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Franja horaria Z

No he salido mucho a la calle yo solo, sí algún día más con mis hijos, desde que lo permitieron. Concretamente tres veces. La primera y la segunda fue por la noche, a las diez. Apenas me encontré con otros paseantes. Cuando veía alguno me cambiaba de acera, presa de mi miedo hipocondríaco. A pesar de que la sensación fue un poco parecida a la de vivir en el mundo apocalíptico de La Carretera, donde huyen todo el tiempo de los humanos, en general fue un rato liberador. Las calles anchas para mí. Yo caminaba por la calzada, todo lo libre que se puede ser pese a la mascarilla y el miedo, y disfrutaba del tiempo agradabilísimo, recuerdo de otras primaveras mejores. En realidad, fue casi un pedazo de noche de verano bajo todos esos pertrechos y precauciones angustiosas. Se oía el ruido de mis pasos y extractos de las conversaciones de los vecinos en sus casas con las ventanas abiertas, conversaciones que empezaban ya empezadas y se terminaban porque empezaban otras también ya empezadas, igual que si alguien cambiara de canal en la televisión. Y a veces las veía, a las personas y a las familias en sus casas en los pisos más bajos. Los espiaba fugazmente al pasar en su intimidad: un padre hablando muy seriamente con sus tres hijos pequeños sentados a la mesa de la cocina; una joven entrando en el baño y mirándose al espejo un perfil y luego el otro. También vi a un señor en bata cenando en una de esas mesitas portátiles mientras miraba la televisión con las luces apagadas. Parecía una escena de una película americana de los ochenta. Me acordé de la familia de Matilda, todas las noches cenando de ese modo al mismo tiempo que veían programas horripilantes, iluminados frontal y fantasmalmente por el televisor. Luego pasé por una calle peatonal que me encanta, con el suelo de cemento rosa, donde siempre en primavera y en verano huele a dama de noche, la fragancia de la juventud que me libró por un momento de la aprensión hasta que volví a encontrarme, a lo lejos, a otro transeúnte y salí de mi ensueño ligero para ponerme otra vez en alerta. Todo esto sucedió el primer y el segundo día (sobre todo el segundo) que salí de casa tras el confinamiento severo. La última vez que lo hice fue a las ocho de la tarde. Estaba algo nublado, incluso chispeaba, y por esta razón pensé que no encontraría a demasiada gente. Todo parecía estar en calma cuando salí del portal. Había una hermosa luz declinante y no había moros en la costa. El asunto cambió al doblar la esquina e incorporarme a la calle amplia. Fue como aparecer de pronto en la Gran Vía un sábado por la tarde. Mi primer impulso fue regresar, asustado como si, en lugar de personas, pasaran rozándome a toda velocidad por tierra y aire vehículos del futuro. Pero una vez resguardado más allá de la esquina, por donde había venido, me decidí a ejecutar un plan audaz. Me sentí dentro de una novela de aventuras que se titulase, por ejemplo: Un hipocondríaco atrapado en la calle en medio de una pandemia. Resolví que debía prestar toda mi atención a no acercarme a nadie a menos de dos metros, a pesar de la más que probable posibilidad de tener que actuar como Jack Nicholson en Mejor imposible cuando salía a comer. Sólo había que conseguir cruzar la calle a la distancia adecuada del resto de viandantes para después sentirme más a salvo en las calles pequeñas del otro lado. Di un primer paso fallido debido al cortocircuito mental que sufrí al comprobar cómo la gente se acercaba a los demás sin ningún tipo de reparo, y hablaban entre ellos a distancias escalofriantemente cercanas y sin mascarilla. Me sentí como un conejo muy pequeño intentando cruzar una autopista. A pesar de que dejé de mirar a mi alrededor, me asaltaban espantosas imágenes de un individuo tocándose la nariz y luego despidiéndose de su contertulio con una palmadita en la cara. Lo intenté una segunda vez, pero tampoco pude. Me detuvo la visión de una familia completa de cinco miembros, con edades comprendidas entre los 50 y los 15 años, aproximadamente, caminando todos juntos, hablando en alto, sonrientes y sin mascarilla. A mí me parecieron una banda de forajidos. En nuestra antigua vida los forajidos se ocultaban tras una máscara y en nuestra nueva vida son las personas honradas las que se ocultan tras ella. Casi nadie llevaba mascarillas, y yo empecé a sudar debido a una mezcla de aprensión y de indignación. No daba crédito a aquella manifestación apabullante de la estupidez (y la maldad) universal del género. Me entraron ganas de convertirme en una especie de justiciero implacable que con un palo de dos metros fuese golpeando a todos esos hacinados desenmascarados. Me estaba imaginando esta surrealista escena (no menos surrealista que la que en realidad estaba viviendo), cuando un ruido extraño y amenazante me sacó del ensimismamiento. Era un resoplido cada vez más cercano, como si un animal salvaje se aproximase a mí y no consiguiera verlo. Comencé a mirar a todas partes, al borde del pánico, cuando por detrás de mí apareció un corredor perfectamente ataviado de corredor, perfectamente congestionado, perfectamente sudoroso y expulsando ruidosa y perfectamente, porque no llevaba mascarilla, todos sus efluvios de estúpido humano fatigado, tan fatigado como a punto de detenerse a medir las pulsaciones allí delante de mí, tan ricamente, y seguir resoplando. Era como ver un viejo cacharro desvencijado con el tubo de escape roto y expulsando por todas partes su dióxido de coronavirus. Gracias a un inusitado movimiento felino, logré apartarme in extremis de aquella aura potencialmente contagiosa, y después lo vi alejarse con sus bóvidos bufidos, pasando al lado de la gente, dejando su rastro jadeante, con todas esas microgotas expandiéndose a su alrededor, y entonces me rendí y decidí volver a casa. Eché un último vistazo a aquella calle del horror, como un río cuyo caudal hubiese crecido violentamente de un día para otro, y me pareció que toda esa gente no había salido a pasear o a hacer deporte jamás en su vida, y que habían elegido justo esa tarde y esa hora para empezar.

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