Los niños van delante. Los adultos detrás. Volvemos de una excursión a las trincheras. Conocemos el camino, pero queremos llegar al pueblo antes que caiga la noche. Ya hemos salido del monte y ahora vamos por los campos. Los niños se apartan del camino para jugar. Ellos van saltando entre los montículos de tierra y los bancales. Hemos buscado las trincheras entre la maleza y el bosque y al final las hemos encontrado. Queda muy poco, muy poco y muy escondido, porque la naturaleza siempre recupera lo que el hombre le arrebata, siempre que le dejan el tiempo suficiente, claro, y aquí tiene tiempo, mucho tiempo. Los niños han encontrado restos de metralla, algunos trozos de metal, les hemos explicado que eran partes de las bombas. Han buscado balas, pero las balas son más difíciles de encontrar. Aquí ha venido mucha gente buscando restos. Luego hemos pasado por la cruz, una cruz de hormigón de varios metros que se levanta junto al camino, sin ningún dibujo, sin ningún nombre grabado en ella, sin ninguna referencia a su origen y sentido. Pero nos han contado, porque en los pueblos estas cosas se saben y se cuentan, que aquí debajo están enterrados algunos soldados republicanos que murieron de frío en el monte, o llegaron mal heridos hasta la colina y ya no dieron un paso más. Muertos por las balas o por las bombas hubo muy pocos, porque cuando cayó Teruel todas las demás líneas defensivas se abandonaron precipitada y caóticamente o cayeron casi sin lucha, no por falta de ganas de luchar, que aún quedaban, sino por falta de armas y de munición.
De esto hablamos los mayores, de si están o no están aquí enterrados los soldados y de cuántos son, porque la verdad es que nadie se ha molestado nunca en excavar bajo la cruz. Los niños mientras juegan. Ellos ya se han olvidado de las trincheras. Esa guerra les pilla muy lejos. No saben que su bisabuelo lucho en ella, que luchó en esta batalla, y que volvió para contarlo, y de ahí nació su abuelo y de ahí nació su padre. Estamos en un pueblo del interior de Castellón, muy cerca de el limite con Teruel. Aquí los niños, que son niños de ciudad, se vuelven salvajes durante un mes. Se bañan en el río, escalan riscos y entran en cuevas, se tropiezan con rebaños de cabras y ovejas, descubren una culebra y ven cruzar veloz a un zorro. Se pasan el día en el calle o en los campos, haciendo cabañas, jugando con los perros y metiendo los pies en las acequias. Y luego, termina agosto, y vuelven a la gran ciudad para volver a ser niños urbanos.
Yo les hago fotos, yo siempre les hago fotos. Ahora estoy entre los adultos y los niños. Me interesa la conversación de los adultos, pero no pierdo ojo a los niños. Tengo la cámara preparada y sé que una buena foto es cuestión de suerte. Parecen cazadores de la sabana, o nómadas del desierto, son niños de ciudad muy felices de dejar de ser niños de ciudad. Sus padres hablan de la guerra. Ellos cazan gacelas o persiguen a los enemigos de la tribu rival.