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Forget Vargas Llosa

 

 

Una conjetura fácil: el futuro inmediato será vargasllosiano. Se reeditarán sus obras completas y su nueva novela se venderá a raudales en las librerías. Los que no lo han leído lo harán por primera vez, y los que ya lo conocen buscarán ávidos lo que les queda por descubrir. También algunos escribidores volverán a estar a la orden del día; émulos de “Varguitas”, el “poeta” y “Zavalita”, admiradores de la literatura como protesta y el compromiso político a rajatabla. En contra de lo que esperaban hace más de 15 años los mexicanos del crack, lo engagé estará en boga. No será un cansancio, sino un renacimiento de lo engagé. Es a este autor al que le debemos, al fin y al cabo, la versión latinoamericana de la literatura es fuego, inconformismo y rebelión.

          En realidad, es mucho más lo que le debemos a Vargas Llosa. Le debemos una primera novela como un misil, una irrupción de la modernidad literaria de Faulkner, Joyce y Flaubert, y, para los más cercanos a las groseras realidades de América Latina, una erupción de conciencia de nuestras miserias. No en vano La ciudad y los perros era y sigue siendo uno de los mejores análisis de la tragedia del microcosmos peruano. En términos estrictamente literarios, los tejidos narrativos de Vargas Llosa de esa época son un condenado prodigio. Un entramado asombroso de historias, monólogos interiores potentísimos, virtuosa oralidad y, más adelante, el vertido magistral de los artilugios visuales del cine en las páginas de un libro. ¿Quién se atrevería a negar que Conversación en La Catedral es una obra maestra? Su culmen personal del montaje narrativo cinematográfico, además de un texto de una trascendencia estética innegable. Capaz de condensar en una sola frase lo jodido que ha sido el transcurrir de la historia en todo un país, e incluso en una región entera.

         Con Vargas Llosa, sin embargo, pasa lo mismo que le pasó a él con el Sartre que idolatraba de manera enfermiza en su juventud: que llega el desencanto. (Un desencanto literario, para no ahondar en debates cargados de virulencia ideológica que no vienen a cuento ahora). Novelas como Historia de Mayta o El hablador, escritas en sus años de madurez, son por ejemplo dos de las más olvidables. Bastante dignas del olvido, no big deal. Textos henchidos de crítica fácil, que apuntan con el dedo del sabelotodo a las supuestas causas del atraso de sociedades retrógradas. Casi de forma simbólica, los dos libros tienen a un narrador peculiar como instancia máxima, juez implacable de las desventuras y fracasos de los infortunados protagonistas: un exitoso escritor ficticio que vuelve de un paraíso hallado en el extranjero a desgajar las iniquidades y vicios de su lugar de origen.

        La comparación vale la pena. Ya no está la miríada de voces de La casa verde planteando interrogantes en torno a las circunstancias reales de los personajes, a sus problemas y sus grandes taras colectivas, sino una sola, una sola voz que dicta sentencia y que pretende conocer todas las respuestas. La propia forma de las novelas de Vargas Llosa refleja esa involución. En otra obra tardía, Lituma en los Andes, la prosa ya no es la maravillosa fragmentación de Conversación, ni siquiera la virtuosa voz grupal de Los cachorros. Es una prosa brillante, sí, pero que ya no comulga con lo narrado y, sobre todo, que ha perdido su antigua capacidad de sorprender.

      El último Vargas Llosa sigue buscando como el escritor de pluma fulminante de sus primeros tiempos, pero la diferencia es que ahora sabe de antemano lo que quiere encontrar. Varguitas ya no extrae arte hasta de los culebrones radiofónicos ni se adentra en la novela histórica para descubrir la actualidad eterna de la guerra de Canudos; su crítica social, la gran baza de sus novelas, suele degenerar en los últimos años a menudo incluso en pantomima. Estoy por ello convencido de que no hay motivo para esperar gran cosa de El sueño del celta, de igual forma a como ocurrió con varias de sus novelas de los últimos años. Para atravesar las tinieblas del Congo seguirá estando por un buen tiempo sobre todo el buque de Conrad.

        En el futuro, y pese a las modas académicas, convendría mucho que nos olvidemos de Vargas Llosa. C’est fini. Ya colmado de honores, bien quedará retomar sus propias palabras de que la literatura es inconformismo, las mismas que decía cuando recibió hace muchos años uno de sus primeros premios, el Rómulo Gallegos. Y sobre todo: la literatura es más que eso. Más que su crítica social, más que su compromiso sartriano y su afán de novela total en un mundo plagado de certezas. Es la vida tras el boom, al que bien se le puede rendir tributo con un merecido epitafio. Y después pasamos página. Un poco podría resultar si no como se quejaría el gran inspirador del ethos vargasllosiano, el mismísimo Flaubert desde la torre de marfil: que las muchas honras acaben finalmente por deshonrar.

 

Madrid, 12 de octubre, 2010

 

 

*Isaac Risco es periodista y escritor. En fronterad ha publicado, entre otros, El ex recluso de Guantánamo y Cita con Bibi a las seis.

 


 

 

 

 

 

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