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Freud y la religión

 

La religión fue un tema central en el pensamiento freudiano. Lo demuestran dos de sus hitos intelectuales: Tótem y tabú (1913) y Moisés y el monoteísmo (1938). Aunque se reconociera como un ateo empedernido o creyera que la idea de Dios era insostenible, creció en una familia judía religiosa y estudió en la sinagoga local durante su infancia. Freud consideraba que la religión era una neurosis que, en ocasiones, se acercaba peligrosamente a la locura. Para el médico vienés la religiosidad era una amenaza para la libertad y la verdad, en última instancia, para la felicidad de los seres humanos. En El futuro de una ilusión lo expresaba con claridad: «[la religión es una] neurosis obsesiva universal de la humanidad; ésta surgió, igual que la neurosis obsesiva de los niños, del complejo de Edipo, de la relación con el padre». O, lo que es lo mismo, la pensaba como una ilusión que intentaba cubrir los deseos más primitivos de los seres humanos.

 

No es exagerado decir que toda su aproximación al hecho religioso se concentraba en aplicar a este fenómeno sus hipótesis sobre la psicología de la persona. Es más, sus propios trabajos sobre religión descansaban en la existencia de una herencia primitiva en la humanidad. Esta creencia contrastará, paradójicamente, con sus aceradas críticas al inconsciente colectivo jüngiano. En Tótem y tabú, por ejemplo, analizaba la evolución etnográfica de las sociedades humanas a través de la psicología de sus pacientes neuróticos. De esta forma, entendió que la prehistoria estaba dominada por un padre tiránico que debía ser asesinado por sus hijos para eliminar sus derechos exclusivos sobre las mujeres del clan. Por su parte, la protohistoria sería el período del olvido del parricidio y la veneración del padre sobre un animal, que en la historia se convertirá en el tótem, divinizando la figura del Padre originario. Es decir, detrás de la religión estaba la experiencia de la culpabilidad originaria de la humanidad.

 

A veces parece como si no se pudiera hablar de nada sin tener en cuenta que Freud existió y que el psicoanálisis es su legado. No entiendo la fijación de tantos que, de una manera u otra, terminan volviendo a Freud. Y es que, pese a estas invocaciones constantes, Freud no ha trastocado de manera notable la manera de entender al ser humano, salvo la antropología de un grupo minoritario que se reconoce en los planteamientos psicoanalíticos. Sus ideas recorren banalizadas nuestras sociedades, pero ya como mitos vacíos de sentido. Aunque el siglo XX fuera un siglo pretendidamente freudiano –porque no se pueden entender muchos de los hitos socio-culturales que lo marcaron sin el psicoanálisis, se quedó en los debates del mayo del 68 mientras el mundo se encaminaba hacia otro lado, habrá que ser conscientes de que la propuesta se asienta en las mentiras (¡y no es una exageración!) originales de Freud. Cada vez son más los especialistas que señalan los engaños y amaños del psicólogo vienés para construir una propuesta terapéutica rompedora. Pocos dudan de que, a pesar de la cerrazón de los archivos de Sigmund Freud, el psicoanálisis se construyó sobre comportamientos éticos dudosos y pruebas que no resistían un estudio serio. Poco a poco lo vamos conociendo. Además, asentó su teoría sobre la gente a la que reconoció, todos ellos enfermos, y extrapoló sus conclusiones al resto de la especie.

 

Como Mario Bunge ha señalado en diversos estudios, el psicoanálisis es una pseudociencia por sus deficiencias analíticas que le acercan más a la charlatanería que a cualquier otra disciplina. Quizá sea una afirmación muy dura. O no tanto, el poeta Tomás Segovia que consideraba que el psicoanálisis era más una religión que una tendencia en psicología. Es más, cuando uno se acerca a los más recientes estudios de la psicología experimental o de la neurociencia puede descubrir como las tesis psicoanalíticas, como podrían ser los complejos de Edipo y Electra, no concuerdan con lo que hoy sabemos científicamente.

 

Como una de las cumbres del proyecto ilustrado, el psicoanálisis se mueve entre el racionalismo y el irracionalismo. Y formaría parte de esa tradición monista occidental que tanto interesaba y desagradaba a Isaiah Berlin. Sus posicionamientos se ganaron a un público que se encontraba deseoso de ciencia, pero que también les terminaba por arrojar a los brazos de la experimentación espiritistas y otras pretendidas heterodoxias espirituales cientifistas. Pero como hijo de su tiempo, hay elementos que se derivan de estos planteamientos centrales que son tremendamente discutibles. De hecho, por poner un simple ejemplo, sus teorías sobre la mujer como homme manqué también tuvo su repercusión en el acercamiento a la religión del psicoanálisis. Como para muchos de sus contemporáneos, Freud consideraba que la religiosidad era cosa de mujeres, mientras que el ateísmo era una forma saludable de ser humano masculino. Las bases son demasiado endebles.

 

No hace falta regresar a Freud para tratar temas como la culpabilidad o la angustia. El principal problema del freudismo es que utilizó una jerga particular con la que no se puede establecer un diálogo con el resto de las ciencias sociales y, además, donde cabe todo a veces. Como la mayoría de sus críticos destacan, el psicoanálisis se basa en afirmaciones irrefutables que no pueden ser falseadas científicamente. El pensador judío Gersom Scholem confesaba que, cuando criticó al psicoanálisis en cierta ocasión, se le contestó que «no se podía juzgar de manera abstracta, que quien no ha practicado el psicoanálisis no puede juzgar al respecto». No creo que sea una anécdota sin más. El psicoanálisis, probablemente, sea uno de los proyectos más acabados del pensamiento monista del siglo XX. Y esto no es decir poco.

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