He estado con mi padre en el bosque
Hölderlin
Se sabe de sobra que todas las familias infelices lo son a su propio modo. La mía no es la excepción: un laberinto en el cual nos encontramos, de cuando en cuando, absolutos desconocidos que, por azares del destino, ocurre que se conocen.
Ni modo. Sea.
No así con el notición que tiene al mundo parado de puntitas desde hace unos días: la más que merecida reunión de la familia cubana después de 53 años, cortesía de los presidentes Obama, Raúl Castro, y el sumo pontífice, Francisco I.
Por una vez en generaciones, esta familia, la cubana, es feliz, también a su manera. No lo digo porque lo sepa de primera mano, no estuve ahí, sino porque lo declara todo mundo, incluido Leonardo Padura, escritor de fuste que todavía se atreve a escribir novelones de 900 páginas como si siguiéramos viviendo en tiempos de Tolstoi. Al igual que el célebre conde ruso, Padura no ha negado la posibilidad de la revelación, en este caso manifiesta en santas valijas diplomáticas y llegada ésta precisamente con las declaraciones oficiales en pleno día de San Lázaro, que para los creyentes en la isla es —y por lo visto ahora más que nunca— sagrado.
Benditos sean pues Padura y todos quienes encuentran, sea por medio de la revelación o sencillamente por el cable noticioso que revienta y le saca infinitos chispazos de júbilo a las no menos siderales redes sociales, una dicha casi absoluta en el probable caso de que en efecto suceda la esperada reunificación.
Que la familia cubana sea feliz, por unas horas o por una eternidad. Vale. Nunca me verán oponiéndome a un milagro diplomático.
Ir en contra de ello equivaldría a no haber celebrado, en su momento, la caída del muro de Berlín, y con la caída de éste, la reunificación de miles de familias, de una ciudad y un pueblo entero. En otras palabras, habría que ser una bestia, un canalla completo, para lamentarse de semejante portento histórico.
Es fama que la política exagera las cosas. En un extremo de la Florida tenemos al joven senador republicano Marco Rubio, cuya primera reacción fue, precisamente, la reacción: amenazar con echar abajo no sólo el vago proyecto de abrir una embajada (o “legación”, como les gusta decir a algunos escritores mexicanos pretenciosos y anticuados, es decir ridículos, que alguna vez prestaron sus servicios como agregados culturales), sino de impedir que cualquier antropoide, hombre o mujer, sea siquiera postulado para el cargo de embajador de Estados Unidos en la isla.
En la otra punta de la península, encontramos al dócil y senil senador demócrata (allá tocan dos por estado de la Unión), un caso clínico de naïveté política o bien del más descarado cinismo, Bill Nelson, calificando las históricas jornadas de San Lázaro como un inverosímil “día de aleluya!” al celebrar la justa liberación del voluntario Alan Gross luego de cinco años de encarcelamiento por un poder que el propio senador reconoce como dictatorial.
Yo he sido cubano a ratos y he gozado de plenos derechos leyendo a Lezama Lima, a Carpentier, a Eliseo Diego, a Lino Novás Calvo, a Virgilio Piñera, a Calvert Casey, a Sarduy, a Gastón Baquero, a Antón Arrufat… La literatura cubana, ya lo ha probado con suficiencia el ensayista e historiador Rafael Rojas, es no sólo una patria sino también una literatura en sí misma. Así que no me compro la reacción del senador republicano ni mucho menos —mucho menos, en esto hay que ser insistentes— la ciega vuelta a la página de la historia del senador demócrata y su muy estadounidense “let’s move-on”, en otras palabras: a lo que sigue que lo de ayer ya no interesa.
Ni uno ni otro logran convencerme. Me parece que “normalizar” relaciones con un régimen persecutorio y dictatorial es el más conservador de los movimientos en el tablero diplomático. Lo contrario, lo verdaderamente revolucionario sería reanudar relaciones con una democracia, en pañales, cuestionada y frágil, pero una democracia: sin cárceles, sin racionamientos ni miedos ni delaciones, sin atropello a los derechos humanos.
Para intentar medio salir de la duda, decidí incurrir en el anti-periodismo y solicitar declaraciones a los muertos, cuyas voces suelen ser, a diferencia de los vivos, aún más discordantes, humanamente delirantes.
Empecemos:
Huber Matos, comandante revolucionario, preso (político) veinte años en una cárcel castrista:
Un sargento del G-2 me dice:
—Vístase, usted se va hoy.
Guillermo Cabrera Infante, escritor y exilado de toda la vida:
Ser cubano es haber nacido en Cuba. Ser cubano es ir con Cuba a todas partes. Ser cubano es llevar a Cuba en un persistente recuerdo. Todos llevamos a Cuba dentro como una música inaudita, como una visión insólita que nos sabemos de memoria. Cuba es un paraíso del que huimos tratando de regresar.
Reinaldo Arenas, escritor, preso político y exilado:
Somos el doble y hasta el triple de nosotros mismos. Vivimos, querámoslo o no, en dos y hasta tres tiempos a la vez, lo cual quiere decir que no vivimos en ninguno. Nuestra condición de fantasma es perfecta e incesante. Una inmensa carpa de circo cayó sobre nuestros ideales. Una indignada frustración nos alienta y estimula. Nos alimenta la furia, la indignación, el coraje, el desarraigo, la desesperación por aferrarnos a un mundo que tan sólo existe en nuestra esperanza. Nos alimenta el recuerdo de un mar al atardecer, un libro único leído en un parque donde había un árbol cómplice, el olor que transpiraban las plantas al entrar a nuestra casa que ya no existe, una calle por la que nunca volveremos a cruzar, un alto cielo estrellado que se difumina y nosotros con él.
Eliseo Alberto, Lichi, hijo de poeta, novelista y exilado, autor, entre otras, de La eternidad por fin comienza un lunes y uno de los mejores libros sin ficción escritos antes de terminar el siglo XX, Informe contra mí mismo:
Lo que está en peligro no es la obra de un hombre ni de un grupo de hombres aferrados a un poder que consideran ilegítimo: lo que está en peligro es la patria. Mi patria. Nuestra patria. Esa Cuba republicana y criolla, elegante, conversadora y culta, al menos informada; esa isla alegre y potencialmente próspera, de tradiciones familiares, modales graciosos y decisiones audaces. Una nación en verdad difícil, imperfecta pero noble, que en estos últimos años de batallas mundiales también aprendió a ser generosa con “los pobres de la tierra” de los que hablara Martí. Por eso me niego a pensar que la memoria se borre, que la mediocridad se imponga, que la mentira acabe siendo verdad, que la desilusión fusile sueños en paredones. Que nos olvidemos quiénes fuimos, cómo somos y de qué altura podemos ser. La soberbia suele ser mala consejera. La humildad también.
Con lo cual, imposible lector, venimos a quedar casi en las mismas.
Aunque aquí el “casi” es, literalmente, un abismo.
“La vida —escribió Eliseo Alberto al cumplirse los 25 años de Mariel— es un éxodo. Una inesperada, apasionante y a veces injusta travesía.”
Y, pues sí. Lo es.