé media dosis antes de entrar a su casa, por aquello de la eterna duda; de si en vez de una belleza blanquecina y transalpina se me iba a aparecer una obesa cercana al siglo de vida.

 

¿Quieres quedarte a pasar el día?

 

No sé, ¿tendríamos que hacer el acto?

 

No sería necesario; hacía medio año que no lo hacía.

 

¿En serio? Pues ayer, antes de dormirnos, me dijiste que no habías llegado al clímax.

 

Eso es algo muy normal en mí. No te preocupes. Pero disfruté mucho.

 

Lo que podríamos es cerrar un acuerdo: me quedo hasta que te corras.

 

No me pongas metas que para mí son presiones añadidas. Para mí llegar al orgasmo es una utopía por culpa de mi problema.

 

¿Qué problema?

 

Sandra me dijo luego que no pocos tipos, generalmente en su veintena de edad, se habían marchado en pleno acto a causa de sus duchas vaginales sin previo aviso. Hasta un imbécil, de Milán, le dijo que si tenía incontinencia urinaria que fuera al médico. Me gustaría saber dónde estará ese payaso lombardo que lo más probable es que ahora se masturbe viendo imágenes de ‘squirt’ a través de internet: un asunto mucho más frío que ser remojado por una Sandra que se bebió mi café y el mío como quien no quiere la cosa.

 

Oye, ¿y esto te ocurre sólo follando o a veces sentada en la oficina?

 

¿Podríamos cambiar de tema?

 

Nos han eliminado a ambos del Mundial de Brasil.

 

No me gusta el fútbol.

 

A mí tampoco.

 

 

Joaquín Campos, 26/06/14, Phnom Penh.

Salir de la versión móvil