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Fósiles vivientes

 

A principios de los años noventa del siglo XX, el psicólogo evolutivo Denys DeCatanzaro se enfrentó a una aparente paradoja: ¿Tiene el suicidio un significado adaptativo? ¿cómo ha perseverado a través de la evolución un acto que atenta tan radicalmente contra la supervivencia y la trasmisión genética? La hipótesis que iba a poner a prueba era si éste tenía más probabilidades de darse en individuos que vieran su eficacia biológica gravemente mermada. Es decir, aquellos que se percibieran como una carga para sus parientes, con los que compartían genes.

 

A partir de un sencillo cuestionario y una  muestra que englobaba desde el común a pacientes de hospital psiquiátrico, convictos, ancianos y homosexuales, el psicólogo confirmó una estrecha relación entre la ideación suicida y los siguientes ítems: sentimiento de representar una carga, poco sexo en el último mes, poco éxito en el emparejamiento, ninguna relación sexual, escasa estabilidad emocional, poco sexo en el último año, escaso número de hijos, baja contribución familiar, mala salud, futuros problemas financieros, homosexualidad, escaso número de amigos y soledad. Para los suicidas, según DeCatanzaro, la muerte es mucho más valiosa en términos genéticos que la vida. Algo ligeramente distinto del suicidio altruista formalizado por Durkheim, defensor de la tabla rasa y autor de esta frase: “Cada vez que un fenómeno social se explica directamente gracias a un fenómeno psicológico, podemos estar seguros de que la explicación es falsa”. Donde el fundador de la sociología acentuaba el bien del grupo, el evolucionista subraya el propio éxito biológico. El problema del estudio de DeCatanzaro es que la ideación suicida es sólo una parte de la historia. Pero, ¿y si algún día se verificara en suicidios consumados?

 

Hay gran cantidad de ejemplos en el resto de animales que apoyan la hipótesis adaptativa. Las migraciones caóticas que emprenden los lemmings y que les hacen precipitarse desde los acantilados cuando su población supera sus fuentes alimenticias. O las llamadas hormigas de fuego, en las que el macho segrega todo el esperma que necesitará la hembra para el resto de su vida, antes de ser canibalizado por ella. Pero también, arañas australianas, leones, chimpancés, monos Rhesus. El suicidio y las autolesiones no son conductas exclusivamente humanas, como saben los empleados de los zoológicos. Como método para regular emociones están documentadas en primates y pacientes con trastorno borderline de personalidad. Alguien aducirá que el suicidio implica conciencia de la propia muerte, cierto sentido de la individualidad, pero me parece una descripción algo inflada. Lo fundamental es la autodestrucción.

 

Estoy leyendo un libro muy limpio y entretenido, Las mejores decisiones, editado por John Brockman, de Edge. En un artículo sobre narración psicológica, Timothy D. Wilson cita a Steve Pinker cuando señala que no todo es adaptación: “el color rojo de la sangre no tiene por qué deberse a la selección natural. Pero la verdad es que es muy fácil crear una narración que explique por qué es roja. Supongamos que en los primeros mamíferos la sangre era más oscura que ahora y que se produjo una mutación que la hizo más roja y que acabó favoreciendo la supervivencia: si un animal de sangre roja sangraba había más probabilidades de que los demás lo notaran y lamieran la herida. Puesto que lamer una herida contribuye a que se cure, la sangre roja era una ventaja para la supervivencia y la selección natural la conservó. ¿Estoy en lo cierto? ¿O tiene razón Steve cuando dice que el color rojo no es una adaptación? Quién sabe. La plausibilidad de una narración no permite resolver científicamente una cuestión”. Por supuesto, la verosimilitud no es la verdad. Pero tampoco, como dice el autor más abajo, la evolución es una teoría. Somos nosotros.

 

Da muchos problemas decir que el suicidio es una adaptación, si alguna vez lo fue. ¡Como si dijéramos que es un acto de supervivencia! Conozco a algunos familiares a los que esta posibilidad ofende. La posibilidad de que sus seres queridos se considerasen una carga y acabaran soltando lastre. Pero la psicología evolutiva ha abierto una línea de investigación muy interesante donde se instalan cómodamente la soledad, el desorden mental, incluso los sentimientos de culpa de los supervivientes. No parece descabellado que algunos mecanismos psicológicos dictados por la selección natural en el pasado les hagan sentirse una carga. Como tampoco, que por debajo del dolor y la tristeza, en los familiares de vez en cuando aparezca una huella de alivio.

 

Lo dice una madre al final de ese inmenso documental, The bridge: «Ahora estoy triste, pero cuando recibí la noticia sentí un desahogo, porque él nunca más estaría decepcionado o triste».

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