Ahora que comienza a hablarse abiertamente del rescate a la banca española, conviene que no nos olvidemos que cada concesión de Berlín –más tiempo para el déficit, más dinero para tapar los agujeros negros de los bancos- viene acompañada de más presión para ejecutar con urgencia “más reformas”. Lo que, traducido del lenguaje neoliberal al lenguaje común, significa consolidar esa sagrada trinidad que dejó escrita el economista Milton Friedman: desregulación, privatización de empresas públicas y recortes del gasto social. Esas mismas políticas que han condenado al expolio a los pueblos de eso que llamábamos Tercer Mundo.
Sabemos, pues, lo que se nos echa encima. Sabemos que los pueblos que desconocen su historia están condenados a repetirla. Sabemos lo que pasó en Chile, en Argentina, en vastas regiones de África. Sabemos que el capitalismo necesita para perpetuarse una constante acumulación de capital, y que el sur de Europa es el próximo objetivo para ese trasvase de rentas de las manos de la clase trabajadora –en Europa, eso que con tanto orgullo solíamos denominar clase media- a los bolsillos de esos pocos que controlan aquella entelequia que dieron en llamar Los Mercados.
No estaría de más recordar cómo hemos llegado hasta aquí, para no tragarnos aquello de que somos culpables, por manirrotos, y debemos pagar el precio de esa codicia. Las burbujas crediticias, en sus diferentes formas –estatal en Grecia; bancaria en España, vía boom inmobiliario-, fueron posibles porque enormes capitales de los bancos alemanes fluyeron en la última década hacia el sur de Europa, gracias a la zona monetaria común. Ahora lo llaman PIIGS (los ‘cerdos’ de Europa: Portugal, Italia, Irlanda, Grecia y España), pero en aquel momento, los economistas neoliberales y su horda de publicaciones con aura científica vaticinaban un futuro de progreso para esos vecinitos pobres convertidos en nuevos ricos. Y los bancos alemanes y franceses se forraron en el trayecto.
“Nos ahogamos para asegurar el bienestar de ese pequeño porcentaje de traficantes que se están apoderando de la riqueza”, y aún “nos venden la película de que fuimos nosotros quienes destrozamos el barco”, escribe Maruja Torres. Como recuerdatambién Ana María Moix, el pueblo español tan solo fue obediente y respondió a esa promoción desbocada del consumo que llegaba desde los mismos que hoy nos exigen austeridad. Fue Aznar quien hizo urbanizable toda España; los bancos quienes promovieron hipotecas subprime; Cascos quien dijo que la gente tenía dinero para comprar viviendas; el capital alemán el que permitió la construcción frenética de urbanizaciones de 80.000 viviendas en pueblos de diez mil habitantes. Fueron varios quienes se beneficiaron de aquel absurdo, de aquella inconsciencia colectiva. La responsabilidad es compartida, pero no es equivalente. Unos son más responsables que otros, y deberían pagar por ello.
Bienvenida la reflexión de Ignacio Sotelo, que trae al debate a Carlos Marx, quien hace un siglo definió con impecable puntería el proceso de las crisis inherentes al sistema capitalista. “La superproducción, piensa Marx, es la causa última de las crisis, a la que suele preceder un periodo de especulación desmedida que en las ramas más diversas aporta una prosperidad generalizada que impulsa a producir más de lo que puede asumir el mercado”, escribe Sotelo. La gran paradoja es que “cuando la mayoría carece de lo más elemental, se acumule una gran cantidad de mercancías invendibles”. La superproducción convive y se apoya en la supermiseria. “De las crisis solo se sale llevando a cabo una completa renovación del aparato productivo, destruir para volver a construir, lo que permite al capital volver a obtener beneficios”. Otras veces fueron las guerras; hoy, en la Europa de los cerdos que otrora sabían volar, es la destrucción del Estado de bienestar, que deja esa tabula rasa sobre la que construir otra sociedad, basada en los principios de Friedman y los suyos, en esa ley del más fuerte del capitalismo sin máscaras. Da mucho miedo.