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Frankenstein en Lima

 

 

 

 

El 8 de noviembre de 1939, a bordo de un barco que venía de Europa, llegó al Perú una mujer que huía de algo que no sabemos. Era el tiempo en que mucha gente escapaba de algo en todo el mundo: huían los judíos alemanes de la persecución nazi, huían los republicanos españoles de la persecución franquista, huían los soldados chinos de las tropas japonesas y las tropas albanesas del fascismo italiano. La mujer de esta historia era alemana y judía y cargaba en sus documentos un dato que ya para entonces debía prestarse a ciertas elucubraciones macabras. Se llamaba Gertrud R. Frankenstein. A diferencia del personaje que estigmatizó su apellido, ella no encarnaba un horror ficticio, sino que venía de uno real. Entonces debía pensar, como muchos judíos de la época, que el Perú era un país neutral ante los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Si así lo creyó, estaba equivocada.

 

El día en que la señora Frankenstein ingresó al Perú era miércoles. La única comidilla en el puerto era el suicidio de una veinteañera que se había arrojado al mar por una decepción amorosa.

 

Es posible que la recién llegada se haya cruzado con la numerosa comitiva que al mediodía recibió en el mismo puerto al ex canciller José Matías Manzanilla, quien venía de una misión en Italia en el vapor Conte Grande, o con los pasajeros del vapor Italia, que llegaban de Génova y Barcelona. No es exagerado suponer en muchos de ellos el alivio al pisar una tierra alejada del vértigo de muerte que agitaba Europa: apenas cinco meses antes, Estados Unidos había negado la entrada al barco Saint Louis, que transportaba más de novecientos refugiados judíos, y la nave fue forzada a regresar. Dos tercios de sus pasajeros terminaron en campos de exterminio alemanes. Lo mismo había ocurrido con un barco que llegó al Perú tres años antes de eso. La comunidad judía tuvo que pagar grandes sumas para obtener el permiso de ingreso de unos ochenta refugiados. En 1939, cuando ella vino, la situación era peor.

 

La señora Frankenstein llegó un día que pudo cambiar la historia para siempre. Esa misma noche, en su país, un comando de la resistencia hizo estallar una bomba en el local de una cervecería al que Hitler había acudido para dar un discurso. La noticia dio la vuelta al mundo. Los habitantes de Lima, entre los que ya estaba la inmigrante alemana, se enterarían al día siguiente por el diario El Comercio. “Hubo varios muertos, pero el Fuehrer (sic) salió ileso”, diría el encabezado. Fue, sin duda, una mala noticia.

 

De un ama de casa con apellido truculento

en un país con otra clase de miedo

 

Estaba a punto de cumplir 49 años cuando llegó al país. Durante sus primeras semanas en Lima, la señora Frankenstein debió integrarse a una comunidad que ya sentía la hostilidad de ciertos círculos de poder. Muchos de los que llegaron con ella tuvieron que pasar por un refugio temporal implementado por la Sociedad de Beneficencia Israelita. En el libro Estación Final–una reveladora historia sobre varios peruanos que, paradójicamente, hicieron el trayecto contrario hasta los campos de la muerte– el periodista Hugo Coya cuenta que por esos días un debate en el Congreso desnudó las simpatías antisemitas de varios políticos. Un congresista ayacuchano de apellido Calle pidió que el Gobierno reportara el número de judíos residentes en el Perú. “Calle argumentó que era importante […] para actuar ‘contra los abusos de los comerciantes judíos’ –señala Coya–. El diputado por Lima Juan Luna respaldó ese pedido y solicitó que la información incluyera a todos los extranjeros para establecer una cuota de inmigración que permitiera ‘proteger la nacionalidad’”. En los meses siguientes se realizaría un censo que, además de la población nacional, registraría a todos los extranjeros en el país. Una de esas fichas correspondió a la señora Frankenstein.

 

El encargado de registrarla se confundió, acaso por el acento de la inmigrante, y escribió lo que le sonaba: Henriette Frankestein. El nombre cambiado y una letra menos en el apellido. Casi todo lo que sabemos de esta mujer está en una hilera de números que sigue a su identidad:

 

1 3053 1290 81139 1

 

El primer número nos dice su nacionalidad, el segundo corresponde a su carnet de extranjería, el tercero es su fecha de nacimiento (mes y año), el cuarto es su fecha de ingreso al país y el último indica el medio de transporte que utilizó. Traducido, el código que apuntó el registrador nos dice: “ciudadana alemana, con carnet de extranjería 3053, nacida en diciembre de 1890, llegó el 8 de noviembre de 1939, por barco”. Cuando le preguntaron a qué se dedicaba, la señora Frankenstein indicó que era ama de casa. Lo sabemos porque otro documento le asigna el número 478, que se refiere a las labores domésticas. Por los registros de ese censo, sabemos algo todavía más importante: no estaba sola. En ese momento había otro Frankenstein en Lima.

 

Se trataba de un hombre de 45 años llamado Kurt. No podemos saber si ingresaron en la misma fecha, porque su registro no lo indica, pero sí que también había llegado en barco –por lo demás, el único medio autorizado para el ingreso de extranjeros según las cada vez más estrictas leyes migratorias de la época–. En Lima, Kurt Frankenstein obtuvo el carnet de extranjería número 44820. El empadronador que lo atendió en el censo de 1940 debió ser otro, porque también cometió un descuido al anotar su identidad. Lo registró como Curt Frankeistein, con la inicial cambiada y una vocal intrusa en medio del apellido. Por lo menos, a oídos de un limeño, sonaba igual. A pesar de la confusión fonética, sabemos que ambos inmigrantes eran parientes.

 

Uno podría suponer que en aquellos tiempos de prehistoria mediática, el apellido de los Frankenstein pasaba desapercibido. El Perú nunca ha sido un país de lectores y el monstruo de Mary Shelley carecía de las herramientas que muchos años después harían famoso al mago de su compatriota J. K. Rowling. Pero no debemos olvidar que para esa época Hollywood ya había convertido el miedo en un tópico de la cultura popular. La película Frankenstein fue estrenada en Estados Unidos en 1931. En los dos años siguientes la truculenta imagen de Boris Karloff, con la frente parchada y dos botones para electricidad en el cuello, recorrió las salas de casi todo el mundo. El éxito se repetiría en 1935, con el estreno de La novia de Frankenstein. Y en enero de 1939, el mismo año en que una mujer con ese apellido ingresaba al Perú, el éxito de las películas de monstruos y vampiros en Estados Unidos dio pie a la tercera parte de la saga, El hijo de Frankenstein. Fue la última vez que Karloff interpretó en pantalla a la abominable criatura.

 

Del problema de no poder ordenar una pizza

a la angustia por sobrevivir


“Una anécdota refleja toda una época lo mismo que una Constitución Política”, escribió Sartre. También podría decirse eso respecto a la identidad de una persona. Hay gente que se apellida Potter y nadie hace mayor aspaviento, pero apellidarse Frankenstein es como llamarse Drácula o Hitler o Mussolini. Es vivir con un apelativo cargado de sombras, un estigma de otro tiempo, la huella de algo que nos dio miedo alguna vez. Quizás esa carga no tenga asidero, pero flota como la neblina entre los monumentos.

 

Hace unos años encontré en internet una entrevista que el diario de una pequeña ciudad estadounidense había hecho a un tipo apellidado Frankenstein. El periodista se había topado con su nombre de manera casual y se le ocurrió que podía tener una historia interesante. No fue así. Se trataba de un ciudadano común y corriente, cuyo mayor problema respecto a su identidad era hacer pedidos de comida rápida por teléfono: apenas daba sus datos personales, las recepcionistas le colgaban, porque pensaban que estaba bromeando.

 

“En efecto, es un apellido que uno asocia a las películas de terror”, me dijo hace unos meses, en una conversación telefónica, León Trahtemberg, una de las voces intelectuales más reconocidas de la comunidad judía en el Perú. Trahtemberg es educador y suele hablar públicamente sobre temas de educación, pero a la vez es uno de los principales investigadores de la historia de su pueblo en este rincón del mundo. Una de sus obras fundamentales se titula precisamente La inmigración judía al Perú, 1848-1948. Más que el recuento de un éxodo, es la memoria de un salvamento. Allí se narra cómo llegaron los primeros hebreos a tierras incas, cómo se organizaron y lo que tuvieron que hacer para arraigarse en un país que durante mucho tiempo no los quiso mucho. Trahtemberg publicó después un libro titulado La demografía judía en números, que traduce esa experiencia en datos cuantificables. Pero es la tercera de sus obras, Los judíos de Lima y las provincias del Perú, la que ofrece un dato inestimable. Entre los anexos de ese libro se incluye un listado de los apellidos judíos presentes en el país en el siglo XX. Entre los Frankel y los Frankfeld, aparecen los Frankenstein.

 

En nuestra conversación telefónica, Trahtemberg dijo que no tenía mayores datos de esta familia. Tampoco recordaba de dónde salió ese apellido, porque habían pasado veinte años desde la publicación de su libro. Pero la existencia de los Frankenstein fue registrada durante una revisión que su equipo asistente hizo de los apellidos en todas las fuentes documentales relacionadas a la comunidad. Muchos figuraban en las lápidas del Cementerio Israelita, otros en las listas de alumnos y egresados del colegio judío León Pinelo, en las listas de los contribuyentes a las campañas de la comunidad y en informaciones aparecidas en diarios, revistas y libros judíos de los años treinta y cuarenta. Trahtemberg me dijo, un poco para matizar la cosa, que no era para sorprenderse encontrar un Frankenstein, porque es un apellido que existe en Alemania e incluso en Israel. El indicador de su origen, me dijo, está en la terminación ‘stein’, que es común a muchos apellidos de ese pueblo. “De hecho, creo que en la novela a Frankenstein le dicen judío”, comentó.

 

Por la época en que Kurt y Gertrud Frankenstein se encontraron en Lima, muchas familias judías se separaban para facilitar la huida de Europa con la esperanza de reencontrarse después en otra parte del mundo. Aunque ellos dejaron un rastro apenas perceptible, podemos saber que no estuvieron solos. En algún momento de sus vidas, hubo un tercer Frankenstein en el Perú.

 

Del misterio de una lápida y la soledad de los cementerios


Es un día soleado en el Callao, la provincia que sirve de puerto principal al Perú. Este es el tercer domingo de junio y en una esquina de la extensa Avenida Colonial se ha colocado una veintena de vendedores de flores. Es el Día del Padre. Una muchedumbre compra rosas y buganvilias, claveles y girasoles que luego irá a dejar del otro lado de la calle, en el Cementerio Británico. Pido un arreglo de flores violetas y anaranjadas. La mujer que me atiende lleva al menos veinte años con el mismo negocio y en la misma esquina. Me lo cuenta mientras arma un atado al que agrega unas ramas con botones blancos.

 

¿Sabía usted que en este cementerio está sepultada la familia Frankenstein? –le pregunto sin advertencia, para ver su respuesta en estado natural.

 

La mujer levanta los ojos del nudo que estaba haciendo y por un segundo estudia mi expresión. En seguida sonríe como si le hubiera contado un mal chiste mientras me entrega las flores.

 

No sabía –responde y se voltea para atender otro pedido.

 

Esta es la cuarta vez que vengo a este camposanto, aunque no tengo parientes sepultados aquí. La primera fue hace ya varios años. Una persona que recién conocía me había hablado de este caso y fui a cumplir el trámite de verificar el dato. El Cementerio Británico es un largo campo rectangular, cubierto de verde y atravesado por hileras de lápidas ambos lados de un camino central. Mi tarea de ese día era revisarlas todas. Por alguna razón, escogí empezar por el sector derecho. Vi nombres de distintas nacionalidades, de gente sepultada en épocas muy dispares, lápidas nuevas y viejas, brillantes y opacas, individuales y familiares. Empezaba a sacar la cuenta del tiempo que me tomaría llegar a la última hilera cuando la vi: era una losa blanca, con los nombres gastados y atravesada al centro por una rajadura en diagonal. Fue entonces cuando supe que los Frankenstein no eran dos, sino tres. Los nombres ocupaban la misma pieza de lo que parecía marmol: Gertrud, Kurt…y Hedwig.

 

El hallazgo me produjo una mezcla de curiosidad y respeto, la clase de mesura que uno experimenta frente a los restos de un personaje histórico. Puedo jurar que la lápida tenía inscrita una fecha, como todas las demás. La anoté en mi libreta. Al lado apunté la ubicación: fila A23. Por causas ajenas, un día perdí la libreta, pero el asunto no me pareció tan grave, porque ya tenía localizada la fuente. Mi primer paso fue enviar una carta a los responsables del cementerio solicitando permiso para acceder a sus archivos. Cuando llamé por teléfono para averiguar la respuesta, recibí una cerrada negativa. La principal razón era que, al tratarse de una entidad privada, sólo podrían darme información con el permiso de los deudos. Pero esa posibilidad también estaba negada. “La familia se marchó hace años a Inglaterra y no tenemos contacto con ningún miembro. No podemos ayudarlo”, me dijo una voz seca, en términos parecidos, antes de colgar.

 

Tiempo después me propuse retomar el hilo a partir de las fechas que tenía la lápida. Cuando volví al cementerio para recuperar el dato, me di con una sorpresa: la piedra original había sido cambiada. En lugar de la vieja losa rota que yo recordaba, había otra de color gris, con los mismos nombres, pero sin fechas. Al lado izquierdo yace Karen Elizabeth Haase, cuya inscripción indica que apenas vivió entre marzo y noviembre de 1963; al lado derecho, descansa la señora Ilse María Kruc Vda. de Stock, que nació en 1904 y murió en 1981. La sepultura de los Frankenstein es la única de ese sector que carece de esta información. No puedo decir que el cambio haya sido una respuesta ante mi indagación. A lo mejor fue parte del procedimiento normal de reparar las losas en mal estado, pero, en su momento, el incidente me causó una sensación extraña.

 

Un día se me ocurrió que tal vez sí quedaban deudos, amistades o alguna clase de tributario de los Frankenstein, y que alguno cuidaba su sepultura con la necesaria discreción. Alguien debía encargarse, por ejemplo, del rosal que les da sombra, el único que existe en la misma hilera de sepulturas. La manera de comprobarlo, deduje, era acudir en un día de conmemoración general, a ver si les colocaban flores frescas. En una ocasión fui con sigilo y no encontré nada. Me dio una sensación de tanta soledad que yo mismo les compré un ramillete con pétalos de varios colores. Después de unos minutos de esperar en vano, me fui. En el camino de regreso me divirtió pensar que tal vez alguien podía llegar después que yo, vería las flores y pensaría exactamente lo que yo estaba tratando de probar.

 

Esta mañana, en el Día del Padre, el cementerio está más concurrido que nunca y pienso que hay más posibilidades de averiguar algo. Tras recibir el ramo de la vendedora, hago el mismo recorrido de siempre. En el camino veo gente que conversa al pie de las sepulturas, gente que va y viene con arreglos de flores de distintos tamaños, gente que pasea por los senderos interiores como si estuvieran en un parque cualquiera. El tiempo hace que la muerte nos sea cómoda. Hubiera sentido lo mismo de no ser porque, al llegar donde los Frankenstein, la sensación de soledad es más intensa que nunca. Aquella hilera de tumbas es la única que no tiene flores, aunque ya estamos cerca del mediodía. Ningún deudo se ha asomado por aquí. Coloco mi ramo junto a su rosal y me pongo a observar los alrededores.

 

En la hilera contigua hay una muchacha que lava la losa de sus padres y les coloca dos hermosos arreglos de rosas con girasoles. Parece tranquila, por lo que me animo a preguntarle si viene con frecuencia. Me dice que sí. La tumba de sus parientes está apenas unos metros en diagonal a la de los Frankenstein. Le pregunto si tiene idea de que en algún lugar de ese camposanto descansa una familia con ese apellido. La joven sonríe, mira alrededor como quien busca una cámara escondida, y responde que no.

 

Está muy cerca –le digo–. Cuando puedas, date una vuelta para verla.

 

No tengo idea de si me hará caso. Si lo hiciera, al menos habría una segunda visitante para la señora Frankenstein. También para sus parientes, Kurt y Hedwig.

 

De la gente normal que lleva un estigma

en el documento de identidad

 

En la pared principal de mi dormitorio tengo un afiche de aquella película de 1931 protagonizada por Boris Karloff. Lo compré en un festival de cine cuando ya tenía en mente la existencia de esta familia. Es una ilustración de la criatura mientras huye de una mansión tenebrosa a través de un campo desolado. A un costado hay una advertencia para los espectadores: “¡El monstruo que aterrorizó al mundo!”. Durante varios años esa imagen ha sido lo primero que he visto al despertar por la mañana. Quienes me conocen un poco saben que me gustan las cosas truculentas, pero la verdad es que esta escena nunca me dio miedo. Lo que ha logrado, aunque a veces me resistiera, es interpelarme para volver a buscar rastros de la señora Frankenstein.

 

Lo triste de un país como el Perú es que no tiene apego a su memoria. Muchos documentos de la época simplemente ya no existen o están en condiciones tan lamentables que es casi imposible consultarlos. A veces se debe a problemas de presupuesto para mantener los archivos nacionales, pero también hay mucho de desidia sobre todo aquello que no sean culturas precolombinas o pasado colonial. Nuestra memoria colectiva es como una mente con Alzheimer: uno puede encontrar el testamento de un conquistador español, pero hallar poco o nada sobre personas que habitaron entre nosotros hace menos de un siglo. Una situación radicalmente distinta a países del primer mundo, donde puedes hacer el seguimiento de tus ancestros y reconstruir tu árbol genealógico con relativa facilidad. Por esos registros ajenos puedo saber, por ejemplo, que el año en que nací, 1973, doce personas apellidadas Frankenstein fallecieron en los Estados Unidos.

 

Según el sitio web name.whitepages.com, que ofrece información estadística sobre nombres y apellidos en Estados Unidos, tan solo en febrero del 2011 había 359 personas con el apellido Frankenstein en los Estados Unidos: 60 en California, 58 en Pennsylvania, 18 en Wisconsin, 26 en Dakota del Sur, y siguen cifras.

 

Visto así, son listas frías, números que no nos dicen nada. Pero ocurre que algunos miembros de esa comunidad unida por un estigma –al punto que todo lo que está mal hecho o resulta siniestro recibe el calificativo de Frankenstein– tienen, por el contrario, vidas brillantes. Marilyn Frankenstein es profesora de Medios, Sociedad y Justicia Social en la Universidad de Massachusetts Boston; Guenther Frankenstein fue un glaciólogo que durante años dirigió el Laboratorio de Ingenieria e Investigación en Regiones Frías del ejército estadounidense y publicó aclamados estudios como uno que se titula “Ecuaciones para determinar el volumen de salmuera del hielo marino desde -0.5 ° C hasta -22.9 ° C”; William Frankenstein –quien por cierto lleva el nombre de la primera víctima de la criatura, y en la novela es hermano de su creador– es profesor asistente de Psicología y miembro del Laboratorio de Investigación del Comportamiento del Alcohol de la Universidad de Rutgers. Gente con vidas normales en un país que cambia de fantasmas según los vaivenes de la geopolítica.

 

La historia de los Frankenstein en Lima confirma aquella idea sartreana de que una anécdota refleja una época. La pregunta es: si su historia se pierde, ¿qué otra cosa olvidamos junto a ellos?

 

De los fantasmas que viven en los archivos perdidos

 

El único dato sobre Hedwig Frakenstein es una ausencia: la tercera miembro de la familia no aparece en la lista de los extranjeros residentes en el Perú en 1940. ¿Significa que llegó después? ¿O acaso que nació después? Su nombre encabeza la tumba familiar, pero su rastro se ha desvanecido. “Henriette y Curt son los únicos que aparecen en los registros”, me dijo la especialista del Archivo General de la Nación que atendió mi pedido de búsqueda. Para entonces ya no tenía el gesto de perplejidad que había mostrado el día que le solicité esa información, esa cara inexpresiva con que uno mira a quien llega por enésima vez con la misma broma estúpida. Por suerte yo tenía una fotografía de la lápida. La imagen debió intrigarla, porque se tomó el trabajo de revisar escrupulosamente todos los libros del censo de inmigrantes y no pasó por alto la errónea transcripción de los nombres. Cuando me dio los resultados, tenía una leve sonrisa de complicidad. Las rarezas suelen generar empatía en las almas desconcertadas.

 

No he podido seguir el rastro porque los registros de los barcos de la época están en tan malas condiciones que su acceso está restringido. Quizá en algún documento, de algún anaquel, de alguna institución atosigada de documentos sin consultar haya un dato adicional sobre esta familia, pero no sabemos. Hay mucho que no sabemos. Todavía.

 

Puedo imaginar una escena para despedirme de la señora Frankenstein. La veo caminando por las calles del Centro de Lima, anónima y tranquila como de seguro pretendía al venir al Perú. Imagino también que toma el antiguo tranvía que conducía a Miraflores, por entonces un balneario para familias ricas sobre los acantilados que dan al Océano Pacífico. La silueta de Gertrud R. Frankenstein aparece en el malecón, flanqueada por Hedwig y Kurt, de espaldas, con la mirada hacia el mar. Tal vez en un lugar así se habrían preguntado si tomaron el rumbo correcto para escapar de la muerte. Solo sabemos que fue el lugar donde iban a descansar en paz para siempre. El mismo lugar donde iban a desaparecer.

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