Desgraciadamente, este título no alude a la película de Sokurov, sino a algo bastante más modesto y dudoso, el largometraje Solo el fin del mundo, del canadiense X. Dolan. Uno fue allí con el mejor ánimo del mundo, atraído por un elegante cartel, por un pasado teatral de la obra y por algún comentario cercano. Y he de decir que, de alguna manera más que formal, la película de Dolan, es impecable. Por ejemplo, con unos lentos y sostenidos primeros planos de A. Turpin que casi cortan la respiración.
Desde el comienzo, aunque con la banda sonora excesivamente subida de volumen, la tensión de la historia que se nos narra, entre poética y dramática, pone a la sala en estado de alerta… si es que había algún espectador despistado. Un poco como en una cinta vista en estos días, Animales nocturnos, es evidente desde el principio que no se nos va a contar nada fácil. Uno tiene derecho a dudar, entonces, si no está un poco sobreactuada la música de G. Yared, cuando la historia que se va a contar ya está, de antemano, suficientemente cargada de intensidad.
En el plano formal, insisto, la maestría es casi total, con unos primeros planos de la patética condición humana dignos de Chéjov, también de toda esa escuela angloamericana y europea que él y otros rusos han sembrado en el pasado siglo. En este punto solo habría que quejarse de que la escena final con el pajarito muerto sobra. Estaba más que sentado lo pesimista del mensaje total, desde el inicio.
El problema de esta película, en medio de esta sociedad de medios infinitos, está sencillamente en el contenido. Hay que decir, sencillamente, que Dolan -lamento coincidir con algún crítico al que no quiero demasiado- apenas tiene nada que contar. Peor aún, recurre a los tópicos desde el principio. Louis, un joven y atractivo escritor gay vuelve a casa después de años, ahora ya para anunciar su muerte en el seno de una familia con la que nunca ha mantenido estrechos lazos de confianza. Este comienzo, casi escolástico en nuestra modernidad tardía, admitiría alguna bifurcación, con una trama que aún podría arreglarse.
Pero no. No solo es que sea un tópico irremediable la imagen del hombre con una brillante proyección pública que tiene su vida privada y emocional en un estado calamitoso. Esto todavía podría rellenarse con un contenido existencial sorprendente. Sin embargo, en medio de una soltura fílmica impresionante, Dolan se dedica desde el principio a enfangar en ese comienzo convencional, estirándolo hasta el agotamiento.
Uno puede sentirse fácilmente aprisionado entre la brutalidad de cuño estadounidense y la hipocondría de formato europeo. Durante la larga hora y media de la proyección nos pudimos acordar cien veces de un tópico de nuestra memoria. Los franceses está obsesionados con el sucio secretito familiar, no nadan nunca -decía Deleuze- lejos de los padres. Aún con la coartada de «denunciar» no se sabe qué oscuridad neurótica, y sus mil laberintos de rencor, ellos los toman como eterna disculpa para nunca arriesgarse lejos.
Durante este interminable largometraje asistimos a las mil y una variaciones de la cobardía humana, a los intrincados vericuetos de la neurosis y la histeria, las innumerables trampas del espacio asfixiante del coto familiar. Gracias, pero ya lo sabíamos. Toda la izquierda ha vivida de esa renta, la de la asfixia familiar, desde hace más de un siglo. ¿No podemos hoy, en la década de Trump, ir un poco más allá del más barato Freud?
El personaje de la cuñada de Louis, en esa tartamudez que no acaba de decir nada, es más que conmovedor. Así como la histriónica y sabia madre; igual que la figura del hermano mayor Antoine, un magnífico Cassel que borda el papel de hermano susceptible, marginalizado por el prestigioso hijo pródigo que vuelve para enseguida irse. Así como la adorable hermana que le adora, oscilante entre las drogas de barrio y la nostalgia metafísica. Etcétera.
Todo muy bien perfilado y trabajado. Ahora bien, ¿para qué, si no hay absolutamente nada que contar, nada distinto a la medianía de siempre, a la cobardía intelectual de siempre, a la indecisión de siempre? El dédalo de la neurosis familiar es tal, con sus intrincados amores y rencores, que finalmente Louis, y esto casi se ve venir desde el principio, no podrá decir nada de su tragedia íntima. Por una miseria intelectual de la que no puede culpar a nadie, no se atreverá a contar su único mensaje posible: Voy a morir y es hora de arreglar cualquier cuenta pendiente. Tan sencillo como esto; asequible a los hombres de carne y hueso pero imposible para la nomenklatura clonada que dirige la parálisis global.
Nada. No quedan hombres, ya lo sabíamos: no es tan extraño que alguna mujer esté más bien desesperada. Louis y los suyos, pero sobre todo él, nuestro atormentado antihéroe gay, chapotean de principio a fin con tal autocomplacencia en su tormento que uno puede preguntarse si es otra cosa que una disculpa intelectual para no salir nunca de casa.
Una cosa más en torno a esta triste cinta. ¿Por qué los que todavía no hemos muerto, y además presumimos de todavía «jóvenes», tenemos que criticar siempre a nuestros padres y a la familia? ¿Por qué? Naturalmente, sin decirlo, Dolan da a su manera impecable y miserable una respuesta: para justificar nuestra mezquindad con el supuesto oscurantismo de nuestros padres y mayores, que ya han muerto y no pueden defenderse.
Al final todo es muy intelectual y típicamente francés, lo siento. Todos hablan mucho y nadie hace nada, como moscas agitadas contra un cristal turbio. Pero el cristal ha sido empañado para que no sea nítida nuestra cobardía crónica. Es normal, como ocurre en algunas película de Haneke, que el público asista fascinado a tal panorámica del tormento. Mañana ya tenemos justificado no hacer nada más que quejarnos, encantados de haber conocido a la víctima ideal que somos.
El universo angloamericano, como cualquier otro, no parece en conjunto menos sospechoso. Ahora bien, si le echamos solamente un ojo a la desconcertante Captain Fantastic, nos asomaremos a un mundo todavía humano, y hasta humanista, donde puede ocurrir algo. Por ejemplo, a partir de la familia como máquina de guerra frente a la estupidez del mundo. Una posibilidad que, al parecer, el jovencísimo Dolan, antes ya de haberla sopesado, ha abandonado.
Ni que decir tiene que seguimos entonces entre el fuego y las brasas. Y esto es lo peor y lo más eficaz de esta película, exactamente lo que a nuestro nihilismo conviene.