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Mientras tantoFotos contadas: los recuerdos enterrados

Fotos contadas: los recuerdos enterrados


 

Debajo de esta cancha hay un trozo de la historia de mi familia. Mi madre trabajó toda su vida de maestra. A principios de los años 60 le dieron su primer destino como maestra en Puntas de Calnegre, que en aquel momento era una aldea de pescadores muy pequeña y muy perdida, tan pequeña y perdida que mi madre tubo que hacer un largo viaje en varios trenes y un autobús y al final de todo, en un cruce de la carretera, le esperaba el jeep de la Guardia Civil que había recibido orden de llevar a la nueva maestra hasta la escuela. Y no había ni más vehículo para recogerla ni otra cosa que un camino sin asfaltar.  Cuando llegó a la escuela, que era un edificio muy modesto que además de aula servía como vivienda del maestro, descubrió que como todo el pueblo estaba pegado al mar, en la misma orilla de la playa.

Ahora Puntas de Calnegre tiene unas playas muy conocidas, y en verano hay mucho turismo, pero en la época en la que fue mi madre todo el mundo vivía de la pesca, y si el calor y la sequía lo permitían, cultivaban tomates y alguna otra fruta o verdura. Mi madre tenía mucho miedo al mar. Cuando había temporal, el mar llegaba hasta la misma escuela, el agua se metía por debajo de la puerta y encharcaba el suelo, pero lo peor era el ruido, el ruido furioso de las olas golpeando a muy pocos metros de las paredes.

Cuando éramos pequeños mi madre nos contaba historias de aquel lugar y de sus habitantes. Eran historias extrañas y fascinantes, como si fuera el relato de un explorador que vuelve de descubrir un nuevo continente. Pero nunca volvió allí. Nunca hasta cincuenta años después, cuando mi hermano quiso llevarla a ella y al resto de la familia. Y nos metimos en un coche y allí nos fuimos, a ver aquel lugar que para nosotros tenía más de mito que de realidad. Cuando llegamos después de muchas horas de viaje no encontramos la vieja escuela por ninguna parte. Había otro edificio, una escuela más moderna pero que también era vieja, que ya ni siquiera estaba en servicio. Pero no era la escuela de mi madre. Porque no estaba junto al mar. Después de un buen rato nos decidimos a preguntar a alguien. Mi madre estaba bastante sorprendida de no poder encontrar su escuela, puesto que el resto del pueblo parecía no haber cambiado demasiado. Había algún edificio de varios pisos, algún bar, algún hostal, pero la estructura del pueblo, con sus dos calles con casas bajas de pescadores no había desaparecido. Lo que faltaba era la escuela. Y al final del pueblo, una cosa extraña, había una pequeña cancha de baloncesto. La vi y le hice algunas fotos, porque el lugar era muy curioso. Luego fuimos a un bar, preguntamos y nos mandaron a la escuela nueva. Y volvimos a preguntar… ¿Y sabéis qué? ¿Sabéis qué había debajo de la chancha de baloncesto? Pues los escombros de la escuela y la casa del maestro, que un temporal destruyó totalmente. Sí, mi madre tenía mucha razón al tener miedo al mar. Porque una noche, cuando ella ya no estaba, el mar arremetió contra las débiles paredes del edificio y lo derribó entero. Y los vecinos acabaron de rematar el trabajo del mar, alisaron los escombros y construyeron encima una pequeña pista de baloncesto. A mí me pareció un buen final para la vieja escuela. Pero no dije lo que pensaba. Mi madre miraba la canasta solitaria y no decía nada. Y yo no quise preguntarle.

 

 

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