1.
Baila y danza siempre sonriente.
Es rubia. Y joven. Y eso no debería significar nada, pero sí significa algo.
Lleva unos pantalones bombachos, color crema.
No es que a su alrededor el resto no baile, no sonría o no lo esté pasando bien; porque sí, sí lo están pasando bien. Todos. Es una francachela unánime.
Pero hay en ella una alegría mayor por pertenecer al grupo, al no saberse sola.
Esto le llama la atención.
(le gusta presenciar la felicidad de los extraños)
Es domingo por la tarde y le está entrando un poco de sueño, de cualquier forma.
Además, cree que ha cogido algo de frío.
2.
Le invitan a una fiesta.
El sábado por la noche.
Hay bebida gratis; se inaugura un club.
Pero la gente no llega, o no acaba de llegar. Acaso son invisibles.
Él bebe. Con su diligencia habitual. Esto es, con una cierta mesura, pero sin pausa.
La madrugada avanza y allí siguen los mismos. No, los mismos no, porque hay quien ya ha ido abandonando el local.
O sea que son menos los que continúan.
La mayoría yéndose en grupos pequeños, de dos o de tres, al baño.
Alguien dice “mi dealer está en camino”.
Pero el ambiente que se respira no es de fiesta, sino de cansancio; no como si un súbito abatimiento evidenciase las expectativas frustradas. Más bien es como si el hastío viniese en el outfit.
Dice que es suficiente para él. Y se retira, elegantemente.
Camina por la Barcelona del casco antiguo y en algún momento decide coger un autobús.
No recuerda la última vez que cogió un bus nocturno.
Está lleno de gente. Muy lleno. A reventar. Algunas parejitas. Los más, sin embargo, grupos de mujeres solas, silenciosas, con sus vestidos impecables y ya inútiles cuya algarabía contenida pareciese que, de un momento a otro, fuera a lastimar a sus portadoras.
Se baja antes de su parada.
Camina en la noche.
Las calles aledañas a su calle bullen de adolescentes.
Tararea una tonta canción de amor. Y sonríe.
Agradecido porque el mundo, de vez en cuando, le revela los límites de su grisura.
Y eso está bien.