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Mientras tantoFritura de verano

Fritura de verano


Los ensayos son para el verano.

Me encontraba terminando la lectura del muy recomendable Cómo no hacer nada de Jenny Odell cuando se me ocurrió –no hacer nada es tan, tan exigente–, aprovechar las fechas para ofrecerle al lector desorientado una pequeña fritura de verano seleccionando de entre mis lecturas recientes –no novedades en sentido estricto– algunos títulos que juzgo idóneos para leer en la playa, en la piscina, en aeropuertos y estaciones o en la intimidad del hogar.

Como no comulgo demasiado con esa categoría de “lecturas de verano” o “para el verano” instituida por los suplementos literarios y que suelen abrazar quienes no leen sino en esta estación, verán que en vez de novelitas refrescantes –a mí me entra calor solo de pensar qué pueda significar tal cosa– voy a compartir una serie de lecturas, de ensayos –tranquilidad, tampoco son la Fenomenología del Espíritu de Hegel, que por cierto yo me leí, no he dicho entendí, en un verano–, que atestiguan el buen momento que atraviesa el género en nuestro país y a los que une un elemento decisivo: que así como exponen con crudeza algunos de los problemas más acuciantes de nuestro tiempo (de la pobreza a las consecuencias del calentamiento global; de la intolerancia a la crisis del Estado del Bienestar; de la hostilidad de nuestras ciudades al miedo al futuro), se arriesgan también –¿qué le hacemos si siempre nos gustó la TIA: There is Alternative?– a esbozar rumbos alternativos, a tantear al menos posibles soluciones para aminorar su impacto.

Por cierto, si alguien me sigue en redes verá que en ese espacio ya he podido dar alguna noticia sobre mi lectura de estos libros, así que discúlpeme quien piense que más que fritura le estoy poniendo ropavieja.

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Empiezo por Miedo de Patricia Simón (el más antiguo de la lista: apareció a comienzos de 2022), una obra en la que esta periodista nacida en Estepona –el apunte biográfico no es gratuito– radiografía a través de un intenso trabajo de campo que le ha llevado a viajar por todo el mundo, el impacto del miedo en nuestras sociedades.

Se trata de un retrato muy vívido de la barbarie, pero también un libro luminoso, por el que desfilan muchos rostros y muchos nombres. El de Rachid, ese adolescente magrebí “con más vidas que la de muchos viejos”; el de Festus, ese geofísico nigeriano que, como muchos otros –y especialmente otras– que no están para contarlo, sabe lo que es descender al infierno, más de una vez, en su afán por alcanzar el envenenado sueño europeo; el de Ousama, que murió “por intentar mejorar la vida de sus padres” y que yace bajo una tumba sin nombre, sin placa y sin flores en el cementerio musulmán de la Mezquita de Melilla; el de otros muchos que, también en nuestro país, víctimas de la desmemoria o del apartheid sanitario vivido bajo la pandemia, han sufrido el azote de la soledad, el miedo a la pobreza o la muerte o –por completar la cartografía del desasosiego que despliega el libro– han encarnado al indeseable otro. Pero también el de esa Carmina Bascarán, esa española “medio mujer, medio volcán” que decidió recalar un día, a los cincuenta años, en el estado más pobre de Brasil, para plantarle cara a los latifundistas.

Lo interesante de este libro es que Patricia Simón, especialista en Relaciones Internacionales y especializada en eso que podemos llamar periodismo humano, persona comprometida y militante con los nadie, con las olvidadas, con los desheredados de la Tierra, no busca culpables, sino causas; que no sermonea ni juzga, sino que intenta comprender también las razones incluso de aquellos –este es el gran triunfo de los “subhumanos” que administran ese enorme filón de miedo atávico– que han interiorizado el agravio que nace de su precariedad angustiada como enconada autodefensa.

En fin, un retrato preñado de verdad sobre la crueldad sistémica de esta nuestra “sociedad traumatizada y embrutecida”, una obra profundamente política –en el mejor sentido del término– que, como se dice en el prólogo, supone un antídoto contra el cinismo y abraza no a la Humanidad abstracta, sino a seres humanos concretos que habiendo sufrido horrores inimaginables para quienes vivimos en el privilegio han trascendido su papel de víctimas invisibles para convertirse en pequeños faros.

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Nadie debería sentir vergüenza por ser pobre. Nadie debería culpabilizarse a sí mismo por ser pobre.

Unas cartas un poco diferentes. Una mala mano. Una racha desfavorable y la mayoría de nosotros podría terminar (y terminarse) durmiendo bajo cartones.

Sin embargo, no ya quienes duermen o han dormido en la calle, sino quienes simplemente han recibido cualquier subsidio o han solicitado alguna ayuda en tiempos de dificultad (la “paguita” de la que hablan los indeseables) conocen a qué sabe el estigma que acompaña a la precariedad económica.

Según un informe reciente del Banco de España 1,6 millones de hogares no cubren sus gastos. En torno a una cuarta parte de la población española vive en riesgo de pobreza o exclusión social. De estos unas 50.000 personas viven en calles, plazas o albergues, expuestos a las inclemencias meteorológicas, a la persecución de las autoridades, al vandalismo, a la soledad, mientras arrastran el peso insoportable de la falta de perspectivas, de cuidados, de alegría.

Pero incluso en periodo electoral, la erradicación de la pobreza apenas si aparece en los programas y discursos de los diferentes partidos, no digamos de la derecha –que la promueve y justifica: es la prueba de que el modelo funciona–, sino de buena parte de una izquierda a la que el inclemente espíritu de los tiempos ha vuelto trágicamente “realista”.

Los sinhogar, los excluidos, los marginados, las infraclases, los “pobres de pedir”, los indigentes –el lumpen según Marx– no votan. Los invisibles están fuera de la comunidad política. Ya nos hemos encargado el resto de alejarlos de nuestra vista –mientras nos autoexculpamos– a través de toda una serie de mecanismos. El más obvio es expulsar a las personas sin hogar de los centros urbanos. Pero la mayoría son más sutiles y perniciosos: pasa por promover acríticamente la cultura del esfuerzo, normalizar la desigualdad, romantizar la pobreza y, en último término –entre otras estrategias que La España invisible desgrana–, por mirar para otro lado, tanto literalmente, cuando alguien nos pide ayuda por la calle, como en el más amplio sentido de la expresión: cuando no solo no hacemos nada, sino que además culpabilizamos a las propias víctimas de su situación.

Por esto es tan importante sacar a la pobreza del armario. Por eso son tan importantes libros como este de Sergio Fanjul, uno de esos periodistas que sí tienen claro lo importante y que incomodan por el mero hecho de poner el foco donde no gusta, donde incomoda, donde molesta.

Ser pobre no es un delito. Nadie debería sentir vergüenza por ser pobre. Nadie debería culpabilizarse a sí mismo por ser pobre.

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No hay Dios y el mundo está condenado. Con veinte años de diferencia estas han sido mis dos grandes epifanías.

Cómo responder a preguntas como “¿qué tal te va?”, “¿cómo estás?” o “¿qué hay de tu vida?” cargando con esos dos cadáveres. ¿Cómo se puede sacar un abono para un festival, leer a Emily Dickinson, cómo se puede ver el capítulo 1×03 de The Lasto of Us o jugar un partido de dobles estando convencido de que estamos en el tiempo de descuento, de que habitamos la prórroga?

Sí. ¿Cómo convertir cada risa en un parto, cada brindis en una despedida? ¿Cómo aceptar, en definitiva, en expresión de Marina Garcés, nuestra “condición póstuma”?

Que el futuro “ya no es fuente de ilusión, sino de terror”, como escribe Emilio Santiago, no es nada nuevo. Ya decía Benjamin que no ha habido época que no haya creído encontrarse ante un abismo inminente. Pero si omitimos los milenarismos medievales es difícil encontrar un periodo en que la futurofobia haya arraigado con tanta intensidad. Gunter Anders acuñó la expresión “desnivel prometeico” para referirse a la desproporción entre la acción (apretar un botón) y sus efectos (arrasar Hiroshima), algo que provocaba una desorientación de la imaginación, incapaz de vivir emocionalmente la súbita aniquilación de miles de personas. Hoy llamamos “ecoansiedad” al temor crónico de un cataclismo ambiental”, al estrés causado por observar los impactos aparentemente irrevocables del cambio climático, “y preocuparse por el futuro de uno mismo, de los niños y las generaciones futuras”.

La destrucción mutua asegurada y el apocalipsis climático son sendos posibles epílogos a la implacable marcha del Progreso, dos finales de una dimensión tal que al hombre –pobre, ¡pobre!, clamaba César Vallejo–, aislado, empequeñecido y paralizado apenas si le queda mirar para otro lado o asumir su desencarnadura zombie mientras ve deslizarse en la pantalla la pestaña de siguiente capítulo.

Por todo esto, libros como El mito del colapsismo ecológico de Emilio Santiago –que antes de la pandemia firmaba con Héctor Tejero el también recomendable ¿Qué hacer en caso de incendio?–, nos ayudan, al menos a los profanos, a hacer frente al “fatalismo acomodaticio” que nos atenaza. No porque sean un lenitivo frente a la magnitud de la amenaza o porque pretendan generar falsas esperanzas –aunque haya prevalecido esta recepción en ciertos sectores del ecologismo, que lo han recibido con abierta hostilidad–, sino porque nos obligan a ser cuidadosos a la hora discernir entre ciencia e ideología, porque nos advierten acerca de la contraproducente inanidad de ciertos discursos escatológicos y porque nos recuerdan –reconozco lo de acto de fe que pueda haber en esto– que no todo está perdido, que hemos ganado otras veces, que frente al imperio de las pasiones tristes, todas legítimas y comprensibles, frente al darwinismo social extremo, al sálvese quien pueda que lleva implícita la actual “absolutización del pesimismo”, es posible alumbrar aún un horizonte de “compromiso y goce común”.

El futuro –esto es: asegurar la continuidad de la vida humana civilizada– se ha vuelto “nuestro deber más inaplazable, nuestro imperativo categórico colectivo, la tarea generacional por la que seremos juzgados”. Es ya.

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“Ser uno mismo es el principal oficio de nuestras vidas”; “si queréis vivir como vuestros padres, no dejéis de salir por ahí ni busquéis una epifanía en los campos de Castilla. Sindicaos”; “La clase media es la clase trabajadora de veraneo”; “El pasado es el lugar donde cada uno puede ser quien quiera”; “El objetivo de la Neorrestauración es que los nietos de la clase media vuelvan a ser criados”. La lista podría ser mucho más extensa, pero valgan estas reflexiones breves, prácticamente sentencias o eufemismos que el autor va interpolando no como meras boutades o provocaciones –aunque las animen cierto espíritu agitador–, sino como implacables corolarios, como primera aproximación a El malestar de las ciudades, libro en que Jorge Dioni se dedica a radiografiar la pérdida de la relevancia de la ciudad como aquel espacio de diálogo, encuentro y negociación con los otros para pasar –de acuerdo a un plan que el autor señala como preconcebido: “la desposesión es el modelo”– a convertirse en ese espacio donde la actividad principal ya no es vivir, sino la capacidad económica de crear valor.

Tras el éxito de ‘La España de las piscinas’ –en que nos mostraba, a través de una estimulante exploración sociológica y casi antropológica– cómo el urbanismo crea ideología, cómo el modo en que habitamos el territorio condiciona nuestra forma de ver el mundo (y de votar), este profesor de la Escuela de Escritores vuelve a demostrar en este ameno, documentado y persuasivo ensayo su capacidad para analizar en este caso la invasión neoliberal de un espacio urbano que ha visto cómo las políticas para mejorar la vida de los habitantes han sido reemplazadas por una estrategia que mientras expulsa a sus residentes, se dedica a captar flujos del exterior, ya sean turistas, nómadas digitales o inversores, acelerando de paso el repliegue cultural y la sensación de agravio entre importantes capas de las autopercibidas como clases medias, víctimas victimizadas del vaciado de los cascos urbanos, con las consecuencias para la convivencia que de aquí se derivan.

Aunque adaptado al espacio urbano español de nuestros días, quienes hayan leído a David Harvey, Mark Fisher o Wendy Brown encontrarán extremadamente familiares las reflexiones del autor sobre lo que denomina “el gran cambio político de las últimas décadas”, esto es, la revolución triunfante de las derechas; sobre la fragilidad de una democracia obligada a chapotear en las aguas heladas de cálculo egoísta –permítanme la licencia estival: es lo único helado que va a quedar en el planeta–; así como sus cáusticas observaciones sobre la avarienta depredación de un país que incluso en mitad de una sequía terrible amontona proyectos de casas unifamiliares con piscinas privadas y en el que es imposible encontrar “Ni un centímetro de costa sin urbanización. Ni un monte sin coto de caza. Ni un humedal sin campo de golf o regadío. Ni una plaza sin terraza. La materia prima de España es España. Hasta que se agote”.

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Y concluyo esta fritura que más que de verano ha terminado siendo malagueña –no por el origen de quien les habla sino, me gustaría pensar, por su carácter más nutritivo, consistente y rico ¿en plomo?– con Vivir peor que nuestros padres de Azahara Palomeque.

Parte ensayo autobiográfico (y generacional), parte ajuste de cuentas (con la generación anterior: la del baby boom), parte manifiesto ¿utópico?, la escritora de Castro del Río (Córdoba) firma con un lenguaje tan cuidado como eficaz (en el que se revela su también condición de poeta) este alegato frente el “duelo por un mundo muerto” con el que pretende volver a calzar el tiempo “desencajado de sus goznes” e insuflar algo de esperanza entre esos jóvenes taciturnos “hartos de escarbar en la nada de la melancolía” cuyas expectativas han resultado demolidas por la bola del Progreso.

Plantándole cara al epocal ‘emosido engañado’ y a la futurofobia rampante, Palomeque pone voz en este ensayo urgente –que ella misma reconoce no tenía previsto escribir cuando desembarcó en España tras más de una década de exilio en Estados Unidos– a los miembros de la generación “más estéril y mejor preparada de la historia”, una generación víctima de un “paradigma obsoleto”, carente de legitimidad, generador de crisis en cadena y expendedor de “soledad patologizada” ante el que solo cabe oponer o un justificado derrotismo o –de más está que decir que es su opción– una abierta rebeldía.

El resultado es un librito de poco más ochenta páginas –incluido en la prestigiosa colección  Nuevos Cuadernos Anagrama–, que comparte con los anteriormente reseñados la crítica al individualismo banal e inútil del “si quieres, puedes”; un libro, por cierto, que gustará a boomers como Jorge Riechmann o Yayo Herrero, dos de sus declaradas inspiraciones, y algo menos a una millennial como Ana Iris Simón, la autora de Feria, cuya costumbrista nostalgia noventera no le ofrece a Palomeque ningún horizonte de perspectivas plausible ni deseable, algo en lo que, dicho sea de paso, no puedo menos que coincidir.

***

Y como no hay fritura malagueña sin limón, sirva como aderezo –y como invitación a contemplar, a leer, a no hacer nada– este verso de Carlos Pellicer:

El agua de los cántaros sabe a pájaros.

Que agosto no les agoste, amigos.

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